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jueves, 30 de diciembre de 2010

SOBREVIVIR A COMALA

SOBREVIVIR A COMALA
Rosa Petulia Martínez González

A mí me contaron que, cuando Morel ganó el Premio Nacional de Poesía estuvo a punto de rechazarlo conducido por un vago presentimiento de que todo aquello no le iba a traer nada bueno.”

Así comienza esta novela, a medio camino entre la metaliteratura y la novela negra, cuya acción avanza a través de un extraño triángulo de personajes: Gregorio Morel, poeta galardonado con el Nacional de Poesía, quien desaparece tras el salvaje asesinato de su esposa, Blanca Valmaña; Roberto Marcos, escritor frustrado y amigo del poeta, que entrará en una desconcertante crisis personal que le conducirá al alcoholismo, al conocer la desaparición de su amigo y Xavier Reixach, joven con aspiraciones literarias que, tras viajar a París en busca de su “sueño parisino”, terminará viviendo la dura realidad del inmigrante y trabajando de recepcionista en el hotel donde vive Morel. A caballo entre Barcelona, París y Portbou, los tres personajes se ven enredados en un crimen grotesco e incomprensible que todos tratan de resolver pero que sólo uno de ellos ha cometido.
Por otra parte, la investigación del crimen se convierte, también, a través de la mirada de Xavier, en una búsqueda más amplia acerca de la condición del escritor. Investigación que termina uniendo la caída en la locura de Gregorio Morel, y su acto de desaparición, con el descenso a los infiernos de Roberto Marcos y, todo ello, con el crimen, que se dibuja como la verdadera síntesis de la naturaleza del escritor.
Poco a poco, la sombra de Morel se irá desvaneciendo al igual que su imagen y dando lugar a la multiplicación de pistas, enigmas y dobles que le irán señalando a Xavier la naturaleza del crimen que se trata de descifrar, entre la literatura y la repetición de un pasado que persigue al poeta -el asesinato presuntamente cometido por su abuelo en la época inmediatamente posterior a la Guerra Civil- y que conducirá a los tres personajes a una aldea gallega que el narrador bautiza como Comala, donde se desenredarán todos los hilos de esta historia. Una ficción, desde luego, en la que el protagonista, en su pérdida de presencia, se cobija en la escritura de una novela en la que se narra la verdadera historia del crimen cometido: Sobrevivir a Comala.

SN-3. Narrativa. 2010. 212 páginas. ISBN: 978-84-15019-24-4. 12 €.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Los que llegaron LA LEY DEL DESEO de Andrej Blatnik

DE-4. Narrativa (Relatos). 2010. 184 páginas. ISBN: 978-84-92528-62-2. 12 €.
Traducción de Marjeta Drobnič y Matías Escalera Cordero


Lo urbano, el estilo austero, lo sutil del color, el humor y la ironía terapéutica, la descripción precisa de las relaciones interpersonales, las interminables guerras del corazón, la respiración y el crujido de las palabras habladas y no habladas. El sonido y la imagen para una larga estancia en la piel, los oídos y la cabeza.  
                                                                   (Zupan Uroš)



