No han transcurrido ni 3 horas desde el despegue y en las pantallas el diminuto avioncito avanza despacio sobre el Atlántico. Píxel a píxel, lento pero seguro –pienso- aunque la verdad es que me parece una velocidad más propia de un paseo matinal de jubilados que de una máquina de ultraavanzada tecnología que, además, nos tiene que mantener a todos con vida. La paciencia, esa enorme virtud de la que siempre he carecido.
Es entonces cuando decido apartar estos pensamientos cogiendo mi libro.
Y lo saco del bolso, que he preparado como si en lugar de la soleada California, el destino de este vuelo de US Airways fuera el mismo Vietnam. Los ‘por si acaso’ son peligrosísimos y el miedo a carecer de cosas, por accesorias que éstas sean, también. Los chupa-chups de Cruyff, la libreta de Van Gaal, el teléfono rojo, la máscara de Hannibal Lecter… ¿Cuán importantes son los objetos banales comparados con el transcurso de la historia? No sé si me explico.
Saco el libro, decía, y me doy cuenta del riesgo que corro. Es el único que llevo conmigo en esta travesía que va a durar más de 20 días y prácticamente no sé nada de él. Se me antoja que la sensación debe ser parecida a la de casarse por conveniencia con un completo desconocido porque mi padre, cuyo criterio, por cierto, siempre ha dado entre miedo y risa, lo ha decidido así.
La analogía, por absurda que sea, hace que mire la portada con un horror inexplicable.
Mentira, algo sé. Si está aquí metido, entre decenas de trastos inútiles que cruzan el mundo conmigo, es por alguna razón. Fruto de alguna recomendación más bien vaga que ahora mismo soy incapaz de recordar. Tampoco conozco la editorial en cuestión. Puede que a los diez minutos de lectura lo quiera tirar
por la borda (es un decir: la despresurización y demás consecuencias infernales me dan un miedo atroz, aunque no sé si tanto como la boda imaginaria) y me quede sin nada que leer. Con las manos vacías. Y eso, que yo recuerde, no me ha sucedido nunca.
El vértigo –y la claustrofobia- se multiplican.
Desestimo todo eso porque la elucubración como modo de vida siempre me ha dado bastante pereza y abro el libro, preparada para lo peor. Leo las primeras 3 o 4 páginas. Y maldición, porque debido a mi estupidez de serie o quizás al estupendo cóctel de Trankimazín y cerveza que me he metido entre pecho y espalda hace un rato, no me doy cuenta de lo que cualquier lector con criterio advertirá al momento de empezar a leer Stoner: es la novena maravilla.
Tienen que pasar un par de días de jet lag espantoso para que, sentada en un escalón de la casa donde vivimos en San Francisco, con un cigarrillo en la mano, pasando un frío de cojones, reemprenda la lectura y lo vea. La historia de este tipo hace que no solo le quieras con toda tu alma en cuestión de sintagmas, sino que, por poco dado a la reflexión que seas, te plantees el sentido de la vida página a página.
Haya calma. No me estoy refiriendo a un bucle filosófico-existencial (leí la novela durante un viaje etilico-festivo por la costa americana, no jodamos) sino a lo que es capaz de despertar el recorrido vital de un personaje contado con toda la honestidad y la sensibilidad del mundo.
Porque William Stoner, ese campesino de origen más que humilde cuya vida cambia debido a los libros, es uno de los seres humanos literarios más fascinantes que jamás he conocido.
Con el permiso de Macbeth y el Quijote, claro.
Porque nada en su vida es extraordinario. Porque él no es ni de lejos un tipo brillante. Porque no solo no alcanza la fama sino que es el paradigma del hombre mediocre, por no decir del fracasado. Y aún así conoce la rabia, y el amor, y la pasión por lo que uno hace, y ese tipo de cosas por las que los mortales salimos de la cama todas las mañanas.
