Qué bien, qué bonito (Baile del Sol, 2013) es la primera novela publicada del escritor croata Ivica Prtenjaca (y, de momento, la única), un autor reconocido mayormente por su obra poética, pero que también ha publicado un libro de cuentos y una obra de teatro. Qué bien, qué bonito es asimismo la única obra de Prtenjaca (Rijeka, Croacia, 1969) volcada al castellano y no un acontecimiento su edición (cosa que desagradaría al propio Prtenjaca), pero sí una alegría, una bendita y gran alegría para sus lectores futuribles. La narración, que podríamos considerar tal que una nouvelle (137 páginas) cuenta la vida de un escritor de provincias, procedente de Rijeka, y que se viene a vivir a Zagreb, la capital de Croacia, a trabajar en una librería de inminente apertura. Así nos lo cuenta el propio narrador en la primera página: “Tengo treinta y cuatro años, por fin tengo trabajo. Venderé libros en una librería que acaba de abrir, pero siempre me he considerado, escritor”.
A Ivica, el narrador de Qué bien, qué bonito (y que comparte el nombre y diferentes datos biográficos con el propio autor) nos lo encontramos en las primeras páginas yendo camino de su trabajo, ilusionado -hasta cierto punto-, impaciente y preso de una precaria y engañosa esperanza. Así lo expresa él:“voy hacia mi trabajo, hacia un futuro mejor y hacia la seguridad. Voy a un lugar, a cualquier lugar. Y eso me basta”. Pero ese luminoso aserto se matiza pronto, con la laxitud del desasosiego: “planeo emborracharme cuando me llegue la primera paga”. Y es que nos encontramos con Ivica justo después de un período en el que “de verdad que me había hundido y humillado hasta el final” y ahora ha crecido, y no puede ya más tomar la excusa de la renuncia, sino que tiene que tirar hacia delante, como sea, evitando atragantarse con su propio veneno, nos dice. O emborrachándose para hacer llevaderos los tiempos muertos.
El protagonista del libro, Ivica (“Juanito”, su correspondencia española), es un hombre proclive a los ensueños y, poco a poco, nos va dejando ver muestras de su personalidad de raigambre tragicómica. Así su relación con la vida no es medular sino marcada por una geometría de equidistancias: tan lejos como cerca de todo, del amor, de la felicidad, de la dicha, del infortunio. Pero resulta cómico en su sarcasmo, Ivica, y, aún más, en una socarronería indeliberada; trágico en su belleza prístina, que surge en el lugar más imprevisto. Él lo expresa así: “la mentira no es más que una herramienta de la exageración, nada terrible”. Y sobre sus gustos, nos dice: “sentido del humor, eros, inteligencia, bondad y belleza”. Su jefa en la librería lo constata de un modo más prosaico: “contigo no le va a tocar la lotería a ninguna”.
Aparte de la misma ciudad de Zagreb (y a excepción de una visita final -fugaz- a Rijeka) hay dos lugares o espacios preferenciales -y simbólicamente exiguos- en la novela: la casa -alquilada- de Ivica y la librería donde trabaja. La librería, que se llama Gloria (nótese la guasa), abierta sin ningún anuncio ni publicidad y que no tenía más de cincuenta metros cuadrados, sirve para la convivencia de Daniela (la jefa), quien “se fumaba dos cajetillas de Ronhill blanco al día”, Iris, “estudiante de filología checa y literatura comparada sin terminar”, y él mismo, Ivica, “estudiante de filología yugoslava sin terminar, jugador de balonmano fracasado, poeta con dos libros publicados, un hombre que hacía tiempo había decidido ser escritor, hacía mucho tiempo”. Más tarde se les incorporará Mirna, “una estudiante de filosofía e indología […] una cría mimada de Zagreb“. La casa donde vive Ivica es un habitáculo mínimo, un piso de cuarenta y ocho metros cuadrados y que consiste en una habitación y media, un piso con balconcito y poco más, repleto de las pertenencias abandonadas por sus antiguos propietarios: sábanas, juegos de los niños, etc. Espacios mínimos, libertades ínfimas, que contrastan con la opulencia industrial de Zagreb, ciudad que alberga a más de la mitad de la industria en Croacia.