La superficie


Dejan el coche al borde de la carretera y el hombre lo observa preocupado dudando de si ha dejado distancia suficientemente retirada de la calzada. Se estremece ante las terroríficas imágenes: ¡algún conductor que pase despreocupado, podría rayarlo! Mira la llave en su mano, piensa en volver a sentarse al volante, corregir lo hecho, pero no puede decidirse: si lo hiciera, los labios de su mujer se apretarían formando una línea fina, ligeramente temblorosa y burlona. No sabes hacer nada bien, le delataría esa conocida mueca, nada te sale a la primera, sin tener que corregirlo.
La mujer ayuda al niño a salir de la sillita, después toma la cesta, cubierta con un paño, en la que ha colocado la merienda de la forma ordenada, y con la precisión y el detenimiento que exige el reglamento de una excursión familiar dominical. El hombre finge estar entusiasmado por tomar el aire fresco, lleno del aroma a hierba madura, pero en realidad evalúa a escondidas la posición del coche, hasta que la mujer le dice con descarado malhumor que el pequeño ha salido corriendo y que habrá que ir corriendo detrás de él.
La hierba de color verdáceo oscuro está crecida y firme, y cuando el hombre intenta atravesarla, tiene que reconocer que no huele al fresco que pensaba al principio, que, en el fondo, despide un olor pesado, casi asfixiante. Mientras el pequeño corre a través de la hierba, el hombre lo ve sólo de cintura para arriba. Acelera el paso, después se da cuenta de que así no puede alcanzarlo. Le grita que se pare, pero el pequeño sólo ríe y agita la mano. El hombre titubea, mira hacia el coche y allí ve a su mujer que le hace señales como diciendo que se dé prisa; y echa a correr.
De golpe, el pequeño se detiene en seco, como con una convulsión. El hombre se le acerca, sólo le quedan unos pocos pasos cuando ve que el niño está al borde mismo de un canal del río que atraviesa la pradera y que, hasta entonces, ha estado oculto a la vista, velado por la hierba. El pequeño oscila en el borde, vuelve la cabeza, con los ojos grandes y espantados mira a su padre. Después, su propio peso le hace caer por el borde, lo tira hacia abajo.
El hombre dispara su cuerpo, en un salto vence la distancia de unos pasos, ya está al borde, se tira al vacío, salta detrás del niño. Sólo cuando el agua turbia y lodosa que hiede a descomposición le oprime el cuerpo, recuerda: no sabe nadar. Pero ahora, ahora no importa. Como es más pesado, se sumerge más rápido, a más profundidad que el niño, lo busca bajo el agua, lo agarra por la cintura y empieza a patalear como puede para subir. Así se nada, le parece. Y así intenta hacerlo, no tiene otra opción.
Los zapatos se deslizan de sus pies y se hunden en la oscuridad de la brecha de debajo de ellos. Al hombre le parece que todo dura mucho, demasiado, que ni siquiera se mueven, que nunca alcanzarán la superficie. Y, a la vez, en un tiempo extrañamente comprimido que ha quedado detenido en su cabeza, piensa que, en realidad, no han pasado aún mucho tiempo bajo el agua, si el aire que ha tomado justo antes de horadar la superficie, aún no se ha agotado y si el pulmón parece aún estar lleno.
Pataleando por fin alcanza la superficie y saca a su hijo. Éste escupe un chorro de agua turbia y rompe a llorar. Al hombre le inunda el deseo de abrazarlo aún más, de agarrarlo en su abrazo para tenerlo así siempre, sin tener en cuenta nada más en el mundo, nada de nada; después siente que algo lo tira hacia abajo, y empieza a patalear otra vez.
Desde la orilla, la mujer estira los brazos y el hombre nota con sorpresa que es la primera vez que en su rostro puede leerse la confusión, la inseguridad y el reconocimiento de que el mundo la ha sorprendido, de que el mundo le ha demostrado que a veces no sabe cómo hacer que las cosas sucedan a su medida. Le pasa al niño: de repente el pequeño resulta ligero como una pluma, ingrávido, como si acabara de nacer y como aquella vez que lo sostuvo en sus manos por primera vez, aún húmedo del líquido amniótico, está todo suave y dispuesto, preparado para dejarse pertenecer del todo y por completo. La mujer lo baja a su lado y el pequeño se abraza en seguida a su muslo, observando con preocupación al padre que intenta encontrar un asidero entre las piedras, colocadas a lo largo de la boca del canal, para salir arrastrándose a la orilla.
Al final logra hacerlo: sale con la cara a ras de tierra, de modo que ve poros minúsculos, excavaciones de las hormigas, de los gusanos, de todo tipo de animales diminutos, y el polvo de la tierra le penetra los orificios de la nariz. Después se levanta tratando de alisar, de limpiar la ropa arrugada, mojada y sucia. Y se da cuenta: sus ademanes son ridículos. Se para y los brazos le oscilan en el aire de modo extraño y sin control. Él observa su vuelo pensando: ridículo. Ridículo.
«¿Qué tal?», le pregunta al niño. Éste lo mira serio. «Bien», dice. «Bien. Tenía miedo de que me fuese a hundir más. Hacia abajo. Hacia allí dentro». Se aprieta contra él. El hombre siente el olor a lodo y a fango en su pelo y le hace una señal a la mujer para que le dé el paño con el que había cubierto la cesta. Le seca el pelo de modo lento y suave, mientras el hijo se queda mirándolo a través de las lágrimas que caen por sus mejillas. Y dejan una huella húmeda con bordes de lodo.
Por la noche, el hombre se sienta delante de su casa y fuma. La mujer trae la bandeja. El vapor humea de las tazas con té. «El pequeño duerme», dice y posa la mano en la mejilla de su marido.
El hombre piensa en su ademán. Luego piensa en la cara que vio cuando el pequeño y él salieron del agua. No me dejaré más, piensa. Ahora lo sé: somos iguales. Iguales. Los dos ignoramos el cómo hacer las cosas. Ya no podrás ocultarlo.
Dejaré mi trabajo, piensa. No tiene sentido. Siempre el mismo papeleo. La vida es demasiado corta. Y tengo que decir cómo me siento. Decírselo a ella también. No puede seguir siendo así para siempre. Habrá que cambiar algo. También por el bien del pequeño. Podría haber seguido hundiéndose. Hacia allí dentro. Y yo detrás de él. Podríamos habernos quedado en aquel lugar. Allí abajo. Pero no. Hemos salido. Y ahora nos quedaremos aquí. En la superficie. No, no me dejaré más.
Lanza el pitillo a medio fumar al aire y lo sigue con la mirada. El último, dice. El último. El punto de brasa se detiene flotando por un momento encima de él, después se descuelga y se extingue. El hombre siente que el abierto firmamento del cielo se le acerca, que lo abraza, siente la proximidad cada vez mayor del universo, percibe la fragancia de la tenue huella de los cometas, y la gravedad de los mundos lejanos roza su cara. Las galaxias se abren y le invitan a adentrarse en ellas. El hombre lo sabe: es el principio; es sólo el principio.


