martes, 14 de septiembre de 2010

Los que están llegando: VECINOS de Mercedes Álvarez

S-104. Narrativa, Relatos. 2010. 142 páginas. ISBN: 978-84-92528-96-7. 10 €.


Los personajes de Vecinos son padres e hijos, amantes, maridos y esposas atravesados por la soledad, seres que nunca alcanzaron la felicidad ni la han buscado por los senderos que los hubieran acercado a ella. (En estos cuentos conviven una serie de soledades compartidas). Y, sin embargo, desde su profunda incoherencia y debilidad, nos cuentan una historia que podría ser la de cualquiera de nosotros. Porque la gente feliz no tiene historia.



VERANO

 
El niño que vivía junto al edificio de las palmeras solía jugar todas las tardes en el patio con aviones de colores. Tenía ocho años y se entretenía, como casi todos los niños de su edad, con cosas que fabricaba él mismo. Su especialidad indiscutible eran los aviones y los paracaídas.
Casi siempre jugaba solo. No tenía amigos, ni tampoco hermanos. A pesar de que su madre había estado embarazada sólo unos meses atrás, y un día le habían dicho que pronto tendría un hermano, luego nadie se lo había repetido. Su madre había estado ausente un par de días y en la familia no se había vuelto a hablar del tema.
A veces, mientras jugaba, su madre y su tía se sentaban en el patio debajo de la sombrilla y conversaban. Él no solía prestarles atención. Era un niño solitario y taciturno. Durante algún tiempo sus padres lo habían considerado una especie de genio —probablemente desde el día en que vieron su primer paracaídas hecho con corchos, maderas y bolsas de la compra— pero más tarde una visita a un psicólogo infantil los había sacado de su error.
Ese día —un día de verano— el niño estaba jugando en el patio como de costumbre con aviones de colores fabricados por él, mientras la madre y la tía conversaban sentadas en sillas de mimbre, las dos bronceadas y en vestidos de verano, debajo de la sombrilla a un costado en el patio.
—Es terrible lo del casamiento de ese pobre chico —de-cía la madre, mientras tomaba un sorbo de jugo de naranja artificial de un gran vaso de vidrio lila donde flotaban dos enormes hielos en forma de estrella—. Con esa chica, ¿de dónde es?
—Rusa.
—Rusa. Por Dios. Lo único que le interesa es cuánto vale el reloj de su marido. Incluso se lo preguntó un día.
—¿Cómo? —La tía se inclinó un poco hacia delante. El escote del vestido se le deslizó hacia abajo dejando ver la franja blanca debajo del bronceado. Tenía finas líneas de arrugas verticales en medio de los pechos.
—Me lo dijo Víctor.
Víctor era el padre del "pobre chico" que acababa de casarse, un amigo reciente de la madre con el que ella y la tía habían estado tomando un café tres días atrás.
—¿Se lo dijo así? ¿Cuánto vale tu reloj? —Preguntó la tía.
—Algo así —respondió la madre.
Suspiró. Tomó un trago de su vaso y se acomodó en la silla con las piernas cruzadas.
—Bueno —dijo—. Supongo que cuando se viene de esa pobreza...
Señaló el vaso de la mujer que la miraba como asintiendo:
—¿Más jugo?
La mujer le extendió el vaso enorme, de color rosado:
—Sí, por favor.
La madre lo agarró y desapareció dentro de la casa soleada, sintiéndose magnánima. Volvió con el vaso lleno y un bol repleto de enormes hielos en forma de estrella.
—No hacía falta —dijo la tía—. Se van a derretir.
—Sí, pero con este calor... —murmuró la madre.
Agarró uno de los hielos con sus largas y finas manos donde brillaba el anillo de casada, se lo pasó por los labios y lo dejó caer en el vaso. La otra mujer la miró con envidia: ese tipo de gestos de su hermana siempre le habían parecido deslumbrantes.
En el patio se escuchó un ruido como de hojas agitadas por el viento. Pero no había viento. La madre y la tía alzaron los ojos y vieron al niño trepado a la escalera, con los brazos metidos entre las ramas del ciruelo.
La madre corrió, haciendo ruido con los pequeños tacos de sus zapatos blancos contra las baldosas oscuras.
—¡Juan! —Gritó.
En ese momento el avión de color naranja cayó del árbol al piso: una de las alas se desprendió del cuerpo ovalado. El niño se bajó de la escalera sin siquiera mirar a su madre, recogió el avión y el ala y empezó a volver hacia el centro del patio.
La mujer caminó detrás de él y lo obligó a girarse agarrándolo de un brazo.
—Que sea la última vez que te veo hacer eso —le dijo.
El niño la miró.
—¿Cómo recupero mis aviones si se van al árbol? —Preguntó, poniendo ese tono de voz entre insolente y cortés que imitaba de su padre, y que ella no podía soportar.
—Nos lo decís a nosotras —dijo—. A tu tía y a mí.
—No pueden —siguió el chico—. Con esos tacos no pueden.
La mujer respiró hondo. Miró a su hermana. Se dijo que no iba a permitir que nada ni nadie le arruinaran el día.
