DP-7. Viajes. 2009. 256 páginas. Traducción de Héctor Silva.
ISBN: 978-84-92528-68-4. 12 €
Del grupo de notables que a mediados del siglo pasado tuvieron su hogar en la pequeña población de Concord, en Massachusetts, otorgándole con ello una fama literaria a la vez especial y duradera, Thoreau es el único nacido allí. Su vecino Emerson había buscado aquel sitio en su madurez como refugio rural y, después de haberlo convertido en el lugar elegido para su retiro, le siguieron Hawthorne, Alcott y otros; pero Thoreau, el genio más peculiar de todos ellos, era hijo de la tierra.
En 1837, a los veinte años de edad, se graduó en Harvard, y durante tres años fue maestro de escuela en su pueblo natal. Luego se puso a trabajar en el negocio al que estaba dedicado su padre: la fabricación de lapiceros de grafito. Creía poder fabricar un lapicero mejor que cualquiera de los que se usaban en aquella época, pero cuando tuvo éxito y sus amigos lo felicitaron por haberse abierto la perspectiva de hacerse rico, él respondió que jamás fabricaría otro lapicero. «¿Para qué?», dijo. «No quiero hacer de nuevo lo que ya he hecho una vez».
Albergaba una marcada antipatía hacia el tipo urbanita acomodado, y hablando de esta clase de personas señala: «Habitualmente realizan cada día una pequeña actividad con objeto de mantenerse y luego se reúnen en los salones a fabular lánguidamente y a chapotear en la sensiblería social, y se marchan sin reparos a la cama a revestirse de una nueva capa de pereza».
Las personas que él prefería eran de un tipo más primitivo, sin artificios, con el valor necesario para librarse de las ataduras de la moda y las costumbres heredadas. Le gustaba especialmente la compañía de aquéllos que vivían en estrecho contacto con la naturaleza. Un irlandés semisalvaje, un rudo granjero, un pescador o un cazador, le producían verdadero placer; y por ese motivo, Cape Cod lo atraía poderosamente. Constituía por entonces una porción sumamente aislada del estado, y sus habitantes eran precisamente del tipo de gente independiente, autónoma, que lo atraía. En la narración de sus excursiones por allí ocupa un lugar principal el elemento humano, y el autor se detiene larga y afectuosamente en las características de sus conocidos casuales, anotando todo comentario relevante por su parte. Sin duda ellos a su vez, también lo encontraban interesante, aunque los propósitos del viajero fueran en buena medida misteriosos para ellos y se inclinasen a pensar que se trataba de un buhonero.
Enlaces de interés:
http://www.la2revelacion.com/?p=1780
http://es.wikipedia.org/wiki/Henry_David_Thoreau
http://www.autosuficiencia.com.ar/shop/detallenot.asp?notid=66
5. EL PESCADOR DE OSTRAS DE WELLFLEET
Tras recorrer unas ocho millas desde que encontramos la playa, y habiendo traspasado el límite entre Wellfleet y Truro, un mojón de piedra en la arena —pues incluso aquella arena cae bajo jurisdicción de una u otra ciudad—, giramos hacia el interior por áridas colinas y valles, donde el mar, por alguna razón, no nos siguió y, avanzando por una hondonada, descubrimos antes de media milla dos o tres casas de sobrio aspecto, singularmente próximas a la costa oriental. Sus guardillas parecían tan llenas de cuartos que los tejados apenas lograban permanecer derechos, y no tuvimos duda de que allí había espacio para nosotros. Las casas próximas al mar suelen ser bajas y amplias. Aquéllas tenían una planta y media de altura; pero si uno simplemente contaba las ventanas bajo la línea de tejado donde se juntaban dos vertientes, pensaría que había varias plantas más, o, en todo caso, que el entrepiso era el único al que se consideraba digno de ser ilustrado. El gran número de ventanas en la fachada de las casas y su irregularidad en materia de tamaño y posición, allí y en cualquier otra parte del Cape, nos impresionaron agradablemente: como si cada uno de los varios ocupantes que tuviera su cunabula1 detrás hubiera hecho una abertura allí donde le viniera bien y según su tamaño y estatura, sin considerar el efecto exterior. Había ventanas para los adultos y ventanas para los niños, tres o cuatro por cabeza; como cierto fulano que tenía una abertura grande en el portillo del granero para el gato y otra más pequeña para los gatitos. A veces eran tan bajas bajo los aleros que creí que debían haber perforado la viga principal para otro cuarto, y me fijé que algunos eran triangulares, para encajar esa parte más exactamente. Los fondos de las casas tenían pues tantas bocas como el cilindro de un revólver y, si los habitantes tenían el mismo hábito de atisbar por las ventanas como algunos de nuestros vecinos, un viajero debía tener poca suerte con ellos.