Andrej Blatnik
o el olfato para el relato corto

Por Matías Escalera Cordero


Andrej Blatnik es, sin duda, un auténtico artista del relato corto. Y lo que es más importante, un artista con firma; esto es, que tras haber leído unos cuantos de sus relatos, un lector atento identificaría, sin muchos problemas, cualquier otro de los suyos, antes de ver incluso la firma del mismo.
Su estilo, inconfundible, se caracteriza, antes que nada, por su extraordinaria capacidad de síntesis evocativa —o dicho de otro modo: de economía narrativa—; esto es, en un relato de Andrej Blatnik, lo que no se dice, lo que se presupone y se sugiere, el mundo evocado por lo que sí se nos cuenta y lo que sí sabemos; la entera realidad en que se integraría el fragmento de la misma que se nos ofrece, y que aparentemente —tan sólo, aparentemente— no está narrada, es, sin embargo, una presencia tan evidente, como lo expresamente narrado; a veces, incluso más evidente que lo expresamente narrado. Se trate de la desangelada, errada e inútil existencia de esos tipos tan representativos de las llamadas «clases medias» urbanas —en realidad, seres esencialmente desclasados—, que pululan por los centros, los hoteles y los lugares de moda de nuestras ciudades, como es el caso, por ejemplo, de los atribulados protagonistas de los relatos titulados De qué hablamos nosotros dos, Los bastardos tocan canciones de amor y Más cerca... O se trate de la estupefacción que produce en ellos la recomposición de las relaciones entre sexos: en los hombres y las mujeres de hoy; como sucede, llevado al estatus mítico y simbólico, con el titulado Versión oficial, o a la síntesis desgarradora del titulado escuetamente No. O se trate —al fin— de esa imbatible crueldad del espacio/tiempo (histórico, sensu stricto: el de la vieja Yugoslavia en llamas, o el de la actual «realidad global») en que los protagonistas dilucidan sus destinos, como es el caso del titulado Demasiado cerca, o el del impresionante Cuando el hijo de Marta volvió; o el de esas dulces ácidas parodias que son La delgada línea roja o El día de la independencia.
Parece una paradoja y, tal vez, lo sea; pero es lo que experimentará inmediatamente cualquier lector que se adentre en esta suma de relatos hilvanados por la sutil, a veces, y apremiante, otras, «ley del deseo», que nos rige, puesto que rige el mundo entero. Deseo de algo diferente, de lo otro, de lo que nos dará la clave y el sentido de las cosas y de nosotros mismos, por fin. Una aspiración siempre problemática, siempre frustrante y frustrada, pero acuciante, a la espera de una oportunidad, de una decisión nuestra: liberadora y definitiva, como la que el protagonista del último de los relatos descubre mientras se hunde, pues...
... Podríamos habernos quedado en aquel lugar. Allí abajo. Pero no. Hemos salido. Y ahora nos quedaremos aquí. En la superficie...
Donde respirar al menos, y poder mirar al firmamento; en donde no encontraremos respuestas inmediatas, pero en donde habrá, al menos, la posibilidad de un nuevo principio.
Y así es, en efecto; por lo que Andrej Blatnik nos da —en realidad, las voces narradoras, sea cuales fueren, de las historias que urde— en media docena de páginas, o en una docena, podemos reconstruir todo el mundo que esas voces contienen en sí; toda una realidad narrable que no cabría contada —narrada explícitamente— en cientos de páginas. Un mundo y una realidad que, sin embargo, necesita irremediablemente de lo narrado expresamente, a menudo sólo de modo tangencial, para evidenciarse y ser reconstruida por el lector de lo explícitamente relatado; y éste es, sin la menor duda, uno de los alcances y de los valores esenciales de la depurada técnica, y del olfato para el relato corto, del autor.
El otro gran valor, la otra conquista del estilo narrativo de Andrej Blatnik —en relación lógica y coherente con el primero—, es el modo en que Blatnik presenta a sus personajes y los construye «con nosotros»; es decir, con aquellos detalles que nuestra lectura les aporta, y que, indudablemente, proceden también de «nuestro mundo» y de nuestra experiencia del mismo; el mismo mundo, y la misma realidad en la que ellos se debaten, se pierden, se encuentran y se consuelan. Una realidad, un mundo que, como hemos dicho, no es otra, no es otro, que la realidad actual, que nuestro mundo estrictamente contemporáneo; pues Ljubljana, la capital eslovena, en los relatos de Andrej Blatnik, es mucho más que la capital de Eslovenia, es la metáfora de la ciudad moderna europea; del mismo modo que los acontecimientos de la reciente historia de Eslovenia y de la vieja Yugoslavia, que están detrás de algunos de los relatos, como se ha dicho, son algo más que acontecimientos circunscritos a la reciente historia de los Balcanes, son acontecimientos de una realidad que reconoce fácilmente cualquier lector europeo actual, pues lo son de la realidad global.
Porque esa es otra de las virtudes de Andrej Blatnik, como escritor y artista del relato corto, que es un escritor y un artista europeo en sentido estricto, sin pose, ni esfuerzo añadido; que representa a esta primera generación de escritores verdaderamente europeos; que por su natural cosmopolitismo, sin pose ni esfuerzo añadido, han superado los límites de su propia lengua y geografía; esta generación que es la plasmación de un viejo sueño de muchos (o quizás sólo de algunos: quién sabe), la de un espacio/tiempo político, cultural y artístico verdadera y auténticamente europeos.
Y, por último, pero no al final de todo, está el humor; un humor que viene de la finísima ironía y la suave melancolía —en realidad una elaboradísima «irónica melancolía»— que desbordan sus historias; y que las hace amables —al tiempo que duras—, y atractivas; y, sobre todo, como decía al principio, reconocibles e inolvidables.


http://www.andrejblatnik.com/index.html
http://www.ljudmila.org/litcenter/letras/blatnik.html
http://www.webzinemaker.com/admi/m9/page.php3?num_web=4954&rubr=3&id=150292
http://www.transcript-review.org/en/issue/transcript-19-slovenia/andrej-blatnik

domingo, 28 de noviembre de 2010

Los que llegaron. ARDER EN EL INVIERNO de Marcelo Luján

 M-109. Narrativa. 2010. 104 páginas. ISBN: 978-84-92528-93-6. 10 €.

Hace unos años recibí en mi correo electrónico una nota de un joven autor que me escribía desde España y me proponía, como presentación, un texto de su blog. Como tengo el defecto de ser buena corresponsal, me cuido mucho de iniciar cualquier tipo de intercambio de mensajes. Leí el texto, que se llamaba «Anillos», y decidí que me encontraba frente a un narrador meritorio, con el que valía la pena establecer comunicación. Había leído el primer texto de lo que sería, con el tiempo, este libro.
Arder en el invierno es breve pero intenso. Está estructurado en tres partes en las que aparece un texto por cada letra del alfabeto. En las secciones del libro se repite la estructura, retomando los títulos y excavando en los temas. A través de un clima onírico, cargado de melancolía, se cuenta y no se cuenta una desoladora historia de amor, que es también una historia de nostalgia por el terruño, que es también poesía, que es también pasión por la mujer y por el fútbol, por la infancia y por el mate, y contiene ese delicado entusiasmo por el fracaso que define la buena literatura: Marcelo Luján sabe, como cualquier escritor de raza, que ninguna historia humana termina bien.
Hay zonas geográficas en que las fronteras se vuelven difusas y uno no puede estar tan seguro de que está en un país y no en el otro. Así nos sucede a los buenos lectores con ciertos libros a los que es difícil encasillar en un género determinado. ¿Poesía? ¿Minificción? ¿Prosa poética? ¿Cuento breve? ¿Qué importa, en tanto los
textos sean de alta calidad literaria, en tanto la lectura sea profunda, gozosa, perturbadora y feliz? Ese es el efecto que propone Marcelo Luján con Arder en el invierno.
Ana María Shua

