Un libro tronchante, audaz, iconoclasta y real como pocos, que acabo de descubrir con cinco años de retraso. Se titula Tocándome los cojones y su autor, Jaime Centurión, no me dice nada —afortunadamente— en la agenda de las Bellas Letras canarias, en cuyas páginas doradas jamás tendrá cabida un texto tan inclasificable, libre y divertido como éste cuyo tema es nada más y nada menos que “la estricta realidad de las cosas”.
Con lo cara que se ha puesto la realidad, el viaje de Centurión por toda África oriental a lo largo de diez meses, viaje golfo y ganso —nada de monu-mentos, nada de antropología, nada de ayuda en acción: mujeres, birras y un transistor multibanda para escuchar los goles del Tenerifito en Tablero Deportivo— tiene el mismo principio activo que el mejor limpiador de maquillaje.
La gozada de este libro fragmentario y arrebatado, son su voz y su mirada. Una voz a pie de experiencia, hablando al lector cercano como un compañero de viaje, al que habla como tú le hablarías a un amigo que te acompaña en un viaje y de quien, a menudo, estás un poco harto pero no se lo dices abiertamente, de lo que ocurrió en el momento en que le ocurre, o de lo que ocurrió como si estuviera ocurriendo; y una mirada limpia, nunca idiota, que va por esos mundos de Dios arrancando máscaras de estos mundos del diablo, a base de humor y verdad.
Toda una joyita este libro, que para mí es la continuación, o el antecedente, o un fragmento suelto de ese gran texto que te hace parar en cualquier puerta, de la forma más tonta. Háganse con él.
Víctor Rodríguez Gago
Todos los pasos que di anoche estaban estratégicamente planeados con la única intención de acabar junto a ella, una mujer carpintera, de Augsburg. Y es que dos tetas no sólo tiran más que dos carretas, hay días en que tiran más que un mercante cargado de contenedores, a su vez cargados de plomo.
Fui muy honesto conmigo mismo. Primeramente le pregunté si quería cenar por ahí. ‘Ohh, sí ’, me contestó. ‘Bien, pues te espero abajo en el Café...’, le respondí, ‘calentando motores a base de cerveza...’, pensé. Cuando llegó ya tenía un par de ellas arriba. El alcohol, qué duda cabe, me ayuda a desenvolverme mejor. ‘¿Vamos al restaurante chino, sitio elegante donde los haya?’ ‘Vamos’. Antes de hacerle esta arriesgada pregunta yo ya había pensado con anterioridad que con un par de huevos fu-yun, unos rollitos de primavera y un arroz tres delicias, el vino entraría perfectamente cañería abajo. Ella no paraba de hablar en el restaurante. Que si esto, que si lo otro, que si aquello de allí y que si esto de acá. ‘Sí, sí, claro, cómo no’, le respondía. ‘Bebe, bebe, que esta noche no te me vas a escapar. Ya sé que haces mesas y armarios. Ya verás esta noche como se va a comportar mi serruchito, cariño mío’, pensaba mientras seguía planeando. ‘Bien, ahora habrá que seguir bebiendo como sea. Algún bar tendrá que haber en El Cairo. ¿El Match-Point? Con tal de que tengan bebida y algo de música, me basta’.
Oye, pues no estaba nada mal el barito. Ya era la puta hora de encontrar uno así en Egipto. Los musulmanes se toman esto de la religión demasiado en serio, de verdad. Me pregunto si después de todo servirá para algo aunque por otra parte... ¿qué se pierde dedicándole toda una vida si realmente se tiene fe? Para encontrar un bar así han tenido que pasar seis semanas. Esto sí que no estaba planeado. Mientras tanto, yo seguía con mis estrategias, un auténtico quebradero de cabeza, de ejercicios paramilitares y cartográficos, si viene al caso esta palabra. Mientras ella le daba al palique, yo sólo seguía pensando en la cama, estudiando y sopesando las complejas situaciones que se avecinaban, algo que, me temo, llevaba haciendo el hombre desde que lo inventaron.