En términos generales, las casas anticuadas y sin pintar del Cape lucían más confortables, y también más pintorescas, que las modernas y más pretenciosas, que estaban menos en armonía con el paisaje, y menos firmemente asentadas.
Aquellas casas estaban en las orillas de una cadena de lagunas, siete en total, fuente de una pequeña corriente fluvial llamada Herring River, que desemboca en la Bahía. Hay varios Herring River en el Cape; tal vez pronto sean más numerosos que los arenques2. Llamamos a la puerta de la primera casa, pero sus habitantes estaban ausentes. En el interín, vimos que los de la casa vecina nos miraban desde la ventana, y antes de que llegásemos a la misma una anciana salió, cerró el tabique protector de su puerta y volvió a entrar. No obstante, no vacilamos en llamar a su puerta, cuando apareció un hombre con aspecto de oso, que nos pareció de sesenta o setenta años. Nos preguntó, al principio sospechosamente, de dónde éramos y qué hacíamos, a lo cual respondimos lisa y llanamente.
«¿A qué distancia está Concord de Boston?», inquirió él.
«A veinte millas por ferrocarril».
«Veinte millas por ferrocarril», repitió él.
«¿Nunca oyó hablar de Concord y su fama revolucionaria?»
«¿Qué si nunca oí hablar de Concord? Pues si yo oí disparar los cañones en la batalla de Bunker Hill. [A través de la Bahía se oye el sonido de los fuertes cañonazos]. Tengo casi noventa; tengo ochenta y ocho años. Tenía catorce en la época de la pelea en Concord: ¿y dónde estaban ustedes entonces?»
Nos vimos obligados a confesar que no estuvimos en la lucha.
«Bueno, entren, se lo dejaremos a las mujeres», dijo él.
De modo que entramos, sorprendidos, y tomamos asiento, una anciana tomó nuestros sombreros y bultos y el anciano continuó, deteniéndose junto a la gran chimenea anticuada,
«Soy una pobre critura inútil, como dice Isaiah; este año estoy arruinado, aquí estoy bajo dominio de las mujeres».
La familia constaba del viejo, su mujer, su hija, que parecía tan vieja como su madre, un tonto, hijo de esta (un hombre de mediana edad con aspecto de bruto, de mandíbula prominente, de pie junto al hogar cuando entramos, pero que se ausentó inmediatamente), y un muchachito de diez años.
Mientras mi compañero hablaba con las mujeres, yo lo hice con el viejo. Ellas dijeron que éste era viejo y tonto, pero era evidente que él estaba muy por encima de ellas.
«Estas mujeres», me dijo, «son las dos unas pobres criaturas inú-tiles. Ésta de aquí es mi mujer. Me casé con ella hace sesenta y cuatro años. Tiene ochenta y cuatro y es sorda como una tapia, y la otra no es mucho mejor».