3. Cartografías
Soy el mapa que no conviene consultar: el que desvía y desorienta y pierde. El mapa de la ciudad que no existe, de la capital que no gusta, del pueblo perdido en medio de la provincia más olvidada. Soy el croquis de una villa hundida en la mejor miseria. La Vía Láctea que se apaga cuando me mirás. Si no te entiendo,
si no sé leer en el papiro chamuscado de tu geografía, tampoco sabré caminar hasta la entrada del convento donde una vez fuiste estrella. Saco la lupa del bolsillo y miro bien el sonido de la cruz: ahí está la guarida. Y es ahí adonde tengo que ir. Pero me cuesta porque me vendieron un GPS trucho. Falso. En realidad no me
lo vendieron sino que lo robé: no tenía plata y pegué el manotazo certero y salí disparado como una flecha del negocio de las oportunidades. Es importante la brújula en las noches de tormenta. Camino erróneo, camino equivocado, camino descaminado. Abro el planisferio y lo extiendo sobre la mesa: la luz del candil
es amarilla y me recuerda letra por letra a tu nombre: también amarillo y pegajoso. El frío me ciega: el pasado es el frío. Y yo soy el mapa que nadie (en su sano juicio) debería tener en cuenta.

52. Xenofobias
El chino que vende los pollos flacos —asados— en la esquina de tu casa no es chino: es tailandés. Pero te da igual. El otro día fuiste a decirle que a ver cuándo iba a traer pollos de tamaño normal y el chino soltó una sonrisa que lo mismo valía para decir sí que para decir por qué no te vas a comprar a otro chino. Después
le pediste una lata de gaseosa de regalo. El chino te la dio: la oferta era esa y te la dio. Pero tuviste que pedírsela. Vende barato el chino. Y pregunta poco. Nada, no te pregunta nada y comprarle los pollos flacos con la guarnición y la lata de regalo es facilísimo y rapidísimo. Tiene una calculadora en el cerebro que le impide equivocarse aun bajo cualquier tipo de presión, sea ésta económica o espacial. También vende carne. Carne de vaca. Pero eso ya no se lo comprás porque el mito te lo impide y porque de la cocina —siempre que vas— salen miles de chinos y chinas y chinitos constantemente. No saludan y se empujan bastante cuando coinciden detrás del mostrador. Ah, y no son chinos sino tailandeses. En la otra esquina de tu casa hay una rotisería atendida por sus dueños. Son argentinos. Gritan y hacen chistes absurdos mientras
atienden a la clientela. Fuiste una vez: era invierno y la noche se te había venido encima como una nube de polvo. Compraste empanadas y una fugazzeta chica. No regalaban nada. Ni la hora. Y te cobraron caro: pagaste con un billete de cincuenta y al otro día, cuando quisiste pagarle al chino de los pollos flacos, caíste en la cuenta de que los compatriotas te habían dado mal el vuelto.

www.arderenelinvierno.blogspot.com

http://www.marcelolujan.com/ 
http://ellaberintodenoe.blogspot.com/2010/06/arder-en-el-invierno-nuevo-libro-de.html

jueves, 16 de septiembre de 2010

Los que llegaron: DE QUÉ NOS ENAMORAMOS de Roman Simić



DE-2. Narrativa. 2008. Traducción de: Gloria Blazanovic. 252 páginas. ISBN: 978-84-96687-72-1. 20 €.

Con un estilo cristalino y envolvente, los cuentos de Roman Simić bucean en la vida cotidiana de sus personajes para sacar a la superficie aquello que más les define: dudas, miedos, espe-ranzas, silencios... Como toda buena literatura, una vez cerrado el libro, sus historias te siguen acompañando y te reconfortan cuando más lo necesitas. 


Jordi Punti




Nadie como Roman Simić para describir con dolor, rapidez e ironía el paisaje humano de postguerra en ese lugar que hasta hace algunos años llamábamos Yugoslavia. No sólo porque como todo croata ha vivido la guerra en primera persona (es decir, con suficiente lucidez como para después no-narrarla), sino, porque en De qué nos enamoramos ha sabido prescindir de todo odio y mostrarnos el momento en que el hombre se convierte en animal, sujeto extraño ante sí mismo. Y para esto, no sólo ha echado mano a experiencias propias, a personajes que se mueven perversamente entre Zadar y Nuevo Zagreb o a chistes sobre el reconocido arte naiv croata –tan elogiado por el nacionalismo político de los años 90–. Sino, que ha echado mano al estilo. Uno concentrado y ligero, que no se demora en concesiones, y muchas veces deja gran parte de la información debajo, tal y como le gustaba a Hemingway explicar su teoría del iceberg. Uno afilado, como si en un gesto de locura y delante de la madre de nuestra esposa, encajásemos con rabia un cuchillo en el centro de la mesa y después riéramos, riéramos... 


