Pregunta: ¿Para qué sirve la poesía de Emily Dickinson? ¿Y la de Anne Sexton? ¿Y Plath, Hughes, Pizarnik, Salinas, Francisa Aguirre, Princesa Inca, Jesús Aguado? ¿Y la de Dylan Thomas, Matsuo Basho o Lois Pereiro? Sirven, entre muchas otras cosas, para leernos. Si nos dejamos hundir en el inframundo que, irremediablemente, la poesía debe crear para ser poesía, nos veremos reflejados en sufrimientos, en guerras, atrincherados y temblando con una taza de café en la mano. Eso con suerte. Si la poesía, en cambio, nos coge en un momento bajo, en un momento tierno, en un momento débil, sabremos además que no hay salvación posible. Todos los poetas mencionados lo sabían. La poesía de alguno de ellos era desgarradora, devastadora, demoledora. Hay poesía que alivia, hay poesía que tranquiliza. Después está la poesía que ablanda, que crece sola. Y después está la poesía que, sin parecerlo, sentencia. El poemario de Alejandro Palomas no puede posicionarse aunque, sin quererlo, sea al último de ellos al que se adhiera: no hay paz, aunque la guerra se disfrace como tal.
La nada, el desierto, lo árido. En frente: el todo, el oásis, lo mullido. La serpiente, el peligro. El conocimiento, la trampa. Y ese nombre, ese nombre que todos guardamos en la garganta, la cuchilla. Cuchilla tragada. Sangre. «Pasó la vida. / El ruido no», dice Alejandro. «Quizá la vida sea la grieta», añade. «cuando el verano extiende / sus venas yermas sobre / lo que ya no queda.» Qué hay entre el ruido y la vida. ¿Lo sabes tú? ¿Qué hay entre la furia, por ejemplo, y la indiferencia? ¿Duda? «duda donde miedo», nos dice. ¿Trincheras? «Habitando los huecos / que el ruido desecha. Entre líneas.» Eso es lo que hay, me digo: eso es lo único que puede haber. Un par de líneas mal leídas, mal pronunciadas, mal escritas. Un par de líneas entre las que siempre caemos y, de repente, sordos, ciegos y mudos, el tren que pasa, el tren que nos rebana, que nos desmembrena, que nos rechaza. Nadie nos enseñó a coger trenes. Nadie nos enseñó a buscar protección. Nadie nos dijo que vivir nos jodería la vida. Alejandro sí lo hace, sí nos lo dice.
«Quizá la vida sea la grieta». Sentencia. «Confundió el ruido / con la vida.» Sentencia. «A su espalda las voces / respiraron tranquilas. / En retirada.» En retirada. Sentencia. «Hay quien vive ocultándose / de lo que no vive, / esbozando posibles vidas / de estación en estación.» Sentencia. Porque siempre, siempre, siempre, frente a lo que no vivimos está lo que deseamos, que es lo que siempre rechazamos. Y la justificación espera en la punta de la lengua. La justificación es ese «entre líneas», allí donde no sucede la vida, allí donde está el ruido. «Entre la vida y el ruido, / el silencio entreteje el equilibrio.»
Lo que Alejandro Palomas escribe en este poemario es un aviso: «Pasó la vida. / El ruido no.» Lo que hace, a modo de fábula, a modo de guiño a la inocencia, es sacudirnos el letargo en el que vivimos, quitarnos la piel venenosa que se nos adhiere día sí y día también a esa nuestra verdadera piel, a nuestros pulmones, a la lengua que no pronuncia lo que quiere sino que repite lo que oye. En “Entre el ruido y la vida” está la valentía.
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