miércoles, 3 de noviembre de 2010

Los que están llegando: NO EXIT de Ioan Es. Pop

SO-128. Poesía. 2010. Traducción de Dan Munteanu. 150 páginas. ISBN: 978-84-15019-27-5. 10 €.

o recuerdo para nada el tiempo cuando me trajo al mundo pero 
por apresurarse me trajo directamente al otro mundo. 
ahora se esfuerza para que yo parezca vivo, que sufra menos, 
apila a mi alrededor muebles y dolor, 
paredes de escombros que ella espera que me vistan algún día, 
para que parezca que yo también soy de este mundo. 
no tiemblo más ahora con mi piel pero tiemblo ahora 
con las paredes y tiemblo como si vistiera 
sólo una camisa fina y mojada pegada a la espalda. 
y mi casero también se dio cuenta 
que tiemblo, porque tiemblo con las paredes de su casa 
y un día me echará también de aquí 
porque el sudor ya sale por la argamasa 
y chorrea en su habitación. 
si hubiera tenido también esperanza, este sótano de la buhardilla, 
este pijama mojado de ladrillo y cal, 
hace tiempo que se hubiera derrumbado sobre mí, se lo juro. 
tengo que llamar a un médico, juro por Dios. 
estoy tan empapado que tienen que pasarme por fuego. 
no por casualidad, para poder desaparecer, 
los griegos inventaron a los romanos.