Carlos A. Aguilera


VALIUM


Podría levantarme, podría beber un poco de agua, podría mirar el reloj o vomitar, podría hacer cualquier cosa en lugar de estar sentado desnudo en una banqueta de la cocina concentrado en un juego de solitario.
¿Por qué hemos venido si no piensas ir? Me pregunta Ana, de espaldas, frunciendo el ceño (me doy cuenta por el gesto con el que se quita el cabello de la frente) mientras plancha mi traje negro.
Sigo callado. Hace una hora que estamos aquí. El piso está seco y huele a cerrado, la planta sobre el radiador frágil y transparente como una hoja de papel quemado. El funeral nos ha hecho volver de la costa, taciturnos y bronceados, una semana antes de lo previsto, acortar las distancias con cada kilómetro de la pésima carretera adriática. Doy vuelta a las cartas. Respiro hondo cuidando de que no me oiga.
No estábamos... digo.
Ana se da la vuelta. Bajo la mirada feroz, bajo las cejas sin depilar, las pecas se le caen del rostro a los hombros, le salpican los pechos y desaparecen entre sus pezones rosados. Está delante de mí, de pie, en bragas, inmóvil, implacable, descalza sobre el suelo gris de linóleo. Estamos a finales de agosto y en unos días vuelve al trabajo. Mi indecisión y el imprevisto funeral le acortan el verano que ya es corto de por sí.
Dejo las cartas y la miro.
Ella. Hace cuatro años que estamos juntos. Además de dar clases de lengua en un colegio, en su tiempo libre Ana es gimnasta, follamos en el suelo del salón, nos duchamos, nos secamos y tomamos café del termo, frío y con demasiado azúcar.
El negro te queda bien, estás moreno.
Me toca el labio con la uña.
¿Vas a ir?
No contesto. El teléfono suena varias veces, pero no nos levantamos; yo porque sé quién es, ella porque observa como no me levanto.
Es tu madre dice.
El teléfono calla. Incluso sin levantar el auricular, el otro lado del pasillo está lleno del luto de mi madre, de flores, de todo lo que se ha ido comprando desde el entierro de mi padre, desde que empezamos a dispersarnos.
¿Por qué hemos venido si no piensas ir?
Se pone las bragas y se apoya en el borde de la butaca de cuero.
Era tu vecina en la boca de Ana ese “vecina” suena y huele a reproche. Lo estás complicando todo.
Lo estoy complicando. Ana se levanta y lleva las tazas vacías hasta el fregadero. Debajo de las bragas tiene un culo redondo y musculoso, cubierto de espeso y corto vello dorado. Hemos pasado todo el verano tomando el sol desnudos y haciendo el amor en rocas peladas, a veces incluso ante la mirada de pervertidos y caminantes.
Vecina.
La miro. Con una mirada que puede significar todo. Me río. La toco.
No me gusta esa risa tuya dice. No me gusta cuando actúas. Eres opaco. Te pones así cuando eres débil.
En el asiento de atrás del Renault 5 de Ana, entre las toallas y los bronceadores, con marcas saladas de dedos mojados, acechan a los incautos sus manuales para la mujer fuerte y moderna, con las anotaciones coloridas de Ana dispersas por los márgenes. No lo digo en voz alta, me lo trago, quizás me molesta que todavía siga leyendo. Ana es una gimnasta leída. Hace cuatro años que estamos juntos, me conoce, no intento contradecirla, amén.
El entierro es a las dos o dos y media di-go. Silvija está segura de que comenzará más tarde, por el atasco o por el cura. El padre Josip está enfermo y dará la misa uno joven. Silvija ya le ha oído y dice que no promete mucho.
Silvija es la madre. Le dijo también: Tienes tiempo para llegar y echarte una siesta antes. Trae un poco de lavanda para que se la pongamos en el ramo, en aquellas flores de plástico, para que huela bien.
Mientras habla de Danka, a Silvija no le tiembla la voz. En el entierro de mi padre lloró muy poco, después de quedarnos solos. O ni siquiera entonces. Era primavera, por aquel entonces. La gente le daba besos, le susurraba al oído y la apretaba dejando huellas de sudor en el cuello y los hombros de su largo vestido de noche. Era un vestido nuevo, quizás no se lo había puesto antes. En él, Silvija está elegante, casi bonita. Lo usa sólo para entierros. La hace sentirse cómoda, observa a la gente y se alegra ante el protocolo establecido y ensayado del velatorio. Teme por el cura joven, me llama, añora la lavanda.
Danka era la amante de mi padre digo. Hasta la muerte de éste. Creo que murió en su piso.
La voz que llena el salón no es mía. Las frases son pesadas, torpes. Como un niño de colegio las separo y analizo para Ana: determinar el sujeto, el predicado...
Era nuestra vecina. Era bonita.
Ana está callada. Se seca la frente con la mano, deja la vajilla y se acerca. Sus dedos bronceados recorren mi rostro, secan los ojos, cierran la boca. El silencio de sus dedos sabe a detergente. Muerdo la mano de Ana, meto mi frente debajo de su axila. Huele a carne. Verano. Imagino a mi madre y mi hermana de luto, sobre la tierra pisada, junto a la tumba abierta de Danka. Le quito las bragas, me inclino y pruebo el sabor salado del sudor y la orina. Follamos. Mi padre yace sobre una mesa invisible con la boca cosida. Está gris. Danka se le acerca y lo besa. Yo no puedo. La miro. Estamos tumbados en el suelo, Ana enciende un cigarrillo, hace calor.
Danka... empiezo. Más que nada, más que un cigarrillo, me apetece decir Me hice pajas pensando en Danka Požar, pero no lo digo, no sé por qué. No porque esté muerta, seguro, quizás ni siquiera porque se trate de la amante de mi padre, gris y gastada, que yace en una mesa de metal no muy lejos de aquí, sobre un trozo de tela negra, desgastada por las pesadas espaldas y los elegantes trajes de los cadáveres. Mi padre. Parece demasiado sencillo, decir eso. Pensé en ella. Los besos de mi padre al acostarme. Los libros de Ana dirían...
Supe lo de Danka antes que Silvija. Estaba en segundo, el segundo año del colegio... No se escondían demasiado, él la invitaba a tomar un café mientras Silvija no estaba, ella venía maquillada y se sentaba en la silla de mi madre... Se reía, aunque creo que no se sentía a gusto, cogía la taza con las dos manos, cuidaba de no tocarlo... A veces me llevaban con ellos, a pasear en trineo o al circo. Mi padre no paraba de hablar, me levantaba en hombros... Delante de mí siempre se comportaban, a veces paseaban de la mano o se besaban, pero nada más que eso, salvo cuando se iban... Ella tenía una hermana, Marija, que nos esperaba delante del cine o en el parque, tenía unas manos bonitas y me cuidaba mientras ellos no estaban, sus partidas olían a jabón y crema de manos... Nunca he contado eso a Silvija, a veces deseo haberlo hecho. A él le habría dado igual.
Me río.
El fenómeno de los padres en este mundo.
Ana me mira. Se incorpora, camina desnuda por la cocina, mira por la ventana, fuma.
Quizás no deberías ir dice.
Me hice pajas pensando en Danka Požar digo.
No me mira, sacude la ceniza en la maceta de la planta olvidada sobre la costilla olvidada del radiador.
Eres un enfermo. ¿Por qué lo haces?
Espero. Junto con Silvija, huelo los trajes de mi padre cuando éste vuelve, escondido, en cuclillas dentro del armario, en invierno, en el cuarto comunal para la basura mi padre le descubre los pechos, se ríe, a la vuelta del cine deja que yo coja la mano de ella, dice que mi padre se ha muerto, Silvija la pega en la cara, lloran juntas, me voy al baño, tiemblo, tiemblo, acaricio la pernera planchada del pantalón doblado sobre la butaca.
No lo sé.
Estoy tumbado. Ella me pasa la camisa y el traje. Me pongo el traje sobre el cuerpo desnudo, calzo los zapatos en los pies.
Me voy.

