Ruta imposible
Llegados hasta aquí
no hay descanso: transitan
por las venas gorriones
dispuestos a estrellarse.
En esas regiones donde copulan los días
con los surcos tristes de la noche —volar sólo
es un ejercicio a tientas
que arrebata a las piedras una ruta
imposible.
Los cuchillos
Una joven se recuesta en su amante/ una mujer
con ojos jóvenes de asombro/ con pechos de asombro
calla lo que teme
indefinidamente
calla
y toda pregunta es un cuchillo
que desgarra la tráquea de los ángeles.
Una joven todavía reluciente/ todavía solícita
ante su amante negro/ de fusil blanco
empuñado contra el hueco de las córneas
sin otro juego que el plomo/ la risa premonitoria
del desastre/ sin labios
para sonreír en esos desiertos
obstinados en mentir algún oasis.
Toda respuesta es un cuchillo
en el vientre de este animal arrodillado
Una joven acaricia los fósiles de amor/ fósiles
que unas manos ásperas desentierran/ unas manos alzadas
sobre los bordes llorosos del cielo/ rugiendo
alguna súplica y su cifra
eternamente desoída/ a pesar
del peso que carga los hombros de los hombres
sin hijos ni Padre/ sin más
que partida del que parte mutilado:
sólo la humareda que asfixia el aire.
Toda bocanada es un cuchillo
Una joven pequeña/ tan pequeña
amamanta a sus niños grandes y nutre sus ojos de asombro
desheredados del suelo/ enterrados
con polvo de trinchera en las pupilas
en el muro del mundo
hinchado de cortejos fúnebres
con la panza llena —la panza de indignidad—
y el dolor de partida
de joven que calla su malaria de huesos
y sueña todavía/ y danza al abrir los sueños
entre bramidos / y sueña aún
los contornos de la dulzura/ su abrigo
que ama pese a las cegueras o tal vez por ellas/ su luz
que persigue los amores todavía.
http://arturoborra.blogspot.com/
Una sombra nueva
Quien no naufraga miente. Una afirmación así puede resultar demasiado intensa, incluso chocante, puede hasta provocar rechazo, miedo. Es posible. Puede también explicarse o justificarse desde distintos ángulos: puede referirse a un episodio de vida muy concreto, puntual incluso; puede estar hablando desde una concepción más extensa o general de la vida, puede querer señalar con el dedo el momento histórico de catástrofe colectiva que atraviesa un mundo como el actual... y puede estar representando el sentido en tensión que resulta del cruce de todas esas posibilidades. Está asimismo muy cerca, cuando se trata de poesía o de arte, de aquella convicción expresada por Samuel Beckett: el escritor es el único que se puede alegrar de su fracaso. Diciéndolo de una manera más abierta: el poema no elude el fracaso sino que lo enfrenta, lo atraviesa. Produce y es a la vez producido por la experiencia del naufragio, por el naufragio de la experiencia. El poema es entonces como uno de esos restos incomprensibles que llegan a una playa imprevista.
Pero esos restos, esos fragmentos de testimonio increíbles, impagables, llegan hasta nosotros. Arturo Borra ha atravesado esa aventura, la atraviesa con cada verso, con cada pausa en el aire, y es una suerte (también increíble, también impagable) poder compartir esa aventura poética y vital gracias a la lectura de Umbrales del naufragio. No es frecuente salir con vida de esa travesía por los límites. Arturo Borra sale indemne. Y, sobre todo, hay que resaltar muy especialmente que haya realizado ese recorrido manteniendo alerta la conciencia de que la inminencia de ese límite, y a la vez la raíz de ese reto tan frágil, reside en que el naufragio sólo se completa si es un naufragio de sí mismo, de lo que se supone que nos funda como principio de identidad. En otras palabras, de la frase quien no naufraga miente nada se entiende si ese naufragio no empieza justamente por el principio de esa misma frase: quien.
Pocas cosas más arriesgadas y más difíciles en poesía que dar cuenta de esta especie de naufragio del quien. Uno de esos momentos de excepción late en los versículos del poeta Rafael Cadenas: “Cansado de ver naufragar mis expediciones sagradas en vacíos, mi refugio era su muchedumbre enraizada a pequeños apartamentos sin soledad...”. El pasaje procede del libro de Cadenas titulado Los cuadernos del destierro. Y, de hecho, el motivo del exilio tiene un destacado precedente en un texto anterior del poeta venezolano que decía: “El exiliado deplora las patrias. Rehúye escisiones. / Se encamina hacia el instante. // Comienza a ver. Cuando lo rodea recobra su fuerza. / Las cosas se avivan de día en día. // Se adhiere a su cuerpo, buscando el molde antiguo. / Se reconoce enigma. Desde la irrealidad. // Ve su cara en el estanque y la olvida.”