Se estaba haciendo tarde. Katerina ya tenía bastante alcohol encima. Yo, el justo para echar un buen casquete. ‘A ver ahora como me las arreglo para llevármela al hotel’. Los que se creen que llegar a echar un polvo es cuestión de minutos tendrían que verme allí en la arena del circo, con todas aquellas circunstancias a mi alrededor. Un polvo es la solución a un tremendo laberinto, aderezado con múltiples estratagemas y acrobacias verbales de toda índole y condición, que finalmente pueden facilitar el acceso a una interesante jornada de piernas abiertas, también conocida como final feliz. Todo tenía que concordar. Los pasos dados hasta ahora no eran, ni mucho menos, producto de la casualidad, no, no. Las cervezas en el Café, el vino en el chino, la visita al Match-Point eran sólo las etapas ya premeditadas para llegar con el suficiente valor al punto culminante, al momento decisivo, ése en el que la carpintera después de todo se podía descolgar con un simple, dramático e injusto NO. Al final, todo, siempre, te lo juegas a una sola carta.
Se acercaba el fascinante momento de la fatídica pregunta. Si se negaba, sería perder mucho porque necesitaba ese polvo más que Pablo VI. ¡Si ella supiera que todo había estado planeado con absoluta alevosía y ya no te digo nada de la nocturnidad! ‘Bueno, allá vamos, que sea lo que Dios quiera y que Dios quiera lo que yo quiera. ‘Tachán, tachán, (comenzaban a sonar las trompetillas...): ‘Katerina, te deseo. ¿Quieres quedarte esta noche conmigo en el hotel?’ ¡Joder, increíble! Cada vez que lo pienso... Todo, todo, todo, para acabar con esta solemne y estúpida pregunta digna del más brutal de los interrogatorios.
Me la comí toda. Era necesario. Ella también me sacudió hasta las últimas virutas del madero. Por la mañana, unos momentos antes de abandonar la alcoba, se me acercó y me susurró al oído en un acto de sinceridad enternecedor: ‘Te salieron bien tus planes, ¿eh? Pues yo llevaba planeando una cosa así desde que salí de Augsburg, querido’.
*******
Llegué al clásico hotel de mujer de vida desordenada de Nairobi con la clásica mujer de vida desordenada de Nairobi, la invité a la clásica cerveza mientras yo también me autoinvitaba y pinché un par de discos de kwasa-kwasa. Las clásicas perritas de música africana en los clásicos hoteles de mujer de vida desordenada de Nairobi.
—Bueno, cariño, ¿vamos a tu habitación?
Entramos en la clásica habitación. La colchoneta-cama, más perjudicada que el carro de Ben-Hur; la ropa tirada por todos lados; zapatos, más que en el escaparate de Lurueña; las cremas, los jabones, los perfumes, las pinturas. Hasta un ciego dormido se hubiera dado cuenta de que aquello no podía ser otra cosa que la cabaña de la clásica mujer de vida desordenada.
Cogí el clásico condongo para ponérmelo, aprovechando la empalmadera. (Prueba un día a ponértelo sin estarlo y verás. Cuando te des la vuelta para echar el polvo con tu amiga, ya no le quedarán ni los dientes).
—No, no follo con hombres que usan condongo.
—¿Cómo dices?
—Que no me gusta que me follen con condongo. Así, no follo.
—¿Acaso pretendes que follemos a pelo cuando hasta los leones del circo han desfilado ya por tu inmaculada breva?
—No follo.
—¡Pues que te den por culo, coneja!
Cogí la ropa y me vestí. Cuando me estaba calzando las cholas me agarró no más. Algo querría. Hipódromo a la vista.
—Bueno, está bien. Ponte el condongo.
—No, no, paso, paso. ¿Me vas a volver loco tú a mí o qué? Me mando a mudar.
Antes de que me diera tiempo a irme, se abalanzó sobre mi humilde aparato. No saben nada. Al minuto ya estaba metido otra vez en la cama con o chubasqueiro do pito en posición. Empezamos. Choc, choc, choc. En mitad del ejercicio me dice:
—Mámame el coño.
—¿Perdón?
—Que me mames el coño.
—Socia, no te mamo yo a ti el coño ni harto de grifa.
—¡Mámame el coño, mámame el coño!
Oídos sordos.
Choc, choc, choc, choc. Al poco:
—¡Mámame el coño, mámame el coño! ¿Por qué no me das unos besitos en el coño?
—¡Cállate la boca de una puta vez ya, qué coñazo! ¡Eres peor que una cacatúa para follar! ¡Que no te lo mamo, joder! ¡Yo no meto la lengua ahí dentro sin una ambulancia aquí al lado!
Choc, choc, choc, choc, choooc, chooooc, chooooc, chooooooc, chooooooooc, chooooooooooooooooooc.