***

Marija está en el parque, sentada sobre un banco bajo y sucio de barro, limpiándole la nariz a Kekec. Kekec es un niño rollizo que recuerda al ángel de pelo rizado de la tarjeta de felicitaciones y se dedica a aplastar los hormigueros con una pala roja de plástico.
Hola, Kekec digo.
Kekec se da la vuelta, levanta la cabeza por un instante, no me ve y vuelve a las hormigas.
Hola. Te has puesto guapo dice Marija.
Es robusta y, así sentada, con un ceñido chándal de color verde oscuro, parece más vieja que nunca. Respira ásperamente y se inclina a cada dos por tres para echar un vistazo al niño. Podría tener cincuenta y tantos, pero sus manos brillan suaves como las de una niña de dieciséis. La que aprieta un pañuelo enrojece como un capullo al sol.
Siéntate un poco con nosotros dice. Estamos esperando a mamita, nuestra mamita.
Se ríe y Kekec, sorprendido al oír mencionar a su madre, deja la pala y ojea a su alrededor por el parque. ¿Y tú?
Me siento. El sol trepa por las copas de los árboles y desde allí salta a los ojos. Kekec tropieza con una raíz y Marija lo acompaña con la mirada mientras se levanta y sacude la tierra del pantalón.
Se vuelve loco con las hormigas me confía.
Frunce el ceño al enumerarme todos los tipos de pañales y las más conocidas marcas de papillas para niños.
Todo eso es para timar a la gente. A éste yo lo lavo sin más, debajo del grifo y ya está, es lo mejor para el culete... Y la papilla, pan mojado en leche, y no veas como eructa... El diablillo...
Callamos.
¿Los tuyos van a estar? Pregunta.
Afirmo con la cabeza.
Mi madre, le he traído lavanda.
Tomek y Vanja han ido. Compraron una corona bonita y me dejaron al nene. Así debe ser, bueno, yo no he podido. No puedo, dije, me quedaré. Estuve allí mientras la bañaron, pero no era ella, eso no era ella...
Se silencia y pone una mano en mi rodilla.
Danka está... Le gustaría ahora que yo dejara al nene y pensara sólo en... Como si sirviera de algo, como si fuese lo único importante en este mundo. Creo que no, no lo es... Tenemos estos diablillos... Tú también has crecido de un día para otro, ya tienes novia y todo...
Sus dedos aprietan mi rodilla y tiemblan ligeramente. Su ancho regazo emite a todos lados un fuerte olor a parque y a hormigueros espachurrados.
Kekec viene corriendo y llora. Marija lo abraza y le susurra algo tierno al oído. El niño tiembla de miedo y la pega rabioso con la pala. Intenta liberarse del pantalón. Ella le abre la cremallera y con dos dedos le saca fuera el gusanito. Lo acaricia. Kekec se queda quieto y balancea tranquilamente la pala de la cual caen hormigas aplastadas. Entre las manos de Marija emana y se levanta un fino arco dorado.
Así es dice.
Tiene una expresión atenta mientras escurre cuidadosamente la pollita de la cual se le caen sobre la palma de la mano algunas gotitas menudas. Kekec está inmóvil y tranquilo. La observa con los ojos muy abiertos y esta vez no vuelve corriendo al hormiguero. Me levanto. Ella lo acaricia y le susurra.
Dile al señor qué eres tú. Eres el valium de la yaya. El va-li-um de la yaya.   




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domingo, 12 de septiembre de 2010

Los que llegaron: LA MUCHACHA EN EL CÍRCULO DE LA LUNA de Sia Figiel

M-28. Narrativa. 2001. 168 páginas. Traducción de Adela Ausina Bonillo. ISBN: 84-95309-38-6. 11'42 €.

La Muchacha en el Círculo de la Luna describe la vida en Samoa a través de los ojos de una niña de 10 años llamada Samoana Pili. Aunque joven, Samoana es perspicaz y pocas cosas escapan a su análisis. Nos cuenta cosas sobre la escuela, la iglesia, los amigos, la experiencia de tener una nevera o un televisor por primera vez, sobre la comida de gato, un Jesús de plástico, el día de paga, el cricket, sus amores, incesto, leyendas y muchas otras cosas. Sus observaciones ofrecen una mirada creíble sobre la sociedad Samoana. Muchas veces la ficción permite a los autores decir verdades que de otra manera serían dolorosas, Sia Fiegel dice esas verdades sin inhibiciones.


La Muchacha en el Círculo de la Luna, traducida al español por Adela Ausina Bonillo, es Samoa observada por una niña de 10 años, intercalada con leyendas y poemas polinesios y llena de frases en el original samoano. No tiene una estructura coherente ni argumento reconocible. Aunque la narradora es una niña, el lenguaje apropiadamente minimalista, y muchas de las observaciones son típicas para una niña, también contiene lenguage adulto: incesto, alcohol y violencia doméstica, niños teniendo niños, y otros desagradables aspectos de la realidad social. El hecho de que son relatados inocentemente los hace todavía más perturbadores. Este libro es la mirada coherente y franca de una niña a la conservadora sociedad en plena transición a la que pertenece.
 
