Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir una reseña de Stoner (1970; Ediciones Baile del Sol, 2010), de John Williams. Me compré el libro en otoño de 2011, después de leer una reseña publicada en el Culturas de La Vanguardia, o en Babelia, no podría asegurarlo. Desde entonces, he recomendado este libro a multitud de amigos lectores, de los cuales ninguno me ha dicho aún que no le hubiera fascinado su lectura. Claro que cuando un libro se pone de moda, sobre todo si se trata del rescate de un autor hasta ahora desconocido en España, todo el mundo quiere apropiarse del “descubrimiento”. Aún hoy escucho de vez en cuando algún cliente de librería jactándose de haber “descubierto” a John Williams. “Sí, hombre. Este es el libro aquel del que te hablé, el que había publicado una pequeña editorial de Tenerife (Baile del Sol). ¿No te acuerdas? Ya ves que tengo buen ojo para los libros. Ahora lo ha publicado Edicions 62 en catalán –es decir, el mayor grupo editorial en catalán–”. Yo me limito a sentirme afortunado por haberlo leído y a dar las gracias a aquellos que realmente los descubrieron por dar fe públicamente de su calidad: Rodrigo Fresán, Enrique Vila-Matas, Robert Saladrigas, etc.. Sin embargo, los motivos por los cuales me entusiasmó no tiene mucho que ver con lo que he estado escuchando por ahí.
En realidad, el argumento de Stoner no es demasiado atractivo. Un antiguo profesor de literatura inglesa de la Universidad de Missouri nos cuenta su vida. Es decir, todo lo que sucedió para que William Stoner, el hijo de unos granjeros de Booneville, acabara licenciándose en artes en esa misma universidad, para que después de licenciado batallara durante décadas en las aulas de la Universidad, con sus altos y sus bajos, mientras esperaba una dirección de departamento que nunca llegaba. Y, sobre todo, para que un tipo en apariencia predestinado a ordeñar vacas y remojar cerdos acabara casándose con una señorita de buena sociedad y pudiera permitirse incluso, al cabo de los años, una aventura verdaderamente novelesca. Entiendo que su vida académica pueda resultar un tanto pesada para todo aquel que no esté un poco familiarizado con ese ámbito tan endogámico, pero John Williams consigue transformar su mundo en el de cualquiera de nosotros, con los triunfos y las derrotas, las ambiciones y las desesperanzas, las crisis de fe y los pequeños instantes de reafirmación que transcurren en toda “vida” profesional, sobre todo cuando esa parte de una vida se mezcla con la personal para formar una sustancia pegajosa e indisoluble. Desde el momento en el que Archer Sloan, su profesor de literatura, le hace comprender su futuro, nos vemos arrastrados a compartirlo con él como si fuera el nuestro. “¿Pero no lo sabe, señor Stoner? ¿Aún no se comprende a sí mismo? Usted va a ser profesor”. Kiko Amat dijo una vez, en una reseña sobre un libro de Dan Fante, que lo primero que tiene que hacer un escritor para escribir es vivir. Creo que lo dijo para marcar distancias entre los escritores “académicos” y los inspirados por una vida azarosa y terrible, como pudieran ser los Fante, o los Carver, o los Bukowski. Aunque estoy completamente de acuerdo con él, no puedo dejar de utilizar sus palabras para afirmar también todo lo contrario, o en todo caso para ampliar su significado. La vida de William Stoner, aunque pueda parecer limitada en un principio, aunque no transcurra entre botellas de whisky, conflictos paterno-filiales o dramas de cama, o entre las fronteras de algún lugar exótico, está tan repleta de experiencias vitales como pueda estarlo la de cualquier escritor “maldito”. Por de pronto, le permite aprender algo maravilloso sobre el amor, aunque al final su experiencia se limite a un matrimonio erróneo y una aventura pasional –en el sentido físico y en el espiritual– con una alumna madura.
“El amor, intenso y fijo, siempre había estado ahí. En su juventud lo había dado sin pensar, lo había dado al conocimiento que le había revelado –¿hace cuantos años?– Archer Sloane; se lo había dado a Edith, en aquellos primeros días tontos y ciegos de cortejo y matrimonio, y se lo había dado a Katherine, como si nunca antes lo hubiera hecho. Lo había ido dando, de manera extraña, en cada momento de su vida y quizás lo había dado más cuando no era consciente de estar dándolo. No se trataba de una pasión ni de la mente ni de la carne; era más bien una fuerza que comprendía a ambas, como si fuese, más que un asunto de amor, su sustancia específica. A una mujer o a un poema, simplemente decía: ¡Mira! Estoy vivo”.
Hay quién dice que está novela es la autobiografía camuflada de John Williams, y posiblemente esté en lo cierto. Pero eso no deja de aumentar su valor. Si el autor tejano está hablando de sí mismo, es decir, si se está desnudando antes todos nosotros sin importarle la flacidez de su carne ajada, entonces muestra una sinceridad, una ternura y una valentía tan enormes que solo se me ocurre felicitarle por ello. Si yo, algún día, consigo escribir sobre mí mismo igual que lo hace John Williams en Stoner, entonces podré estar seguro de que comprendí mi vida y, sobre todo, de que me gustó vivirla.
Leed este libro. No os arrepentiréis.
Stoner
John Williams
Traducción al español de Antonio Díez Fernández
Ediciones Baile del Sol
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