martes, 11 de junio de 2013

El zahorí del Valbanera es el más directo de mis libros narrativos

Clara E. Muñoz, S/C de Tenerife

El zahorí del Valbanera, la quinta entrega narrativa de García Ramos, acaba de ser publicado por la editorial Baile del Sol y a partir de este mes de junio estará no solo en librerías sino en las casetas de la Feria del Libro de Madrid y en otras canarias, como la de La Laguna y Las Palmas. Preguntamos a su autor por algunas de las novedades que aporta esta suerte de memorias personales y fabulación y que tiene como fondo el naufragio del trasatlántico Valbanera en 1919 en la costa norte de la isla de Cuba, donde murieron 488 tripulantes y pasajeros de los 1142 que habían iniciado el viaje desde esta parte del Atlántico. Entre los pasajeros que decidieron quedarse en el puerto de Santiago de Cuba y no seguir hasta La Habana, a pesar de tener pagados sus pasajes hasta la capital de esa isla antillana, se encontraba el abuelo materno de García Ramos, que muchos años más tarde relataría a su nieto parte de la aventura vivida y que ahora es recreada por el oficio literario de su descendiente.
¿Esta es su quinta entrega narrativa, qué diferencia a “El zahorí del Valbanera” de lo anteriormente editado en ese género?
“El zahorí del Valbanera” es el más directo de mis libros narrativos, es un texto que emana de los recuerdos de mi infancia, de conversaciones mantenidas con mi abuelo materno, emigrante a Cuba en 1919 y conocido en su pueblo, Valle de Guerra, por sus dotes adivinatorias. En mis anteriores entregas no había usado una prosa tan sincera, tan cercana a lo que fueron esas vivencias en la primera etapa de mi vida. En ese sentido, puede considerarse una suerte de memorias personales, pero también hay una parte donde la ficción ha entrado de lleno con todas sus consecuencias. Eso no había ocurrido ni en “Bumerán”, mi primera novela, ni en las siguientes: “Malaquita”, “El Inglés. Epílogo en Tombuctú” o “El guanche en Venecia”, novelas todas ellas más deudoras de lo literario que de lo estrictamente personal.
¿Podríamos estar hablando de autoficción al referirnos a “El zahorí…”?
No, poco tiene que ver este relato con lo que la crítica ha definido como autoficción, ese tipo de obras donde los autores convierten sus vidas conocidas en el núcleo de lo escrito, una especie de biografías noveladas. En El zahorí intento que sea la voz de mi abuelo materno el eje del relato, lo que va escrito en letra redonda, y ese esfuerzo se complementa con las reflexiones próximas y lejanas que la vida de ese pariente generan en su nieto, en su caso en mí, lo que va escrito en letra cursiva.
Valle de Guerra es el espacio elegido de Canarias como lugar natal, la tierra deseada… ¿Podríamos hablar de un regreso a la novela regional, rural…?
No, ese Valle de Guerra es más bien un espacio de mi imaginación infantil, un espacio deseado, idealizado, poetizado, por un niño urbano que disfrutaba al contrastar su La Laguna fría y de calles rectas y grises  de todo el año con las semanas luminosas de los veranos pasadas en ese valle sagrado, junto al mar, lleno de aromas desconocidos y excitantes…
¿Qué significó la figura de su abuelo para usted?
El interlocutor que todo niño desea, un hombre que se me ha agigantado a medida que escribía sobre él. Un hombre con muchas experiencias detrás y la confianza en sí mismo de adelantarse al futuro de lo que le podía ocurrir a él y a sus semejantes. Quizá sus dotes de zahorí empezaron como una broma, pero estaba claro que poseía capacidades para leer los cielos y para adelantar acontecimientos desgraciados, como fue el naufragio del barco que lo conducía a su emigración cubana, barco del que se bajó en Santiago de Cuba porque, según me contaba, vio claro que iba camino de una desgracia inmediata. Los cielos del Atlántico y del Caribe parece que lo indujeron a esa profecía de la que él no presumió nunca, más bien fueron sus compañeros de viaje los que le reconocieron esas facultades agoreras.
¿Sigue indagando en lo que usted mismo ha definido como la atlanticidad de Canarias?
Siempre he mantenido que a la hora de elaborar nuestra propia actitud ante la cultura que nos moldea como insulares, quizá más que de “canariedad”, nosotros debamos  hablar de “atlanticidad”, pues etimológicamente esta expresión recoge el legado de nuestros antecesores, la procedencia del monte Atlas de los primeros seres humanos que vinieron a vivir a nuestro Archipiélago, y nuestro destino como pueblo: el mar explorado por Colón. A saber, nuestra cultura atávica, la cultura de la que procedemos, y la posterior proyección y criollización de esa cultura, para decirlo con la terminología acuñada por el escritor martiniqués Édouard Glissant. Somos atlánticos en ese doble sentido.
Y me he adentrado en el análisis de la atlanticidad a través de la literatura porque entiendo que ese arte verbal es una síntesis de todos los conocimientos, la disciplina que mejor recoge el espíritu de los pueblos y que es capaz de unir geografías y culturas, la que más identidad otorga a un colectivo. Los archipiélagos deciden por sí mismos si las aguas que los rodean son las aguas de la soledad o de la comunicación. Los canarios decidieron, desde al menos el siglo XV, que esas aguas eran las de una comunicación necesaria y enriquecedora.
Siempre ha rechazado que la literatura de Canarias pueda concebirse tan solo como una provincia de la literatura española peninsular, como algunos piensan y defienden…
Repito ideas ya puestas en circulación pero que me parecen esenciales para contestar a esta pregunta. Por este Atlántico en el que estamos situados ha circulado parte de la cultura universal con todas sus consecuencias  -el patrimonio de los pueblos del África noroccidental, el monoteísmo judeocristiano,  la filosofía racionalista griega, o el derecho romano-. Este Atlántico ha sido testigo de las reciprocidades euroamericanas y de las vinculaciones directas de África con el Nuevo y el Viejo Mundo. 
De esa poliédrica configuración cultural y civilizadora los canarios somos hijos, lo queramos o no. Los patrones de nuestro pensamiento insular son tan vastos como plurales en sus procedencias y esencias y restringirlos a la exclusiva influencia de la cultura española peninsular es una simplicidad y una majadería.
La novela, para usted, es un género literario que engulle todo…
Y que define con mayor claridad las identidades de los pueblos, como antes le dije. Los ejemplos sobran: el Quijote  y la España camino del post imperialismo del siglo XVII, la Europa bélica de los primeros decenios del siglo XX y “La montaña mágica”, de Thomas Mann, la historia controvertida de América Latina y “Cien años de soledad”… O la Canarias sorda y rural y la “Mararía”  de nuestro Rafael Arozarena…

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