Laclaire
 
 
Enlaces relacionados:
 
http://www.youtube.com/watch?v=wqlM2wljlIY
http://www.festivaldepoesiademedellin.org/pub.php/en/Revista/ultimas_ediciones/59_60/figiel.html
 



lunes, 6 de septiembre de 2010

Los que llegaron: "Cape Cod" de Henry David Thoreau

DP-7. Viajes. 2009. 256 páginas. Traducción de Héctor Silva.
ISBN: 978-84-92528-68-4. 12 €



Del grupo de notables que a mediados del siglo pasado tuvieron su hogar en la pequeña población de Concord, en Massachusetts, otorgándole con ello una fama literaria a la vez especial y duradera, Thoreau es el único nacido allí. Su vecino Emerson había buscado aquel sitio en su madurez como refugio rural y, después de haberlo convertido en el lugar elegido para su retiro, le siguieron Hawthorne, Alcott y otros; pero Thoreau, el genio más peculiar de todos ellos, era hijo de la tierra. 
En 1837, a los veinte años de edad, se graduó en Harvard, y durante tres años fue maestro de escuela en su pueblo natal. Luego se puso a trabajar en el negocio al que estaba dedicado su padre: la fabricación de lapiceros de grafito. Creía poder fabricar un lapicero mejor que cualquiera de los que se usaban en aquella época, pero cuando tuvo éxito y sus amigos lo felicitaron por haberse abierto la perspectiva de hacerse rico, él respondió que jamás fabricaría otro lapicero. «¿Para qué?», dijo. «No quiero hacer de nuevo lo que ya he hecho una vez». 
Albergaba una marcada antipatía hacia el tipo urbanita acomodado, y hablando de esta clase de personas señala: «Habitualmente realizan cada día una pequeña actividad con objeto de mantenerse y luego se reúnen en los salones a fabular lánguidamente y a chapotear en la sensiblería social, y se marchan sin reparos a la cama a revestirse de una nueva capa de pereza». 
Las personas que él prefería eran de un tipo más primitivo, sin artificios, con el valor necesario para librarse de las ataduras de la moda y las costumbres heredadas. Le gustaba especialmente la compañía de aquéllos que vivían en estrecho contacto con la naturaleza. Un irlandés semisalvaje, un rudo granjero, un pescador o un cazador, le producían verdadero placer; y por ese motivo, Cape Cod lo atraía poderosamente. Constituía por entonces una porción sumamente aislada del estado, y sus habitantes eran precisamente del tipo de gente independiente, autónoma, que lo atraía. En la narración de sus excursiones por allí ocupa un lugar principal el elemento humano, y el autor se detiene larga y afectuosamente en las características de sus conocidos casuales, anotando todo comentario relevante por su parte. Sin duda ellos a su vez, también lo encontraban interesante, aunque los propósitos del viajero fueran en buena medida misteriosos para ellos y se inclinasen a pensar que se trataba de un buhonero.

Enlaces de interés:


http://www.la2revelacion.com/?p=1780
http://es.wikipedia.org/wiki/Henry_David_Thoreau
http://www.autosuficiencia.com.ar/shop/detallenot.asp?notid=66