Tenía buena opinión de la Biblia, o cuando menos hablaba bien de ella y no pensaba mal, pues eso no habría sido prudente en un hombre de su edad. Dijo que la había leído atentamente durante muchos años y que tenía buena parte en la punta de la lengua. Parecía profundamente imbuído del sentido de su propia insignificacia, y exclamaba reiteradamente:
«Yo no soy nada. Lo que saco de mi Biblia es precisamente esto: que el hombre es una pobre criatura inútil y que todo es como Dios lo considera adecuado y como Él lo dispone».
«¿Puedo preguntarle su nombre?», dije.
«Sí», respondió él, «No me avergüenza decir mi nombre. Mi nombre es________. Mi bisabuelo vino de Inglaterra y se estableció aquí».
Era un antiguo pescador de ostras de Wellfleet, que se había formado en ese oficio y tenía hijos dedicados al mismo.
Dicen que casi todos los negocios y puestos de ostras en Massachusetts son provistos y atendidos por nativos de Wellfleet, y una parte de esa ciudad se sigue llamando Billingsgate4, por las ostras que antiguamente fueron plantadas allí; pero se dice que las ostras nativas murieron en 1770. A ello se le asignan causas diversas, como una helada del subsuelo, los peces muertos pudriéndose en la bahía, etc., pero la explicación más común es —y he descubierto que una superstición similar con respecto a la desaparición de peces existe casi en todas partes— que cuando Wellfleet empezó a pelear con las ciudades vecinas por el derecho a recogerlas, aparecieron en ellas manchas amarillas y la Providencia las hizo desaparecer. Hace unos años se traían anualmente del sur sesenta mil fanegas y eran plantadas en la bahía de Wellfleet hasta que adquirían «el sabor propio de Billingsgate»; pero ahora las importan por lo general ya desarrolladas y las siembran cerca de sus mercados, en Boston y otros sitios, donde el agua, al ser una mezcla de salada y dulce, les viene mejor. Dijeron que el negocio todavía era bueno y mejoraba.
El viejo dijo que las ostras podían helarse en invierno, si se las plantaba a demasiada altura; pero que si no hacía «frío como para sentirlo en los ojos», no sufrían daño. Los habitantes de New Brunswick han notado que «el hielo no se forma sobre el lecho de una ostra, a menos que sea realmente muy intenso, y cuando se hielan las bahías sobre los lechos de las ostras se descubren fácilmente porque el agua sobre ellas se mantiene sin congelar, o como dicen los residentes franceses, degèle». Nuestro huésped dijo que ellos las mantienen todo el invierno en los sótanos.
«¿Sin nada que comer o beber?», pregunté.
«Sin nada de comer o de beber», respondió él.
«¿Se pueden mover?»
«Tanto como mi zapato».
Pero cuando lo pesqué diciendo que ellas «se acostaban en la arena con el lado chato hacia arriba y el redondo hacia abajo», le dije que mi zapato no podía hacer eso sin la ayuda de mi pie en él; a lo cual dijo que ellas simplemente se asentaban a medida que crecían; si se las plantaba en cuadro, se las encontraba así; pero los bivalbos podían moverse bastante rápido. Después, pescadores de ostras de Long Island, donde la ostra es aún autóctona y abundante, me han dicho que se las encuentra en grandes masas adheridas a sus progenitores por el medio, y que así las extraen con sus pinzas; en cuyo caso, dicen, la edad de las jóvenes demuestra que puede no haber habido movimiento en cinco o seis años, al menos. Y Buckland5, en su Curiosidades de la Historia Natural (pág.50) dice: «Una ostra que ha adoptado su posición y fijado la misma siendo bastante joven no puede cambiar nunca. En cambio, las que no se han fijado, sino que permanecen sueltas en el fondo del mar, poseen la capacidad de locomoción; abren las valvas al máximo y luego las contraen súbitamente, con lo que la expulsión de agua hacia delante produce un movimiento hacia atrás. Un pescador de Guernesey me dijo que ha visto con frecuencia ostras moverse de esa manera»...
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