jueves, 25 de octubre de 2018

Reseña de CANCIONES ACUSADORAS de Miguel Ángel Gómez en El Imparcial

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Miguel Ángel Gómez frente a las ratas soplonas

Lunes 15 de octubre de 201820:08h
Miguel Ángel Gómez (1980) es profesor de Lengua y Literatura (Enseñanza Secundaria) en un Burgos repleto de frío, mujeres mágicas y cafés solitarios. Gómez gasta pelo alborotado, gafas Ray Ban y chaquetones cruzados, ingleses, que le dan un aire a Bob Dylan o mendigo de Metro en Londres. Durante el último año ha publicado cuatro poemarios: Monelle, los pájaros (viaje uterino y patibulario al universo de Marcel Schwob), La polilla oblicua (festín de ninfas con la demencia de Virginia Woolf a la cabeza), Pabellón de ciervos (soledades urbanas) y Sombra (Leopoldo María Panero y el ojo de ginebra fresca que sale de la luna cuando lo cierra sin previo aviso). Ahora, en una editorial contracultural e independiente maravillosa, porque Gómez no espera, llega el turno para: Canciones acusadoras (Baile del Sol).
Todo el río Gómez viene de Umbral y me lo explicaba una tarde en una chocolatería entre juegos malabares y mochilas rotundas de donde salía/brotaba un bocadillo como una espada: “Umbral lo roba todo de los poetas, Generación del 27 principalmente, Juan Ramón o Aleixandre, Hierro o Neruda, y yo hago el proceso inverso, a partir de él desenredo el ovillo, voy en busca de los poetas”. Todo en Miguel Ángel Gómez es lo mismo: cascadas de imágenes, enumeraciones caóticas, libros de la prisa y el viento, fluidos bajo el halcón de la borrachera esporádica, nervios y palabras temblonas, letras del nácar de querer ser escritor y más escritor, sin tiempos muertos, sublime sin interrupción, a la santa manera de Baudelaire, esto es: sin caídas. Todo Gómez es la prosa convulsa: vibración y no significado.
Canciones acusadoras busca la pistola y el sonido eléctrico –el paso del folk al pop del que habla Marcelo García en el prólogo-, la rabia mineral de beatniks crooners, aullido y revolución, fantasmas hospitalarios, ganga ambulante, aniquilar hasta el mejor rastro del yo a la manera de Henry Miller, muchas moscas y algo de bragueta sucia. Asegura, en sus versos, el amor como algo túmido y no ruin, pinta sus recuerdos con caras redondas de osito peluche, busca constantemente el sombrero que no tiene, amor temblón de miedo y placer, gatos entre fusiles y algún cisne negro con el que bailar hasta las ojeras y desagüe de sí mismo. Burgos, tal vez, sea un buen lugar para alquilar buhardilla e iluminarla con la tristeza de los clásicos.
Le preguntaba por qué escribía: “No es por qué, sino contra quién. Y la respuesta son las ratas soplonas, insignificantes y alguna del tamaño de un melón, sí, que me miran desde las sombras y tienen pánico a entrar en el agujero interminable de mis libros”. Las ratas son los críticos, los envidiosillos, las muñecas macho de la literatura, los hijos de Pessoa tan pusilánimes o retrasados. Lo dice en algún verso: “Expresiones grandiosas. Perros sarnosos en el patio”. Su pose es la del fauno, aprieta la nariz contra el cristal de los bares para sentir frío y ver mejor, busca algún tipo de Führer que toca el piano, lo pendenciero es en él la mirada narradora de mentiras. Sería, me temo, la escritura del instinto, sin filtro alguno.
“¿Por qué bebes tanto, Miguel Ángel?”, le preguntaba frente a uno de mis descafeinados y su mar generoso de birras. “Me he cansado de llorar, me he secado de llorar y ahora toca volver a llenarse”, reía en idioma tribal. Habla de chacales y maledicencias, de poemas en el sofá, de la imaginación siempre como la voz de los atrevidos, a la manera de Henry Miller, corceles indomables entre deseo e imbecilidad, escritura de presente y forcejeo donde vacilar, dudar, es la mayor herejía y no se permite. Me gustan mucho sus versos o poemas metaliterarios, donde hay una reflexión sobre la escritura, una manera de echar leños al ardiente cubo de basura urbanita para calentarse él solo: “Las palabras están en la mala luz, en la mala noche, en la mala conciencia”; “Si pretendes escribir, apunta:/ ¡ángeles sostenedme!”.
Canciones acusadoras es delito, porque viene de la sombra y de la desolación: “Con el disparo/ de la página el hombre/ se cae cazado”. Encierra a Rimbaud en el lenguaje preciso de sus puños rotos. Entre el fango, la pobreza moral o psíquica, sale siempre una ninfa, una aparición, una mujer que viene salvarnos, y todo el proceso es asimiento, agarrarse con fijeza para dejar el barro atrás, volver a empezar, lo que en él siempre es sorpresa y otra vuelta al corazón. El poema-grito, en prosa, es su especialidad carroñera: “Devoradme, psiquiatras, que servís de relleno mientras corro en mi imaginación, como un oso avistabroncas, por un paisaje que tiene presentimiento de bosque. Peter Pan era mi nombre y he muerto donde no hay rosa, donde el furor se ríe de mí, donde tiembla mi pájaro inconfesable. Víctor Hugo escribió que cuando uno es joven tiene mañanas triunfales. No tengo esperanza gordezuela, os digo que está en los LABIOS del pasado, y “lo que envejece” no es la vida que se vive, sino la que no se vive, la de una mano pálida que torpemente te araña, pura y violenta, intemporal e inocente, crueldad de la nada, mueca de la nada”.
Querido Miguel Ángel: hazte bien el nudo de la horca todos los domingos, no dejes a Emma Bovary, a Madame Butterfly, pisa ratas soplonas y parte en dos su chillido amarillo, déjate barba, come bocadillos de la mochila cherokee, incendia despacito –como si te sacases un moco- jerséis de lana hasta las rodillas, no te ates los cordones de los zapatos, vive por tus sueños, sigue con las birras y azota, entre broncas, la espuela torpe del unicornio donde uno es joven para toda la vida. Sus libros son altivos porque son, al mismo tiempo, escondrijo y antidepresivo, ya digo, como cuando todos teníamos veinte años y la vida era atragantarse de más vida, y la madrugada una colección de estrellas asustadas sobre la lengua torcida.


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