Jesús Aguado
En el último libro de José Antonio Moreno Jurado, «Cuadernos de un poeta en Mazagón. Divagaciones sobre la arena» (Baile del Sol), leo la historia de un hombre que espera. A ese hombre se lo encuentra Moreno Jurado todos los días en idéntico sitio, una esquina del centro de Sevilla, haciendo lo mismo: apoyarse en la pared con la vista fija en el otro lado de la calle. Así durante semanas y meses. Sin importar que haga frío, llueva o haga calor. Estación tras estación, año tras año. Imperturbable, abstraído, puntual. Desde la mañana temprano hasta las diez de la noche. Después de varios años asistiendo a ese espectáculo decide aclarar el misterio preguntándole a un vecino del lugar. Éste le cuenta que ese señor estaba muy enamorado, desde su juventud, de una camarera que trabajaba en un bar de enfrente, a la que sigue esperando sin importar o sin darse por enterado ni de la muerte de ella mucho tiempo atrás ni del hecho de que esa antigua cafetería llevara lustros siendo una sucursal bancaria. Según Moreno Jurado, sólo la muerte de ese hombre, acaecida treinta años después de que comenzara ese paciente aguardar a que la camarera terminara su turno, puso fin a su espera.
Treinta años de pie, apoyado en una pared y resistiendo las inclemencias del tiempo a causa de un amor que ya no está, viendo una cafetería que ya no existe, detenido en el sin-tiempo y en el sin-yo. Ese hombre, al que me resisto a calificar de loco, o cuya locura es un aviso para los navegantes que todavía creen en la razón a la hora de guiarse por un mundo tan desquiciado como el nuestro, fue una especie de héroe anónimo del silencio, del amor eterno (ese amor que no se fía de las apariencias, que gobiernan con tan mala mano los calendarios y los prejuicios, y que, por ser único, tiene que inventarse sus propias coordenadas espacio-temporales), de la fidelidad indesmayable y de muchas otras cosas que nos suenan, en efecto, a locura, pero que son marca de un alma templada, de un alma a prueba de desengaños y de superficialidades.
Ahora, en una sociedad que ha entronizado la prisa en todo y para todo (para las relaciones, para los sentimientos, para desplazarse, para pensar?), la esforzada espera de ese hombre es algo más que una metáfora o una invitación a replantearnos nuestro modelo de vida: es un grito callado, una voz de alarma. Porque la prisa mata y enloquece más que la espera (y por eso nosotros, el resto de los humanos, estamos más locos que ese hombre que se pasó treinta años sosteniendo una pared por amor a una camarera muerta) y porque haber olvidado el arte de la espera genuina, que es la espera sin esperanza, la espera serenamente desesperada de la que hablan los místicos y los poetas de todas las épocas, nos empobrece como especie y nos hace esclavos del tiempo sin darnos, a cambio, y para compensar, una mínima ración de eternidad.
Saber esperar es saber ser, es entenderse con el Ser, es difuminarse en lo esencial, ser lo esencial, es atreverse a catapultarse uno hacia su infinito y, una vez allí, a dialogar con lo Infinito que le contiene. Este hombre de la historia no se pasó treinta años esperando a su amor: se pasó treinta años infinitos amando y siendo amado en público por ella, treinta años de felicidad sin nada que ocultar. También en eso fue un héroe y un ejemplo.
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