ÁREA DE DESCANSO
Retomamos el ritmo de esta columna que recomienda lecturas y placeres, con una parada muy concreta: la novela ‘Stoner’, de John Williams, publicada en 1965 y rescatada en castellano por Baile del Sol. Una historia sobre amor y aprendizaje para sobreponerse a la mediocridad y los reveses que nos depara el destino.
JAVIER MORALES
Si abril es el mes más cruel, el verano siempre es un tiempo de promesas. Cada uno a su manera, espera hacer lo que la mezquina rutina diaria nos arrebata. En mi caso, como aún no me he pasado al libro electrónico, suelo irme de vacaciones con una maleta cargada de libros, aunque bien sé que ni siquiera podré leer una décima parte. Esa décima parte siempre trae alguna sorpresa, incluso alguna revelación, como me ha ocurrido este año con Stoner, de John Williams, publicado por la editorial Baile del Sol, a quien hay que agradecer la edición en castellano de esta obra.
Había leído reseñas entusiastas sobre Stoner de críticos a quienes admiro, como Rodrigo Fresán, y elogios incondicionales de amigos con quienes comparto gustos lectores. Y no se equivocaban. Me dan un poco de alergia los juicios rotundos, pero en este caso no tengo más remedio que plegarme a la evidencia: Stoner es una obra maestra, de lo mejor que he leído en mucho tiempo. De hecho, no deberían perder el suyo con esta columna. Si yo fuera ustedes, le pediría ahora mismo la novela a su mejor amigo (como ocurre con el dinero, solo los mejores amigos pueden prestarnos libros), acudiría a la biblioteca (¡ah, no!, que Wert les ha dejado sin fondos) o saldría corriendo a comprarla a su librería habitual. Luego enciérrense y lean.
¿Qué van a encontrarse? ¿Por qué esta novela publicada en 1965, olvidada durante mucho tiempo, es hoy un éxito de ventas en Holanda, por ejemplo? La historia no tiene trampa ni cartón. Conocemos el argumento desde el brillante y hermoso comienzo, que nos da la pauta de lo que será el tono del resto del libro. “William Stoner entró como estudiante en la Universidad de Misuri en el año 1910, a la edad de diecinueve años. Ocho años más tarde, en pleno auge de la Primera Guerra Mundial, recibió el título de Doctorado en Filosofía y aceptó una plaza de profesor en la misma universidad, donde enseñó hasta su muerte en 1956. Nunca ascendió más allá del grado de profesor asistente y unos pocos estudiantes le recordaban vagamente después de haber ido a sus clases. Cuando murió, sus colegas donaron en su memoria un manuscrito medieval a la biblioteca de la Universidad” (traducción, Antonio Díez Fernández).
El inicio de la novela tiene la fuerza de una piedra caída en el agua de un estanque. Sabemos dónde ha caído la piedra, sabemos hasta dónde pueden llegar las ondas que rasgan el agua, pues conocemos los límites del estanque. Pero intuimos que lo importante no es la caída de la piedra, sino el suave movimiento de las ondas. Y así está contada esta novela, con una cadencia suave, con una prosa precisa, sin alharacas, transparente, como si las frases nos metieran poco a poco en la piel y en la vida de Stoner. Como si reviviéramos con él su adolescencia en la granja de sus padres en el Misuri rural, su marcha a la universidad para estudiar Agronomía. Su padre espera que a la vuelta el hijo universitario mejore la productividad de una tierra pobre. Aunque no regresará, Stoner acepta la sugerencia de su progenitor sin entusiasmo, con estoicismo, como aceptará más tarde el fracaso de su matrimonio para conservar el vínculo con su hija, las rencillas académicas y el resto de los acontecimientos que marcarán la vida de este hombre sencillo y sabio.
Stoner es sin duda la más autobiográfica de las que escribió John Williams (1922-1994). De origen humilde, tras desempeñar varios oficios y finalizada la Segunda Guerra Mundial –en la que participó-, Williams estudió Inglés en la Universidad de Misuri, donde fue profesor. Publicada en 1965, Stoner -su tercera novela- pasó desapercibida, aunque Williams recibió en 1973 el National Book Award por Augustus. Hasta su reedición en 2000 por The New York Review of Books (NYRB), Stoner era algo así como una novela de culto, una novela de escritores para escritores. “Williams no había tenido muchos lectores, pero eran los correctos”, afirmó su amigo Alan Prendergast.
Como señala Morris Dickstein, el amor y el aprendizaje son las dos grandes pasiones de Stoner. Y le sirven para sobreponerse a la mediocridad y a los reveses que le depara el destino. El solitario Stoner, a quien nos habría gustado conocer, tiene la sabiduría de aquellos que saben vislumbrar lo importante de la vida y esperan conseguirlo con perseverancia y tenacidad. A pesar de los infortunios que agrietan su existencia, uno tiene la impresión de que Stoner es un hombre feliz, como afirmó el propio autor. “Creo que es un héroe. Mucha gente que ha leído la novela cree que Stoner tuvo una vida triste y pésima. Pero yo creo que tuvo una buena vida. Mejor que la de la mayoría”. Ajeno a las ambiciones mundanas, las que dan cera a nuestro ego, hizo lo que quería, enseñar literatura. La enseñanza era para él un trabajo, sí, pero un trabajo enriquecedor, no alienante, capaz de darle sentido al mundo y a su propia vida.
Uno sale transformado después de la lectura de Stoner, algo que solo consiguen las obras maestras, lo que Borges le pedía a un buen libro. En la introducción de la edición en inglés de la NYRB, John McGahern relata que en una de las pocas entrevistas que concedió Williams le preguntaron si se debía escribir literatura para entretener. “Sin ninguna duda. Por Dios, leer sin placer es de estúpidos”. ¿Aún siguen aquí?
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