Diego Zúñiga
El destino de William Stoner era estudiar en la facultad de agricultura de la Universidad de Missouri y luego volver a la granja de sus padres para ayudarlos, pues ese pedazo de tierra era lo único que tenían. El problema es que nadie imaginó que un día el silencioso y obediente Stoner iba a entrar a un curso de literatura que lo cambiaría todo: en medio de una clase sobre Shakespeare, un profesor le iba a hacer una pregunta que torcería, de alguna forma, su destino: Stoner no iba a volver a la granja. Stoner iba a estudiar Literatura, sería profesor de esa misma universidad y nunca más trabajaría en ese pedazo de tierra donde, finalmente, muchos años después -cuando ya había transcurrido una buena parte del siglo XX- morirían sus padres.
Alguna vez, Roberto Bolaño escribió: “Primer requisito de una obra maestra: pasar inadvertida”. Y Stoner, de John Williams, cumple con ese enunciado: se publicó en 1965, pero recién en estos años ha recibido la atención que se merece. En 2010, la pequeña editorial española Baile del Sol la tradujo, y ya lleva cuatro ediciones.
Williams -que murió en 1994- escribió una novela acerca de la vida de un hombre común que un día vivió un momento epifánico, pero que nunca más se volvería a repetir. Porque Stoner es la historia de un profesor universitario que ama la literatura, pero que no logra encajar en la vida: no le interesa competir con sus colegas universitarios, se casa joven y equivocadamente, se vuelve a enamorar en algún momento, pero sabe que su destino nunca se torció realmente.
El gran mérito de esta novela es convertir a un personaje común en una persona compleja e inolvidable. El gran mérito de este libro -que se parece a novelas tan grandes como Viaje al fin de la noche y Bajo el volcán-, es recordarnos por qué nos gusta tanto leer novelas: porque nos acordamos de quiénes somos, a pesar de que no nos guste escuchar eso.
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