En esta novela no pasa nada. Nada en absoluto. Es la historia de una persona humana, de su relación con el mundo. Desde su infancia a su muerte. Podría espoilear uno detrás de otro los 5 o 6 pequeños hitos vitales que suceden en este lapso de tiempo y seguiría sin ocurrir nada. Hay que leerlo para entender lo que estoy contando.
Hay que leer esta joya que firmó el tejano John Williams en 1965 y que, constatando que el género humano no se caracteriza por su inteligencia desaforada, ha pasado medio desapercibida hasta ahora.
La historia de un tipo corriente, como tú o como yo.
No se me ocurre una compañía mejor para un road trip, sea en Dodge de camino a Las Vegas o sea en metro, en el trayecto de casa al trabajo, que por cierto es el mismo que el del trabajo a casa recorrido al revés, lo cual siempre anima.
Da igual.
El corazón en un puño.
La carne del alma de gallina.
Stoner, de John Williams: la literatura era esto.
http://cosasqueyamuerenbajoelsol.blogspot.com.es/2013/02/stoner-de-john-williams.html
El vértigo –y la claustrofobia- se multiplican.
Desestimo todo eso porque la elucubración como modo de vida siempre me ha dado bastante pereza y abro el libro, preparada para lo peor. Leo las primeras 3 o 4 páginas. Y maldición, porque debido a mi estupidez de serie o quizás al estupendo cóctel de Trankimazín y cerveza que me he metido entre pecho y espalda hace un rato, no me doy cuenta de lo que cualquier lector con criterio advertirá al momento de empezar a leer Stoner: es la novena maravilla.
Tienen que pasar un par de días de jet lag espantoso para que, sentada en un escalón de la casa donde vivimos en San Francisco, con un cigarrillo en la mano, pasando un frío de cojones, reemprenda la lectura y lo vea. La historia de este tipo hace que no solo le quieras con toda tu alma en cuestión de sintagmas, sino que, por poco dado a la reflexión que seas, te plantees el sentido de la vida página a página.
Haya calma. No me estoy refiriendo a un bucle filosófico-existencial (leí la novela durante un viaje etilico-festivo por la costa americana, no jodamos) sino a lo que es capaz de despertar el recorrido vital de un personaje contado con toda la honestidad y la sensibilidad del mundo.
Porque William Stoner, ese campesino de origen más que humilde cuya vida cambia debido a los libros, es uno de los seres humanos literarios más fascinantes que jamás he conocido.
Con el permiso de Macbeth y el Quijote, claro.
Porque nada en su vida es extraordinario. Porque él no es ni de lejos un tipo brillante. Porque no solo no alcanza la fama sino que es el paradigma del hombre mediocre, por no decir del fracasado. Y aún así conoce la rabia, y el amor, y la pasión por lo que uno hace, y ese tipo de cosas por las que los mortales salimos de la cama todas las mañanas.
En esta novela no pasa nada. Nada en absoluto. Es la historia de una persona humana, de su relación con el mundo. Desde su infancia a su muerte. Podría espoilear uno detrás de otro los 5 o 6 pequeños hitos vitales que suceden en este lapso de tiempo y seguiría sin ocurrir nada. Hay que leerlo para entender lo que estoy contando.
Hay que leer esta joya que firmó el tejano John Williams en 1965 y que, constatando que el género humano no se caracteriza por su inteligencia desaforada, ha pasado medio desapercibida hasta ahora.
La historia de un tipo corriente, como tú o como yo.
No se me ocurre una compañía mejor para un road trip, sea en Dodge de camino a Las Vegas o sea en metro, en el trayecto de casa al trabajo, que por cierto es el mismo que el del trabajo a casa recorrido al revés, lo cual siempre anima.
Da igual.
El corazón en un puño.
La carne del alma de gallina.
Stoner, de John Williams: la literatura era esto.
http://cosasqueyamuerenbajoelsol.blogspot.com.es/2013/02/stoner-de-john-williams.html
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