el pequeño porcec

            Todo comenzó a los seis años, cuando decidieron sacarle a volar al pequeño Porcec. Era domingo, verano y en el pueblo había fiesta. Le dijeron: ahora ya eres grandecito, dentro de poco irás al cole, Porcec, tienes que aprender a bailar, tienes que estar igual que los demás. Y la abuela le cogió de la mano y no le soltó más, decidida a darle a Porcec aquel día el bautismo de la comunidad. Cuando llegaron a la casa de cultura, el baile ya había comenzado. La abuela se sentó en la banqueta adosada a la pared, como se sentaban todas las mujeres mayores. Igual que en la iglesia, la abuela tenía también aquí su asiento fijo solo suyo, como debían tenerlo todas las mujeres mayores. Formaban, por lo lados, un círculo alrededor de los danzarines; por debajo de sus pañuelos negros lanzaban miradas de aves de rapiña hacia ellos. Elogiaban o se mofaban. Nunca se les escapaba nada. O por lo menos esto fue lo que sintió Porcec cuando su abuela se sentó en la banqueta, al lado de las demás. Él se había quedado de pie. A su altura, los danzarines desencadenados y ruidosos rodaban en un trote violento, levantando el polvo del suelo a su paso como una manada aguijoneada desde atrás hacia el matadero. Entonces, su miedo se soltó de repente, grueso como la sangre que sale bruscamente por la nariz; y si la abuela le empujaría en aquella maraña de pies, le aplastarían, le harían rodar como una pelota de trapo, le harían trizas. Logró ver a su primo Anchidim lanzándose entre los danzarines adultos con pasos seguros, como uno de ellos. Anchidim tenía seis o siete meses menos que Porcec, pero había descubierto ya el secreto y el deleite del baile; a él no le paralizaban las miradas escudriñadoras de las mujeres de los lados, tenía  a su pareja fuertemente agarrada con sus manos, colorado por el placer de dar vueltas y orgulloso porque la gente le estaba mirando. Y el miedo de Porcec creció y su primer impulso fue desprenderse de la banqueta de la abuela y huir. Ahora sentía todos los ojos clavados en él, inmóviles, un racimo de ojos del cual chorreaban hacia él olas de mosto denso y pegajoso, pegándole los pies al suelo. La abuela le había cogido de nuevo de la mano, ahora estaba dentro de una gran ave de rapiña, ahora ya no había modo de escapar. Y las chicas de su edad le miraban también reprobadoras y todas parecían muy buenas bailarinas y le despreciaban a él, Porcec el inmóvil, Porcec el pipíolo. Y entonces la abuela, decidida como siempre, se levantó de la banqueta y le empujó a Porcec a sentarse en su lugar. Se fue directa a una chiquilla del tercero, una llamada Ica, la cogió de la mano y la trajo delante de Porcec. Ica era menudita, feucha y amorfa, olía a naftalina y se movía pesadamente. Quizá la abuela había elegido para Porcec más bien una víctima que una pareja. Había querido que Porcec se sintiera el dueño. El cuerpo de Porcec se convirtió en hielo. La camisa de Porcec se convirtió en hielo. Las bonitas sandalias de Porcec se convirtieron en hielo. Las miradas le rodearon por completo. Ya no podía escapar. No podía eructar  la pelota de trapo de su garganta. En vez de hacer todo esto, para parecerse a los demás, tomó la mano de la chiquilla y se dirigió hacia el centro del círculo de danzarines. A perderse entre ellos. A mezclarse con ellos y desaparecer. Ella le puso las manos en los hombros, como tenían que hacer las muchachas. Él la agarró con sus manos por la cintura, para parecerse a los hombres. Parece que así hay que comenzar. Así, aprobó con la mirada, después de unos pasos, la muchacha. Así, Porcec cobró un poco de valor. A su lado pasaron en un torbellino Anchidim y su menuda pareja. A Porcec le pareció bonita la manera de bailar de Anchidim, pero en sus propios pasos – dos a la izquierda, dos a la derecha – , como tenían que bailar todos los novatos no encontraba ningún encanto. Y entonces, el pequeño Porcec decidió seguir el ritmo de su primo Anchidim, probar la borrachera del auténtico bailarín, olvidarse de las miradas de las mujeres sentadas por lo lados. Tomó impulso para dar una vuelta, sus pasos se multiplicaron y se aceleraron y Porcec logró incluso a dar una vuelta, como un bailarín verdadero. Pero en aquel momento, sus manos se olvidaron de la chiquilla, la muchacha se desprendió, tropezó y se cayó. Porcec volteó un instante más, solo, luego se enmarañó en el ovillo de sus propios pies, rompió el círculo de danzarines y rodó en algún lugar debajo de las banquetas adosadas a los lados.
            Así fracasó la presentación de Porcec en la sociedad en paso de baile. El mundo se rió de él durante mucho tiempo, y él se dio cuenta que aquél ya no era su mundo. Porcec intentó bailar unas cuantas veces a lo largo de los años, pero nunca logró hacerlo de verdad. Es decir olvidarse de sí mismo y dejarse llevar por el baile. Nunca logró transmitir a sus parejas una pizca de euforia. El ritmo de sus movimientos quedó caótico; el pequeño Porcec, el de los seis años, siempre tropezaba y se caía, aterrado y suplicando, en el cuerpo del Porcec de hoy. Año tras año, domingo tras domingo, cuando había baile en el pueblo, Porcec se alejaba de los demás con el alma en el suelo, se retiraba en los lavabos públicos y encendía un cigarrillo. Era lo único que había aprendido de las personas adultas. En la oscuridad del aseo, Porcec imaginaba un baile apasionado y nunca visto, en el que él, Porcec, era insuperable. En realidad, Porcec jamás bailó ese baile.
            En cambio, aprendió a disimular. A parecer que no es distinto de los demás. Sus placeres se volvieron solitarios y culpables. Llegó a ser un adolescente sonámbulo y extraño. La alegría y la salud de los que le rodeaban le ensombrecieron totalmente.
            Leyó libros. Se empecinó en comprender por qué a él, al joven Porcec y luego al adulto Porcec, a pesar de todos sus intentos de parecerles conversador y divertido a los otros, la risa le sonaba ronca y la conversación grotesca. En él ya nada tuvo un ritmo natural ni simplicidad. Apenas en el trigésimo cuarto año de su vida, Porcec tuvo la osadía de comprenderse plenamente a sí mismo. Entonces le fulminó el recuerdo del baile de los seis años y entonces Porcec odió con toda su fuerza al pequeño Porcec que, a los seis años, al fallar en su primer baile, les había negado a todos los Porcec que se sucederían en el mismo cuerpo desde los siete a los setenta años, cualquier comienzo.
            La abuela de Porcec murió hace tres años. Porque la quiere, la odia todavía y la echa de menos. Desde ese momento, aunque alguna vez lograse hacer algo en la vida, ya no tendrá a quién mostrarle sus pequeños triunfos. Ya no tendrá jamás a nadie ante quien rehabilitarse.

            Los últimos años, Porcec empezó a modelar, en el desván oscuro de su casa, manos de escayola. Son manos de distintos tamaños y diferentes expresiones. Algunas son manos muy grandes y robustas, parecen que quisieran agarrar eternamente en sus tenazas la cintura de la muchacha de seis años, que no se les escape. Otras son manos vacilantes y delgadas, sus manos verdaderas. Hay también una mano gigantesca, autoritaria, justa, castigadora, de uñas grandes como unos ojos, entre sus manos de escayola será talvez la abuela o el buen Dios. Pero entre esas manos no hay ninguna bella. Todas son monstruosamente diferentes de las manos humanas. Pero es posible que esto se deba también a la oscuridad del desván de su casa.

porcec:
se prevén reveses regulares para este verano.
el pasado decae y está claro que de un año como éste
ya no disfrutaré nunca más.
se prevén reveses grandes este verano, se lo juro.
el otoño apenas se mantiene bajo el esternón
y la cirrosis en el hígado.
aunque fuese solo por eso
bendito sea el no nombre del señor.

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