—Nos los sacamos, si hace falta —dijo midiendo cada palabra.
Miró al niño. Ambos se miraron desafiantes. Pero cuando volvió junto a la mujer había cambiado por completo de expresión, y otra vez parecía radiante y muy joven.
—Qué voy a hacer con este chico —murmuró con una sonrisa de comprensión maternal.
Lo cierto era que Julieta no tenía en absoluto instinto de madre. Había vivido el embarazo de Juan, y el aborto de hacía unos meses también, como si fueran cosas que no le estuvieran sucediendo a ella. Y, finalmente, después de un tiempo, había aceptado ambos sucesos como parte de su destino, como esas cosas que tienen que ocurrir a pesar de uno, y aunque uno no las comprenda.
Sólo que ella no podía admitirlo, y si le hubieran preguntado no hubiera sido capaz de confesar que en realidad nada de eso le pertenecía.
—Le sigue gustando fabricar cosas —dijo la tía.
Julieta levantó la cabeza.
—¿Qué?
—Que le sigue gustando fabricar cosas. A Juan, digo —repitió ella.
—Ah, sí. Siempre —dijo la madre.
—¿Y no pensás en mandarlo a algún taller?
—No quiere —afirmó ella—. Nunca quiere nada.
Por un momento su aspecto radiante se ensombreció como cuando pasa una nube por encima de un cielo resplandeciente de verano, exactamente igual al que tenían sobre sus cabezas ese día. Después tomo un trago de jugo.
—Ojalá todos los días fueran como éste —dijo. Sonrió mostrando una hilera perfecta de dientes muy blancos.
La mujer sonrió también, y agregó a su vaso dos hielos en forma de estrella.
Durante un rato se quedaron en silencio, mirando jugar al niño.
—No es rusa, es polaca —dijo entonces la tía.
—¿Quién? —Preguntó la mujer.
—La chica; la novia del hijo de Víctor. Me parece que dijo que era polaca.
—Ah —dijo la mujer, con una expresión que dio a entender que para ella Rusia y Polonia eran más o menos la misma cosa.
Después se levantó y miró la hora. Comprobó. Con cierto sentimiento de pesar que de inmediato se esforzó por alejar de su mente, que su marido no tardaría en llegar.
En ese momento sonó el teléfono dentro de la casa.
La mujer caminó con el paso ligero, haciendo ruido con los tacos. Desapareció por la puerta que el niño se quedó mirando con los ojos entornados y la expresión severa.
La tía arrastró su silla al sol y se levantó ligeramente el vestido para que se le broncearan los muslos.
Ahora, sin la conversación de las dos mujeres, el patio parecía un lugar vacío y silencioso. El chico seguía con la mirada fija en la puerta mientras ordenaba los aviones. Siempre, cuando se cansaba de jugar, se ponía a ordenar los aviones: era una de las cosas que más le gustaban. Pero ahora lo hacía casi sin mirar.
Cuando terminó eligió un avión verde y lo lanzó al aire. El avión describió una curva contra el cielo azul y cayó a los pies de la madre, en el momento exacto en que salía de la casa para volver al patio. Ella lo recogió y lo dejó sobre la mesa.
—¿Era Ignacio? —Preguntó la hermana.
—Sí —mintió ella. Se rozó la punta de la nariz con el dedo índice.
El chico agarró el avión y volvió a su lugar de juego. La madre se sentó en la silla de mimbre al sol. Abrió un abanico que la hermana no pudo saber de dónde había salido y se abanicó con energía.
Durante un rato estuvieron así, sin moverse, ocupando cada uno un espacio determinado en la superficie del patio mientras los hielos en forma de estrella se iban derritiendo lentamente a la sombra.
En el cielo no había un solo trazo de nube y el calor seguía cayendo constante, perpendicular al piso de baldosas ardientes.
De pronto dejó de escucharse el golpeteo del abanico. La mujer se inclinó y se pasó las manos por las piernas largas y bronceadas, de gimnasta.
Se paró.
Dio una vuelta alrededor del patio y se detuvo delante del chico. Su cuerpo proyectó una sombra alargada por encima de su cabeza. El niño, que estaba arreglando el ala del avión naranja, levantó la vista.
La madre había pensado remediar el episodio del árbol con alguna palabra amable, pero en cambio dijo:
—Tu padre está por venir en cualquier momento —su voz de registros graves le imprimió a la frase un tono amenazador.
El chico agarró su avión naranja y encajó el ala en el cuerpo ovalado. Ella quiso pedirle perdón, pero no pudo. Se agachó junto a él y le pasó una mano por el pelo. Sin esperar la reacción del chico, se incorporó y caminó hacia la sombrilla.
Desde lejos, el hijo la vio detenerse junto a la mesa, de espaldas al sol. Siguió observándola. La vio agarrar con una mano los dos vasos de colores y con la otra el bol de los hielos. La vio caminar hasta la puerta con la espalda erguida y los pies rígidos, haciendo ruido con los tacos contra las baldosas. Después, antes de que desapareciera dentro de la casa soleada, dejó de mirar.

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