Pongamos que hay que decidir qué libros son imprescindibles. Pongamos que nombro este libro de John Williams (1922-1994) que se publicó en 1965 y que fue la tercera novela de este escritor. Novelista, también poeta, periodista, editor, doctor en Literatura Inglesa por la Universidad de Missouri. Un hombre de letras, yo diría, un humanista, en el sentido más cercano de esta palabra, el que aprendimos al describir aquellas personas que tienen un hondo sentido de la humanidad como centro del universo.
Un amigo me descubrió Stoner. Llego a los libros de formas muy diferentes, pero algunos han surgido de la mano de alguien. En este caso, en el verano de 2014, todos los libros eran para mí bienvenidos, puesto que solo era yo y los libros, solo era yo y la soledad, solo yo y la desesperanza. Así que Stoner arribó en el momento oportuno a mi casa del Aljarafe, grande, soleada y solitaria.
Resulta raro pero es así: el primer párrafo del libro describe toda la obra. No hay misterio ni ocultación. Es lo que cuenta y resume sin darle apenas importancia:
William Stoner entró como estudiante en la Universidad de Misuri en el año 1910, a la edad de diecinueve años. Ocho años más tarde, en pleno auge de la Primera Guerra Mundial, recibió el título de Doctorado en Filosofía y aceptó una plaza de profesor en la misma universidad, donde enseñó hasta su muerte en 1956. Nunca ascendió más allá del grado de profesor asistente y unos pocos estudiantes le recordaban vagamente después de haber ido a sus clases. Cuando murió, sus colegas donaron en su memoria un manuscrito medieval a la biblioteca de la Universidad.
Quizá nos llame la atención que la historia de un hombre corriente, que pasa de estudiante a profesor y que se casa y que tiene una amante y una hija, pueda convertirse para nosotros en una lectura interesante, o animada, o ilustrativa. Pero es así. Esa misma linealidad, esa misma sencillez es lo que nos perturba. Es como si se escribiera la vida de cada uno de nosotros. Nacemos, tenemos una familia, estudiamos, trabajamos, formamos nuestra propia familia, enfermamos y morimos. Eso era todo, podría decirse en cualquier drama de Shakespeare. Eso era todo, pero ese todo es nuestro, no es un agente extraño, es lo que somos y lo que dejamos de ser, sin mayores explicaciones ni motivos. No hay razones para entenderlo y por eso Williams lo muestra con la enorme naturalidad de quien sabe que no hay otra forma de asumirlo.
Luego está la ternura. La vida personal y la vida académica de Stoner tiene sus mediocridades, sus envidias, sus zancadillas, todo lo feo que sabemos que existe. Eso lo redime ante nosotros, lo convierte, de nuevo, en alguien que conocemos bien. Y, como en todas las vidas, hay un resplandor, una relación que a veces lo convierte en alguien conmovedor, más pleno, más lleno, más luminoso. Katherine es esa luz.
Conocer sus sentimientos hacia Katherine Driscoll fue algo que le llevó tiempo. Se descubrió inventando pretextos para acudir a su apartamento por las tardes...
En su año cuarenta y tres de vida, William Stoner aprendió lo que otros, mucho más jóvenes, habían aprendido antes que él: que la persona que uno ama al principio no es la persona que uno ama al final, y que el amor no es un fin sino un proceso a través del cual una persona intenta conocer a otra.
Antes de eso existió el matrimonio. Ella es Edith.
Ambos llegaron al matrimonio inocentes, pero inocentes de manera radicalmente distinta. Los dos eran vírgenes y conscientes de su inexperiencia pero mientras William, criado en una granja, aceptaba con naturalidad los procesos instintivos de la vida, estos eran profundamente misteriosos e inexplicables para Edith.
En un momento dado, llegó a su vida la hija, Grace.
Como había sido costumbre en la primera larga ausencia de su madre, la niña pasaba mucho tiempo en el estudio de su padre.
Lo que hace al libro especial es la delicadeza del relato. La forma en la que el autor describe lo sucedido, con el mismo aire sereno con que hablaría de cualquier otra vida, pero individualizando al máximo ese acercamiento privilegiado al protagonista y a los personajes de su entorno. Es como si nuestra propia vida fuera factible de ser contada y glosada sin juzgar nuestras miserias, sin criticar nuestros errores, sin considerar si somos buenos o malos. Porque eso da lo mismo. Una existencia es tan valiosa en sí misma que no admite sino una honesta mirada de frente.
Emocionante el final, las últimas frases, la conclusión. No puede ser otro que la muerte, pero, si hay muchas formas de morirse, esta es una de las más bellas y reconfortantes. Todo había sido hecho y, lo que faltaba por hacer, ya nunca tendría motivo ni sería posible. Como un río que se desliza hacia su desembocadura, así el profesor Stoner había llegado desde su granja al final. Y su compañía final no era otra que un libro. Eso dice mucho de él. Dice mucho de todos nosotros.
John Williams (1922-1994)
Nació y se crió en el noreste de Texas. Después de desempeñar varios empleos en periódicos y estaciones de radio, Williams se enroló en el ejército de 1942. Varios años después de la Segunda Guerra Mundial fue a la Universidad de Denver, donde obtuvo su licenciatura de 1949, y su maestría en 1950. Sus novelas: Nothing But the Night (1948), Butcher´s Crossing (1960), Stoner (1965), Augustus (1973), The Sleep of Reason (inacabada). Sus poemas: The Broken Lanscape (1949), The Necessary Lie (1965). Profesor de la Universidad de Misuri y de la de Denver. Editor de la revista literaria University of Denver Quarterly.
Stoner de John Williams. Editorial Baile del Sol, colección Narrativa. Traducción de Antonio Díez Fernández.