La trama de la novela se sustenta es el modo en el que Ivica tratará de sobrellevar su “completa soledad y aislamiento” y que le amarra a Zagreb y le subyuga, la manera en la que Ivica será capaz (o no) de matar el tiempo libre (que le ahoga) y ese sensación suya de no saber qué hacer consigo mismo, cómo bien manejarse. Y de cuál será el sortilegio poético (o la plegaria atendida, si se quiere) y la conjura casi mágica -el amor- que le permitirá salir de sí mismo, desatender a su malestar y a su soledad. Su modo de aceptar la natural sedimentación de unas cosas por sobre otras, esa gravedad que alienta la construcción de la historia individual y que le será proporcionado gracias a la intermediación casual de Ema, su vecina y estudiante de bachillerato, de diecisiete años y con la que tiene un romance que, como él mismo dice, le salva.
Estructuralmente la narración se va construyendo en torno a pequeños dilemas, leves lances, encontronazos livianos, comprimidos en capítulos breves, en torno a la media docena de páginas cada uno. Y, en ellos, los recuerdos, los sueños antiguos, las pérdidas. Así el enamoramiento infantil de Buga Busic, “una niña guapa, rubia, inteligente y callada, educada estrictamente y siempre formal”, la muerte de su amigo Kristian, la seducción fallida con Daniela, un robo en la librería, etc . Hay muchos y variopintos pasajes, algunos hermosos y poéticos, otros más humorísticos (algunos un poco forzados, como por ejemplo el capítulo “Día de tempo insólito”), los menos: dramáticos. Y es que hay un mantra que se repite en la narración de Ivica Prtenjaca y es este:“la mejor manera de no llorar es reír”. Pero hay muchas formas de reír y, además, la risa no tiene que provenir necesariamente de la comicidad, esa es la lección de Qué bien, qué bonito. La mayor de las virtudes de Prtenjaca, de hecho, es que provoca la risa que emana del propio deseo por reír, un afán que sosiega calamidades y desdichas, y no desde el nihilismo o la tristeza o la gracieta chusca.
Dice el traductor Francisco Javier Juez Gálvez en el prólogo que hay un rasgo que distingue a Prtenjaca y es “el optimismo de su aproximación a la novela, frente al sombrío pesimismo de sus colegas”. Un optimismo que, por establecer analogías para el lector español y con escritores de filiación más o menos parecida y con libros recientes en el mercado ibérico, sería equiparable al del Ugo Cornía de Sobre la felicidad a ultranza, pero menos forzoso y autoimpuesto (ergo más autoirónico). También podría pensarse en el Bora Cosic de El papel de mi familia en la revolución mundial, solo que bastante menos estrambótico. Diría, para que se me entienda, que estaría en la estirpe del primer Danilo Kis; es decir, no por la vía de Borges, sino de Schulz. O dicho de otra manera: Qué bien, qué bonito podría ser el bello epílogo para un cuento de hadas imposible en esta contemporaneidad nuestra, la del inútil y alocado mirar poético postmoderno que intenta resarcirse de la mediocridad de esas pequeñas vidas nuestras, casi cómodas, habituales y que nos colman “con su terrible, antiheroica estupidez”.
El protagonista del libro, Ivica (“Juanito”, su correspondencia española), es un hombre proclive a los ensueños y, poco a poco, nos va dejando ver muestras de su personalidad de raigambre tragicómica. Así su relación con la vida no es medular sino marcada por una geometría de equidistancias: tan lejos como cerca de todo, del amor, de la felicidad, de la dicha, del infortunio. Pero resulta cómico en su sarcasmo, Ivica, y, aún más, en una socarronería indeliberada; trágico en su belleza prístina, que surge en el lugar más imprevisto. Él lo expresa así: “la mentira no es más que una herramienta de la exageración, nada terrible”. Y sobre sus gustos, nos dice: “sentido del humor, eros, inteligencia, bondad y belleza”. Su jefa en la librería lo constata de un modo más prosaico: “contigo no le va a tocar la lotería a ninguna”.
