Marina Sanmartín
Pla
Baile del
sol
116
páginas
10€
ISBN:
9788492528363
He ido leyendo La vida después en
el metro estos tres últimos días. Durante este tiempo siempre ha habido alguien
que se me ha acercado para preguntarme de qué trata el libro y puedo prometer
que es la primera vez que me pasa. La interrogación era causada por la portada
del libro y el título. Es decir, Baile del sol hizo bien su trabajo, y reconozco
que no suele hacerlo ni siquiera regular. De hecho, cuando abrimos el libro ya
vemos la mano inequívoca de una editorial que no ha mantenido la calidad de su
catálogo como seña de identidad. Ellos han apostado más por la cantidad que por
la calidad.
Pero, en ese paisaje desierto de
literatura que ha conseguido crear la editorial canaria, puedes encontrar
pequeñas joyas. Esto es lo que pasa con el libro de Marina Sanmartín, conocida
por algunos de vosotros como Fallera Cósmica. Si
obviamos las erratas que tan amablemente nos ha cedido Baile del Sol para que
juguemos a las diferencias (qué está bien escrito y qué mal), las historias que
narra Sanmartín están llena de susurros y estímulos para los
sentidos.
El cielo de la ciudad se convierte,
curiosamente, en un protagonista más. Los techos abuhardillados son los testigos
presenciales de un dolor que se repite en todas las historias, el del abandono,
el de la pérdida, el del desamor. Todos los personajes están abocados a
convertirse en perdedores profesionales. Todos y cada uno tienen una forma de
ser propia que les condiciona, les subraya.
En todo el libro hay un homenaje nada
velado a alguno de los autores más importantes de la historia de la literatura:
Cortázar, Nabokov, ¿Auster? La radical forma de llamar a las cosas por su nombre
que tiene la narradora valenciana acercan aún más unas historias que ya nos
tocan como algo personal, antes incluso que en su forma, en su
fondo.
El modo que tiene Sanmartín de trasladar
la melancolía a un terreno que nos es común, pero que, a la vez, nos es incómodo
de mirar. La soledad de todas las vidas se convierte en la desesperación del que
va caminando sin esperar más que un cielo que le sea
propicio.
Así nos dibuja la autora la vida después
del amor. Y el camino que se comienza a raíz de lo perdido es un camino marcado
por el temblor de los cuerpos frente a otros cuerpos a los que asirse, sacar el
máximo provecho, exprimir hasta la muerte o el
desconsuelo.
Lo más impactante de este libro es que,
como le ocurre al Miró minimalista, todos conocemos este tipo de historia, todos
las hemos vivido, cualquiera podría haberlas escrito, pero sólo a ella se le ha
ocurrido y, no sólo eso, las ha dotado de la capacidad de los sentidos. El amor
nos es cosa de follar, ni siquiera de sexo, ni siquiera del propio amor, sino
que es la suma de todos los sentidos hasta conformar un único sentimiento que es
contradictorio e impredecible.
La narrativa de Sanmartín no está hecha a
base de retazos, sino que todo el libro está cosido con un mismo hilo maleable y
único que no encuentra orillas mal cosidas, ni pespuntes mal dados.
El de Marina Sanmartín es un nombre más a
tener en cuenta en la nómina de cuentistas españoles que están surgiendo en los
últimos tiempos y que rubrican una obra primeriza de una solidez
inusitada.
Te descubro por casualidad, al entrar en la habitación en
busca de unas braguitas que llevarme a la ducha. No te das cuenta de que abro la
puerta y me quedo observándote en silencio. Estás en la ventana, todavía en
pijama, mirando a la calle sentado sobre el baúl azul, estampado de flores
amarillas. Fumas. Te has liado un pitillo antes de llegar hasta aquí para
salirte del mundo y contemplarlo desde fuera con esa expresión tan tuya de
cargar con el peso de todos los secretos.
Mientras me acerco a ti para abrazarte, sé que te gustaría que esto pasara en blanco y negro; que tú y yo nos moviéramos dentro de una película de la Nouvelle Vague. Como Seberg y Belmondo, sin otra cosa que hacer en este domingo de otoño que enredarnos entre las sábanas de nuestra cama deshecha y perdernos en un diálogo que, de tan cotidiano, sonaría al público artificial... sí, tendríamos público y actuaríamos “al margen”. Me lo explicaste una vez, seguro que ya no te acuerdas, cuando nos queríamos con la fuerza del principio de las historias. Hacíamos cola delante de la taquilla de la filmoteca y, para entretenerme, me explicaste que con frecuencia los personajes de la Nouvelle Vague actúan en circunstancias de excepcionalidad, “dentro de un paréntesis”. En aquel momento me pareció que salía con el hombre más culto del planeta; ahora estoy detrás de ti y voy a abrazarte para contarte al oído lo que se me acaba de ocurrir, pero tú te adelantas y me pides que te deje solo.
Si fueras Belmondo, ese “déjame” querría decir cuánto me quieres; equivaldría a la petición solapada de un abrazo que, aunque también sería rechazado, en el fondo me agradecerías. Sin embargo no voy a adivinar más.
Me pides que me vaya y me despiertas, así que salgo hacia la ducha y te dejo descalzo con la tarde que cae, envasado al vacío, fuera de tiempo mientras empieza la vida después de nosotros.
Mientras me acerco a ti para abrazarte, sé que te gustaría que esto pasara en blanco y negro; que tú y yo nos moviéramos dentro de una película de la Nouvelle Vague. Como Seberg y Belmondo, sin otra cosa que hacer en este domingo de otoño que enredarnos entre las sábanas de nuestra cama deshecha y perdernos en un diálogo que, de tan cotidiano, sonaría al público artificial... sí, tendríamos público y actuaríamos “al margen”. Me lo explicaste una vez, seguro que ya no te acuerdas, cuando nos queríamos con la fuerza del principio de las historias. Hacíamos cola delante de la taquilla de la filmoteca y, para entretenerme, me explicaste que con frecuencia los personajes de la Nouvelle Vague actúan en circunstancias de excepcionalidad, “dentro de un paréntesis”. En aquel momento me pareció que salía con el hombre más culto del planeta; ahora estoy detrás de ti y voy a abrazarte para contarte al oído lo que se me acaba de ocurrir, pero tú te adelantas y me pides que te deje solo.
Si fueras Belmondo, ese “déjame” querría decir cuánto me quieres; equivaldría a la petición solapada de un abrazo que, aunque también sería rechazado, en el fondo me agradecerías. Sin embargo no voy a adivinar más.
Me pides que me vaya y me despiertas, así que salgo hacia la ducha y te dejo descalzo con la tarde que cae, envasado al vacío, fuera de tiempo mientras empieza la vida después de nosotros.
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