o recuerdo para nada el tiempo cuando me trajo al mundo pero
por apresurarse me trajo directamente al otro mundo.
ahora se esfuerza para que yo parezca vivo, que sufra menos,
apila a mi alrededor muebles y dolor,
paredes de escombros que ella espera que me vistan algún día,
para que parezca que yo también soy de este mundo.
no tiemblo más ahora con mi piel pero tiemblo ahora
con las paredes y tiemblo como si vistiera
sólo una camisa fina y mojada pegada a la espalda.
y mi casero también se dio cuenta
que tiemblo, porque tiemblo con las paredes de su casa
y un día me echará también de aquí
porque el sudor ya sale por la argamasa
y chorrea en su habitación.
si hubiera tenido también esperanza, este sótano de la buhardilla,
este pijama mojado de ladrillo y cal,
hace tiempo que se hubiera derrumbado sobre mí, se lo juro.
tengo que llamar a un médico, juro por Dios.
estoy tan empapado que tienen que pasarme por fuego.
no por casualidad, para poder desaparecer,
los griegos inventaron a los romanos.
el pequeño porcec
Todo
comenzó a los seis años, cuando decidieron sacarle a volar al pequeño Porcec.
Era domingo, verano y en el pueblo había fiesta. Le dijeron: ahora ya eres
grandecito, dentro de poco irás al cole, Porcec, tienes que aprender a bailar,
tienes que estar igual que los demás. Y la abuela le cogió de la mano y no le
soltó más, decidida a darle a Porcec aquel día el bautismo de la comunidad.
Cuando llegaron a la casa de cultura, el baile ya había comenzado. La abuela se
sentó en la banqueta adosada a la pared, como se sentaban todas las mujeres
mayores. Igual que en la iglesia, la abuela tenía también aquí su asiento fijo
solo suyo, como debían tenerlo todas las mujeres mayores. Formaban, por lo
lados, un círculo alrededor de los danzarines; por debajo de sus pañuelos
negros lanzaban miradas de aves de rapiña hacia ellos. Elogiaban o se mofaban.
Nunca se les escapaba nada. O por lo menos esto fue lo que sintió Porcec cuando
su abuela se sentó en la banqueta, al lado de las demás. Él se había quedado de
pie. A su altura, los danzarines desencadenados y ruidosos rodaban en un trote
violento, levantando el polvo del suelo a su paso como una manada aguijoneada
desde atrás hacia el matadero. Entonces, su miedo se soltó de repente, grueso
como la sangre que sale bruscamente por la nariz; y si la abuela le empujaría
en aquella maraña de pies, le aplastarían, le harían rodar como una pelota de
trapo, le harían trizas. Logró ver a su primo Anchidim lanzándose entre los danzarines
adultos con pasos seguros, como uno de ellos. Anchidim tenía seis o siete meses
menos que Porcec, pero había descubierto ya el secreto y el deleite del baile;
a él no le paralizaban las miradas escudriñadoras de las mujeres de los lados,
tenía a su pareja fuertemente agarrada con
sus manos, colorado por el placer de dar vueltas y orgulloso porque la gente le
estaba mirando. Y el miedo de Porcec creció y su primer impulso fue
desprenderse de la banqueta de la abuela y huir. Ahora sentía todos los ojos
clavados en él, inmóviles, un racimo de ojos del cual chorreaban hacia él olas
de mosto denso y pegajoso, pegándole los pies al suelo. La abuela le había
cogido de nuevo de la mano, ahora estaba dentro de una gran ave de rapiña,
ahora ya no había modo de escapar. Y las chicas de su edad le miraban también
reprobadoras y todas parecían muy buenas bailarinas y le despreciaban a él,
Porcec el inmóvil, Porcec el pipíolo. Y entonces la abuela, decidida como
siempre, se levantó de la banqueta y le empujó a Porcec a sentarse en su lugar.
Se fue directa a una chiquilla del tercero, una llamada Ica, la cogió de la
mano y la trajo delante de Porcec. Ica era menudita, feucha y amorfa, olía a
naftalina y se movía pesadamente. Quizá la abuela había elegido para Porcec más
bien una víctima que una pareja. Había querido que Porcec se sintiera el dueño.
El cuerpo de Porcec se convirtió en hielo. La camisa de Porcec se convirtió en
hielo. Las bonitas sandalias de Porcec se convirtieron en hielo. Las miradas le
rodearon por completo. Ya no podía escapar. No podía eructar la pelota de trapo de su garganta. En vez de
hacer todo esto, para parecerse a los demás, tomó la mano de la chiquilla y se
dirigió hacia el centro del círculo de danzarines. A perderse entre ellos. A
mezclarse con ellos y desaparecer. Ella le puso las manos en los hombros, como
tenían que hacer las muchachas. Él la agarró con sus manos por la cintura, para
parecerse a los hombres. Parece que así hay que comenzar. Así, aprobó con la
mirada, después de unos pasos, la muchacha. Así, Porcec cobró un poco de valor.