5. EL PESCADOR DE OSTRAS DE WELLFLEET


Tras recorrer unas ocho millas desde que encontramos la playa, y habiendo traspasado el límite entre Wellfleet y Truro, un mojón de piedra en la arena —pues incluso aquella arena cae bajo jurisdicción de una u otra ciudad—, giramos hacia el interior por áridas colinas y valles, donde el mar, por alguna razón, no nos siguió y, avanzando por una hondonada, descubrimos antes de media milla dos o tres casas de sobrio aspecto, singularmente próximas a la costa oriental. Sus guardillas parecían tan llenas de cuartos que los tejados apenas lograban permanecer derechos, y no tuvimos duda de que allí había espacio para nosotros. Las casas próximas al mar suelen ser bajas y amplias. Aquéllas tenían una planta y media de altura; pero si uno simplemente contaba las ventanas bajo la línea de tejado donde se juntaban dos vertientes, pensaría que había varias plantas más, o, en todo caso, que el entrepiso era el único al que se consideraba digno de ser ilustrado. El gran número de ventanas en la fachada de las casas y su irregularidad en materia de tamaño y posición, allí y en cualquier otra parte del Cape, nos impresionaron agradablemente: como si cada uno de los varios ocupantes que tuviera su cunabula1 detrás hubiera hecho una abertura allí donde le viniera bien y según su tamaño y estatura, sin considerar el efecto exterior. Había ventanas para los adultos y ventanas para los niños, tres o cuatro por cabeza; como cierto fulano que tenía una abertura grande en el portillo del granero para el gato y otra más pequeña para los gatitos. A veces eran tan bajas bajo los aleros que creí que debían haber perforado la viga principal para otro cuarto, y me fijé que algunos eran triangulares, para encajar esa parte más exactamente. Los fondos de las casas tenían pues tantas bocas como el cilindro de un revólver y, si los habitantes tenían el mismo hábito de atisbar por las ventanas como algunos de nuestros vecinos, un viajero debía tener poca suerte con ellos.
En términos generales, las casas anticuadas y sin pintar del Cape lucían más confortables, y también más pintorescas, que las modernas y más pretenciosas, que estaban menos en armonía con el paisaje, y menos firmemente asentadas.
Aquellas casas estaban en las orillas de una cadena de lagunas, siete en total, fuente de una pequeña corriente fluvial llamada Herring River, que desemboca en la Bahía. Hay varios Herring River en el Cape; tal vez pronto sean más numerosos que los arenques2. Llamamos a la puerta de la primera casa, pero sus habitantes estaban ausentes. En el interín, vimos que los de la casa vecina nos miraban desde la ventana, y antes de que llegásemos a la misma una anciana salió, cerró el tabique protector de su puerta y volvió a entrar. No obstante, no vacilamos en llamar a su puerta, cuando apareció un hombre con aspecto de oso, que nos pareció de sesenta o setenta años. Nos preguntó, al principio sospechosamente, de dónde éramos y qué hacíamos, a lo cual respondimos lisa y llanamente.
«¿A qué distancia está Concord de Boston?», inquirió él.
«A veinte millas por ferrocarril».
«Veinte millas por ferrocarril», repitió él.
«¿Nunca oyó hablar de Concord y su fama revolucionaria?»
«¿Qué si nunca oí hablar de Concord? Pues si yo oí disparar los cañones en la batalla de Bunker Hill. [A través de la Bahía se oye el sonido de los fuertes cañonazos]. Tengo casi noventa; tengo ochenta y ocho años. Tenía catorce en la época de la pelea en Concord: ¿y dónde estaban ustedes entonces?»
Nos vimos obligados a confesar que no estuvimos en la lucha.
«Bueno, entren, se lo dejaremos a las mujeres», dijo él.
De modo que entramos, sorprendidos, y tomamos asiento, una anciana tomó nuestros sombreros y bultos y el anciano continuó, deteniéndose junto a la gran chimenea anticuada,
«Soy una pobre critura inútil, como dice Isaiah; este año estoy arruinado, aquí estoy bajo dominio de las mujeres».
La familia constaba del viejo, su mujer, su hija, que parecía tan vieja como su madre, un tonto, hijo de esta (un hombre de mediana edad con aspecto de bruto, de mandíbula prominente, de pie junto al hogar cuando entramos, pero que se ausentó inmediatamente), y un muchachito de diez años.
Mientras mi compañero hablaba con las mujeres, yo lo hice con el viejo. Ellas dijeron que éste era viejo y tonto, pero era evidente que él estaba muy por encima de ellas.
«Estas mujeres», me dijo, «son las dos unas pobres criaturas inú-tiles. Ésta de aquí es mi mujer. Me casé con ella hace sesenta y cuatro años. Tiene ochenta y cuatro y es sorda como una tapia, y la otra no es mucho mejor».
Tenía buena opinión de la Biblia, o cuando menos hablaba bien de ella y no pensaba mal, pues eso no habría sido prudente en un hombre de su edad. Dijo que la había leído atentamente durante muchos años y que tenía buena parte en la punta de la lengua. Parecía profundamente imbuído del sentido de su propia insignificacia, y exclamaba reiteradamente:
«Yo no soy nada. Lo que saco de mi Biblia es precisamente esto: que el hombre es una pobre criatura inútil y que todo es como Dios lo considera adecuado y como Él lo dispone».
«¿Puedo preguntarle su nombre?», dije.
«Sí», respondió él, «No me avergüenza decir mi nombre. Mi nombre es________. Mi bisabuelo vino de Inglaterra y se estableció aquí».
Era un antiguo pescador de ostras de Wellfleet, que se había formado en ese oficio y tenía hijos dedicados al mismo.
Dicen que casi todos los negocios y puestos de ostras en Massachusetts son provistos y atendidos por nativos de Wellfleet, y una parte de esa ciudad se sigue llamando Billingsgate4, por las ostras que antiguamente fueron plantadas allí; pero se dice que las ostras nativas murieron en 1770. A ello se le asignan causas diversas, como una helada del subsuelo, los peces muertos pudriéndose en la bahía, etc., pero la explicación más común es —y he descubierto que una superstición similar con respecto a la desaparición de peces existe casi en todas partes— que cuando Wellfleet empezó a pelear con las ciudades vecinas por el derecho a recogerlas, aparecieron en ellas manchas amarillas y la Providencia las hizo desaparecer. Hace unos años se traían anualmente del sur sesenta mil fanegas y eran plantadas en la bahía de Wellfleet hasta que adquirían «el sabor propio de Billingsgate»; pero ahora las importan por lo general ya desarrolladas y las siembran cerca de sus mercados, en Boston y otros sitios, donde el agua, al ser una mezcla de salada y dulce, les viene mejor. Dijeron que el negocio todavía era bueno y mejoraba.
El viejo dijo que las ostras podían helarse en invierno, si se las plantaba a demasiada altura; pero que si no hacía «frío como para sentirlo en los ojos», no sufrían daño. Los habitantes de New Brunswick han notado que «el hielo no se forma sobre el lecho de una ostra, a menos que sea realmente muy intenso, y cuando se hielan las bahías sobre los lechos de las ostras se descubren fácilmente porque el agua sobre ellas se mantiene sin congelar, o como dicen los residentes franceses, degèle». Nuestro huésped dijo que ellos las mantienen todo el invierno en los sótanos.
«¿Sin nada que comer o beber?», pregunté.
«Sin nada de comer o de beber», respondió él.
«¿Se pueden mover?»
«Tanto como mi zapato».
Pero cuando lo pesqué diciendo que ellas «se acostaban en la arena con el lado chato hacia arriba y el redondo hacia abajo», le dije que mi zapato no podía hacer eso sin la ayuda de mi pie en él; a lo cual dijo que ellas simplemente se asentaban a medida que crecían; si se las plantaba en cuadro, se las encontraba así; pero los bivalbos podían moverse bastante rápido. Después, pescadores de ostras de Long Island, donde la ostra es aún autóctona y abundante, me han dicho que se las encuentra en grandes masas adheridas a sus progenitores por el medio, y que así las extraen con sus pinzas; en cuyo caso, dicen, la edad de las jóvenes demuestra que puede no haber habido movimiento en cinco o seis años, al menos. Y Buckland5, en su Curiosidades de la Historia Natural (pág.50) dice: «Una ostra que ha adoptado su posición y fijado la misma siendo bastante joven no puede cambiar nunca. En cambio, las que no se han fijado, sino que permanecen sueltas en el fondo del mar, poseen la capacidad de locomoción; abren las valvas al máximo y luego las contraen súbitamente, con lo que la expulsión de agua hacia delante produce un movimiento hacia atrás. Un pescador de Guernesey me dijo que ha visto con frecuencia ostras moverse de esa manera»...