No es en vano insistir en que los poemas de Arturo Borra son un momento de excepción para comprender lo que aquí está en juego: aquello que implica no sólo el naufragio, sino, más al fondo, lo que significa el intempestivo vínculo entre naufragio y exilio. No es sólo que el exiliado sea para siempre un náufrago, un superviviente, es además que el náufrago, quien ha conocido ya el término de las cosas, del todo, no puede sino ser en adelante un exiliado. Lo sería aunque algún día pudiera regresar a su tierra de origen. Lo sería porque en ese regreso ¿quién regresaría? La respuesta de Borra quizá sería: “el mismo silencio / que lanza su estocada a los espejos”. Ese silencio, ese hueco de lenguaje, paradójicamente hecho de lenguaje, de un lenguaje deshecho, recuerda el vaciamiento al que se refería Cadenas, entendido no tanto a la manera de un mero gesto nihilista sino, más bien, como un pulso de apertura, de disponibilidad, de libertad.
Por eso Borra hace hincapié en la necesidad de “despedir los cansancios...”. Y por eso el poema descubre en ese momento que sólo puede seguir viviendo, seguir respirando apenas en las “afueras del vocablo”, en aguas extraterritoriales. Claro que ¿cuál si no es el lugar (sin lugar) de la poesía? Umbrales del naufragio hace ese trayecto entero: se hunde hasta EL fondo sin fondo para alzarse hasta la luz del día, pero no en un recorrido odiseico, fácilmente autoafirmativo, como si dijéramos, primero una pérdida (el hundimiento, la caída) y después la recuperación (el regreso, la solución). No hay quien se afirme en estas arenas movedizas: ya no son los tiempos de Ulises. El poema, eso sí, se lanza al vacío para al mismo tiempo, en esa suspensión improbable y necesaria, ponerse en pie delante de nosotros, bucear en la irisación de las aguas menos seguras y a la vez seguir demostrando que se puede y se debe seguir hablando, seguir escribiendo. Ahí, en esa lucha de las palabras consigo mismas, cobra sentido la cita con el poema “Confianzas” de Juan Gelman: “Entonces escribe...”.
Reconociendo con la palma de la mano las “esquirlas del mundo”, levantando la vista ante lo que no puede verse pero se empieza a ver, haciendo camino a través de una catástrofe que está siempre cerca, cada vez más cerca, es entonces el poema el mejor o quizá el único lugar (de nuevo: sin lugar) para dejarse recorrer por ese escalofrío, por “esta grieta cuerpo arriba”. Incluso en el plano de la sintaxis, las fisuras no sólo no se disimulan sino que se reconocen, aparecen, se presentan como una marca dejada por un régimen de ausencias incontestables. Esas fisuras no están lejos, pues, de las esquicias hechas proliferar por Deleuze y Guattari en su Anti-Edipo. No pueden estar muy lejos: ¿no es la rebeldía contra la autoridad, contra el principio de (o la) autoidentidad instaurado por el lacaniano estadio del espejo, contra la figura del pater en una palabra, la misma que subyace a desbordar el imperativo de la territorialidad, de la propiedad, de la patria? ¿Y no este desborde, este salir del imperativo de las identidades, un recurso casi de supervivencia en una era como la nuestra que se prepara, por mucho que le pese al oficialismo político, para la impugnación de cualquier frontera?
Despedida del reconocimiento. Bienvenida a lo(s) desco-nocido(s). Ver la cara propia en el estanque y poder olvidarla. O, como atestiguan estos versos de Arturo Borra en primera persona: “Sólo invento el jardín donde cada noche / pierdo el rostro”. Es, en efecto, de noche. En silencio, ha llegado a la playa un libro desescrito, que nos habla desde sus propios huecos, desde sus impropios intersticios. Corre una brisa que por fin nos acoge porque no es de nadie. Se acerca la madrugada. Se oyen como si fueran pasos, quizá huellas ni siquiera posibles, sobre la arena. El horizonte es más grande que nunca. El cielo sigue intacto.
Llega una sombra nueva.
Antonio Méndez Rubio
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