A su lado pasaron en un torbellino Anchidim y su menuda pareja. A Porcec le
pareció bonita la manera de bailar de Anchidim, pero en sus propios pasos – dos
a la izquierda, dos a la derecha – , como tenían que bailar todos los novatos
no encontraba ningún encanto. Y entonces, el pequeño Porcec decidió seguir el
ritmo de su primo Anchidim, probar la borrachera del auténtico bailarín,
olvidarse de las miradas de las mujeres sentadas por lo lados. Tomó impulso
para dar una vuelta, sus pasos se multiplicaron y se aceleraron y Porcec logró
incluso a dar una vuelta, como un bailarín verdadero. Pero en aquel momento,
sus manos se olvidaron de la chiquilla, la muchacha se desprendió, tropezó y se
cayó. Porcec volteó un instante más, solo, luego se enmarañó en el ovillo de
sus propios pies, rompió el círculo de danzarines y rodó en algún lugar debajo
de las banquetas adosadas a los lados.
Así
fracasó la presentación de Porcec en la sociedad en paso de baile. El mundo se
rió de él durante mucho tiempo, y él se dio cuenta que aquél ya no era su
mundo. Porcec intentó bailar unas cuantas veces a lo largo de los años, pero
nunca logró hacerlo de verdad. Es decir olvidarse de sí mismo y dejarse llevar
por el baile. Nunca logró transmitir a sus parejas una pizca de euforia. El
ritmo de sus movimientos quedó caótico; el pequeño Porcec, el de los seis años,
siempre tropezaba y se caía, aterrado y suplicando, en el cuerpo del Porcec de
hoy. Año tras año, domingo tras domingo, cuando había baile en el pueblo,
Porcec se alejaba de los demás con el alma en el suelo, se retiraba en los lavabos
públicos y encendía un cigarrillo. Era lo único que había aprendido de las
personas adultas. En la oscuridad del aseo, Porcec imaginaba un baile
apasionado y nunca visto, en el que él, Porcec, era insuperable. En realidad,
Porcec jamás bailó ese baile.
En
cambio, aprendió a disimular. A parecer que no es distinto de los demás. Sus
placeres se volvieron solitarios y culpables. Llegó a ser un adolescente
sonámbulo y extraño. La alegría y la salud de los que le rodeaban le
ensombrecieron totalmente.
Leyó
libros. Se empecinó en comprender por qué a él, al joven Porcec y luego al
adulto Porcec, a pesar de todos sus intentos de parecerles conversador y
divertido a los otros, la risa le sonaba ronca y la conversación grotesca. En
él ya nada tuvo un ritmo natural ni simplicidad. Apenas en el trigésimo cuarto
año de su vida, Porcec tuvo la osadía de comprenderse plenamente a sí mismo.
Entonces le fulminó el recuerdo del baile de los seis años y entonces Porcec
odió con toda su fuerza al pequeño Porcec que, a los seis años, al fallar en su
primer baile, les había negado a todos los Porcec que se sucederían en el mismo
cuerpo desde los siete a los setenta años, cualquier comienzo.
La
abuela de Porcec murió hace tres años. Porque la quiere, la odia todavía y la
echa de menos. Desde ese momento, aunque alguna vez lograse hacer algo en la
vida, ya no tendrá a quién mostrarle sus pequeños triunfos. Ya no tendrá jamás
a nadie ante quien rehabilitarse.
Los
últimos años, Porcec empezó a modelar, en el desván oscuro de su casa, manos de
escayola. Son manos de distintos tamaños y diferentes expresiones. Algunas son
manos muy grandes y robustas, parecen que quisieran agarrar eternamente en sus
tenazas la cintura de la muchacha de seis años, que no se les escape. Otras son
manos vacilantes y delgadas, sus manos verdaderas. Hay también una mano
gigantesca, autoritaria, justa, castigadora, de uñas grandes como unos ojos,
entre sus manos de escayola será talvez la abuela o el buen Dios. Pero entre
esas manos no hay ninguna bella. Todas son monstruosamente diferentes de las
manos humanas. Pero es posible que esto se deba también a la oscuridad del
desván de su casa.
porcec:
se prevén reveses regulares para este verano.
el pasado decae y está claro que de un año como éste
ya no disfrutaré nunca más.
se prevén reveses grandes este verano, se lo juro.
el otoño apenas se mantiene bajo el esternón
y la cirrosis en el hígado.
aunque fuese solo por eso
bendito sea el no nombre del señor.
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