Los años pasan con demasiada rapidez, 
solía decir mi abuela, pasan y ni siquiera nos damos cuenta de ello. 
Aquella anciana mujer, que había dejado el colegio con sólo doce años, 
tenía razón,  los años pasan sin que seamos capaces de darnos cuenta de 
ello: no nos damos cuenta hasta que, finalmente, un día dirigimos 
nuestra mirada hacia atrás, hacia ese tiempo pretérito, que no creíamos 
tan lejano, y descubrimos no sólo que el tiempo no se detiene, sino que 
en su irrefrenable andadura han sucedido muchas cosas, nimias anécdotas y
 trascendentales hechos; porque, precisamente, a lo largo del 
transcurrir de ese  tiempo, se ha ido construyendo el presente que, 
paradójicamente y no en pocas ocasiones, no deja de sorprendernos.
¿No lo vimos llegar?, afirman los 
políticamente correctos a modo de excusa, pero no fue así, más bien no 
quisimos -y, sobre todo, no quisieron- verlo, no supimos, en nuestra 
impuesta ceguera, ver aquellos primeros indicios, aquellas primeras 
líneas de la historia de la que hoy somos sus trágicos protagonistas.
La inmortalidad del cangrejo 
 es más que una novela generacional sobre la desorientación personal y 
social de unos jóvenes; es más que el relato de la crisis de la juventud
 actual; con elementos de intriga, La inmortalidad del cangrejo es, ante todo, una novela difícilmente catalogable. Fernando J. López
 juega con los géneros y, sobre todo, juega con el estilo y con las 
voces narrativas: la ironía y, en especial, la autoironía está presente a
 lo largo de toda la narración, impregnada esta última de un melancólico
 sarcasmo. La elección de la primera persona, perteneciente al joven 
Alfredo, el protagonista, no impide al autor convocar en cada momento 
del relato otras voces, las de los otros personajes, pero también las 
voces o, mejor dicho, los discursos que heredamos y los que encontramos 
cada uno de nosotros en una particular y -¿por qué no?- excéntrica 
existencia.
A través del constante dialogismo, 
enmascarado tras el testimonio monológico del protagonista, Fernando J. 
López traza un retrato del tiempo presente, el de una sociedad 
gravemente herida por un pasado que no ha sabido asumir y por un futuro 
que es incapaz de construir. La acción se inscribe en el 2001, cuando 
todavía nada había ocurrido, cuanto todavía el negro presente no había 
llegado; sin embargo, J. López, así como Rafael Chirbes en sus últimas obras narrativas -nunca está demás elogiar En la orilla-,
 nos muestra cómo por entonces la historia ya había comenzado, en el 
2001 ya podía percibirse el futuro que debía llegar sin compasión 
alguna. Los titulares de periódico, con los que encabeza cada capítulo, 
permiten al autor contextualizar la narración a la vez que, casi como si
 se tratara del coro griego, apostillar el relato de ficción. 
Perfectamente escogidos, los breves titulares se convierten en paralelos
 metafóricos de la vida de Alfonso; aquellos titulares son los 
testimonios que, desde una aparente neutralidad, describen el relato de 
un fracaso, de la lenta, constante y desapercibida destrucción de un 
mundo que ha dejado de ser -si es que algún día llegó a serlo- el que 
creíamos. La caída de las Torres Gemelas en el atentado del 11 de 
Septiembre no sólo es el punto de partida, sino la imagen de la caída, 
de la destrucción de unas ideas, de unos sueños y de unas aspiraciones 
aparentemente imposibles de cumplir.
La falta de trabajo, la ausencia de toda
 perspectiva, las dificultades extremas de la carrera artística -en este
 caso, teatral-, los contrastes generacionales y las contradicciones de 
una sociedad heredada a través de una transición convertida en mito 
incuestionable. Los ideales perdidos, el aburguesamiento -como dice el 
propio protagonista- de los padres de Alfonso, la escalada social y la 
pérdida de aquellos principios, aparentemente irrenunciables, que 
hicieron salir a la calle y protestar en los últimos años del régimen. 
Fernando J. López consigue, de manera extremadamente ágil, dialogar con 
el presente, pero también con el pasado todavía reciente, de manera 
crítica, sin concesiones, ni para unos ni para otros. Desde la distancia
 cronológica que le ofrece sus pocos 23 años, Alfonso desmonta el relato
 histórico que, en particular, su padre le ha recitado una y otra vez: 
Alfonso descubre las contradicciones de sus padres, ejemplo, como tantos
 otros, de aquella generación que, llegada la democracia, consiguió un 
determinado poder económico-social y/o político y que, desde ese mismo 
poder y supuestamente avalados por la libertad democrática por la que 
habían luchado, comenzaron a debilitar las bases de ese mundo que, como 
las Torres de Nueva York, no tardaron en caer. La lucidez de Alfonso, 
aunque en ciertos momentos marcada por los comprensibles excesos de la 
juventud, al referirse a sus padres contrasta con la ceguera que le 
domina en el momento de encaminar su futuro: una problemática relación 
amorosa a distancia con un hombre bastante mayor que él; el estudio de 
una carrera -derecho- que le desagrada pero que, en opinión de su padre,
 le abrirá las puertas al éxito profesional y social; la cerrazón de 
estas mismas puertas; la desubicación en una realidad que no comprende, 
pero tampoco quiere modificar. Alfonso no es un héroe clásico, más bien 
es un héroe fracasado con el que el autor no se muestra complaciente, 
pues, una vez caídas las torres, es necesario reconstruirlas.
La inmortalidad del cangrejo no
 llama al conformismo, todo lo contrario; el mundo se ha desmoronado, 
hace tiempo ya que comenzó la destrucción de una realidad que, 
seguramente, nunca llegó a ser a ser lo que ciegamente creímos que era. 
Ahora, lejos de desfallecer, toca levantarse y, con una inmortal 
perseverancia, seguir caminando sin dejarse abatir por la linealidad de 
la pasividad y la inoperancia. “La línea de la constelación del cangrejo se abate hasta detenerse y convertirse en duna y arena de desierto“; no hay que dejar que llegue el desierto y esta es la lección que deberemos aprender.
@AnnaMIglesia
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