A continuación saqué o pito y o chubasqueiro y lo tiré a la papelera (o chubasqueiro). Me vestí. Cuando me disponía a huir Cacatúa atacó de nuevo:
—Dame dinero. (Ingeniosa frase que suele repetirse de vez en cuando en estas historias nocturnas. Momentos tensos en los que sólo la sangre fría y unas plegarias a Nuestra Señora del Perpetuo Auxilio, pueden ayudarte a salir airoso de tal marasmo).
—¿Cúalo?
—Que me des dinero, no tengo un duro y mi niña...
—Sí ya, la niña, pero vamos a ver: me traes a este extraordinario palacete, la cerveza caliente, la rocola que se mama los chelines, me secuestras cuando estoy a punto de irme, pretendes que follemos sin condón, me cortas el lote en mitad del encuentro con lo de la mamadita y tal, tienes las tetas más caídas que las orejas de un inca, de peluca no andamos mejor, qué decir de esas bonitas piernas onda escarabajo pelotero, en fin, niña, comprende, yo también llevo mis problemas a rastras, no sé si sabes que estudié muchos años con el Padre Fidencio en el Pious School de la Plaza de los Patos y en fin...
Nada más acabado el discurso abrí la puerta y salí follado (nunca mejor dicho) del clásico hotel. Vístete siempre antes que tu doncella. Sólo así podrás escapar de la clásica encíclica sobre los billetes y de los no menos clásicos cuchillos voladores.
*******
En pocas partes del mundo he observado a la gente tan feliz. Eso me hace pensar que no deben hacer falta tantas cosas para mantener la dieta mental equilibrada. Y mucha culpa de ello puede que la tenga esta manera que tiene la gente en Zanzíbar de entender o interpretar el islam. Ciertamente una forma mucho más relajada que en Turquía, Egipto, Jordania o Yemen.
También yo me siento feliz observándolos. A simple vista todo parecen ser sonrisas en un lugar donde la violencia no es latente y en donde todos comen bajo la atenta mirada del gran Allah, que se encarga del resto.
También me hace feliz esta algarabía, las partidas de cartas, alguna cara bonita que otra, el ver esos barquitos pescando en la noche y el placentero clima.
También me hacen feliz los cines. Aquí hay tres. Y qué películas. El otro día fui a ver una de mexicanos con Fernando Sancho y Fernando Rey al aparato. Te lo juro. Con título en español y todo: Vamos a matar compañeros. Lástima que los Fernandos no llegaran a tiempo para la presentación y posterior coloquio sobre tan excitante cinta. Los sábados disfrutamos de sesión doble. La semana pasada el programa fue el siguiente: la primera, Drácula versus Frankenstein (y también versus algunas cucarachas que pretendían colarse sin pasar por taquilla). La segunda, To kill for six dollars. Otra mexicanada espectacular. La película estaba ligeramente cortada. Se veía sacar a un forajido el rifle a punto de atacar un fuerte y en la siguiente escena se veía al mismo forajido tomándose un coñac a ochocientos kilómetros de allí. Debió ser la razón por la que sólo duró treinta minutos. Otra de las salas de proyección es el Cinema Afrique, especializada en películas indias. ¿Has visto alguna vez una película india? Pues mira, son del tipo Tarzán va a la Recova, pero con gran acompañamiento musical. Muy agradables. Tan agradables son que el cine está lleno todas las noches. El que estas películas sean sólo en hindú poco parece importar a los morenos de por aquí.
También me hacen feliz los precios. Cine, sesión doble, 60 palomas. Pelado, veintisiete. Comer en esos puestos situados en el parque principal —donde se puede degustar pulpo y calamar, jugo de caña de azúcar y piña, pescado, pinchitos morunos y papas con carne—, ochenta pesetas.
También me hace feliz mi helado con ensalada de frutas a las diez de la noche, sentado allí en el viejo muelle, gozando el mar mientras soy golpeado por la suave brisa marina. El helado cotiza a quince pesetas. La suave brisa marina, de momento, no tiene precio.
También me hacen feliz estas playas de arena blanca y respetables cocoteros.
También me hace feliz el ir convenciéndome poco a poco de que no me hacen falta muchas más cosas para hacerme feliz.
http://www.lazyblog.net/2009/11/leer-da-gustito.html
http://www.carloscapote.com/critica/dosportrescalles/
No hay comentarios:
Publicar un comentario