domingo, 28 de noviembre de 2010

Los que llegaron. ARDER EN EL INVIERNO de Marcelo Luján

 M-109. Narrativa. 2010. 104 páginas. ISBN: 978-84-92528-93-6. 10 €.

Hace unos años recibí en mi correo electrónico una nota de un joven autor que me escribía desde España y me proponía, como presentación, un texto de su blog. Como tengo el defecto de ser buena corresponsal, me cuido mucho de iniciar cualquier tipo de intercambio de mensajes. Leí el texto, que se llamaba «Anillos», y decidí que me encontraba frente a un narrador meritorio, con el que valía la pena establecer comunicación. Había leído el primer texto de lo que sería, con el tiempo, este libro.
Arder en el invierno es breve pero intenso. Está estructurado en tres partes en las que aparece un texto por cada letra del alfabeto. En las secciones del libro se repite la estructura, retomando los títulos y excavando en los temas. A través de un clima onírico, cargado de melancolía, se cuenta y no se cuenta una desoladora historia de amor, que es también una historia de nostalgia por el terruño, que es también poesía, que es también pasión por la mujer y por el fútbol, por la infancia y por el mate, y contiene ese delicado entusiasmo por el fracaso que define la buena literatura: Marcelo Luján sabe, como cualquier escritor de raza, que ninguna historia humana termina bien.
Hay zonas geográficas en que las fronteras se vuelven difusas y uno no puede estar tan seguro de que está en un país y no en el otro. Así nos sucede a los buenos lectores con ciertos libros a los que es difícil encasillar en un género determinado. ¿Poesía? ¿Minificción? ¿Prosa poética? ¿Cuento breve? ¿Qué importa, en tanto los
textos sean de alta calidad literaria, en tanto la lectura sea profunda, gozosa, perturbadora y feliz? Ese es el efecto que propone Marcelo Luján con Arder en el invierno.
Ana María Shua

3. Cartografías
Soy el mapa que no conviene consultar: el que desvía y desorienta y pierde. El mapa de la ciudad que no existe, de la capital que no gusta, del pueblo perdido en medio de la provincia más olvidada. Soy el croquis de una villa hundida en la mejor miseria. La Vía Láctea que se apaga cuando me mirás. Si no te entiendo,
si no sé leer en el papiro chamuscado de tu geografía, tampoco sabré caminar hasta la entrada del convento donde una vez fuiste estrella. Saco la lupa del bolsillo y miro bien el sonido de la cruz: ahí está la guarida. Y es ahí adonde tengo que ir. Pero me cuesta porque me vendieron un GPS trucho. Falso. En realidad no me
lo vendieron sino que lo robé: no tenía plata y pegué el manotazo certero y salí disparado como una flecha del negocio de las oportunidades. Es importante la brújula en las noches de tormenta. Camino erróneo, camino equivocado, camino descaminado. Abro el planisferio y lo extiendo sobre la mesa: la luz del candil
es amarilla y me recuerda letra por letra a tu nombre: también amarillo y pegajoso. El frío me ciega: el pasado es el frío. Y yo soy el mapa que nadie (en su sano juicio) debería tener en cuenta.

52. Xenofobias
El chino que vende los pollos flacos —asados— en la esquina de tu casa no es chino: es tailandés. Pero te da igual. El otro día fuiste a decirle que a ver cuándo iba a traer pollos de tamaño normal y el chino soltó una sonrisa que lo mismo valía para decir sí que para decir por qué no te vas a comprar a otro chino. Después
le pediste una lata de gaseosa de regalo. El chino te la dio: la oferta era esa y te la dio. Pero tuviste que pedírsela. Vende barato el chino. Y pregunta poco. Nada, no te pregunta nada y comprarle los pollos flacos con la guarnición y la lata de regalo es facilísimo y rapidísimo. Tiene una calculadora en el cerebro que le impide equivocarse aun bajo cualquier tipo de presión, sea ésta económica o espacial. También vende carne. Carne de vaca. Pero eso ya no se lo comprás porque el mito te lo impide y porque de la cocina —siempre que vas— salen miles de chinos y chinas y chinitos constantemente. No saludan y se empujan bastante cuando coinciden detrás del mostrador. Ah, y no son chinos sino tailandeses. En la otra esquina de tu casa hay una rotisería atendida por sus dueños. Son argentinos. Gritan y hacen chistes absurdos mientras
atienden a la clientela. Fuiste una vez: era invierno y la noche se te había venido encima como una nube de polvo. Compraste empanadas y una fugazzeta chica. No regalaban nada. Ni la hora. Y te cobraron caro: pagaste con un billete de cincuenta y al otro día, cuando quisiste pagarle al chino de los pollos flacos, caíste en la cuenta de que los compatriotas te habían dado mal el vuelto.

www.arderenelinvierno.blogspot.com

http://www.marcelolujan.com/ 
http://ellaberintodenoe.blogspot.com/2010/06/arder-en-el-invierno-nuevo-libro-de.html

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