Aparte de la misma ciudad de Zagreb (y a excepción de una visita final -fugaz- a Rijeka) hay dos lugares o espacios preferenciales -y simbólicamente exiguos- en la novela: la casa -alquilada- de Ivica y la librería donde trabaja. La librería, que se llama Gloria (nótese la guasa), abierta sin ningún anuncio ni publicidad y que no tenía más de cincuenta metros cuadrados, sirve para la convivencia de Daniela (la jefa), quien “se fumaba dos cajetillas de Ronhill blanco al día”, Iris, “estudiante de filología checa y literatura comparada sin terminar”, y él mismo, Ivica, “estudiante de filología yugoslava sin terminar, jugador de balonmano fracasado, poeta con dos libros publicados, un hombre que hacía tiempo había decidido ser escritor, hacía mucho tiempo”. Más tarde se les incorporará Mirna, “una estudiante de filosofía e indología […] una cría mimada de Zagreb“. La casa donde vive Ivica es un habitáculo mínimo, un piso de cuarenta y ocho metros cuadrados y que consiste en una habitación y media, un piso con balconcito y poco más, repleto de las pertenencias abandonadas por sus antiguos propietarios: sábanas, juegos de los niños, etc. Espacios mínimos, libertades ínfimas, que contrastan con la opulencia industrial de Zagreb, ciudad que alberga a más de la mitad de la industria en Croacia.
La trama de la novela se sustenta es el modo en el que Ivica tratará de sobrellevar su “completa soledad y aislamiento” y que le amarra a Zagreb y le subyuga, la manera en la que Ivica será capaz (o no) de matar el tiempo libre (que le ahoga) y ese sensación suya de no saber qué hacer consigo mismo, cómo bien manejarse. Y de cuál será el sortilegio poético (o la plegaria atendida, si se quiere) y la conjura casi mágica -el amor- que le permitirá salir de sí mismo, desatender a su malestar y a su soledad. Su modo de aceptar la natural sedimentación de unas cosas por sobre otras, esa gravedad que alienta la construcción de la historia individual y que le será proporcionado gracias a la intermediación casual de Ema, su vecina y estudiante de bachillerato, de diecisiete años y con la que tiene un romance que, como él mismo dice, le salva.
Estructuralmente la narración se va construyendo en torno a pequeños dilemas, leves lances, encontronazos livianos, comprimidos en capítulos breves, en torno a la media docena de páginas cada uno. Y, en ellos, los recuerdos, los sueños antiguos, las pérdidas. Así el enamoramiento infantil de Buga Busic, “una niña guapa, rubia, inteligente y callada, educada estrictamente y siempre formal”, la muerte de su amigo Kristian, la seducción fallida con Daniela, un robo en la librería, etc . Hay muchos y variopintos pasajes, algunos hermosos y poéticos, otros más humorísticos (algunos un poco forzados, como por ejemplo el capítulo “Día de tempo insólito”), los menos: dramáticos. Y es que hay un mantra que se repite en la narración de Ivica Prtenjaca y es este:“la mejor manera de no llorar es reír”. Pero hay muchas formas de reír y, además, la risa no tiene que provenir necesariamente de la comicidad, esa es la lección de Qué bien, qué bonito. La mayor de las virtudes de Prtenjaca, de hecho, es que provoca la risa que emana del propio deseo por reír, un afán que sosiega calamidades y desdichas, y no desde el nihilismo o la tristeza o la gracieta chusca.
Dice el traductor Francisco Javier Juez Gálvez en el prólogo que hay un rasgo que distingue a Prtenjaca y es “el optimismo de su aproximación a la novela, frente al sombrío pesimismo de sus colegas”. Un optimismo que, por establecer analogías para el lector español y con escritores de filiación más o menos parecida y con libros recientes en el mercado ibérico, sería equiparable al del Ugo Cornía de Sobre la felicidad a ultranza, pero menos forzoso y autoimpuesto (ergo más autoirónico). También podría pensarse en el Bora Cosic de El papel de mi familia en la revolución mundial, solo que bastante menos estrambótico. Diría, para que se me entienda, que estaría en la estirpe del primer Danilo Kis; es decir, no por la vía de Borges, sino de Schulz. O dicho de otra manera: Qué bien, qué bonito podría ser el bello epílogo para un cuento de hadas imposible en esta contemporaneidad nuestra, la del inútil y alocado mirar poético postmoderno que intenta resarcirse de la mediocridad de esas pequeñas vidas nuestras, casi cómodas, habituales y que nos colman “con su terrible, antiheroica estupidez”.
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