jueves, 24 de enero de 2019

Entrevista a Sergio Artero

domingo, 13 de enero de 2019

Entrevista a Ken Bugul


36 AÑOS DESPUÉS
Ken Bugul, la malquerida de Dakar

La escritora senegalesa reedita su primera novela, ‘El baobab loco’


Ken Bugul durante su conferencia en Canarias (Casa África)

ÁNGELES JURADO19/06/2018



Escribió en las calles senegalesas, desahuciada por su familia y repudiada por la buena sociedad, y se las ingenió para encontrar la luz en un cuaderno que garrapateaba a lápiz, rodeada de otras almas perdidas. Ken Bugul, la que nadie quiere, acaba de presentar una nueva edición de su primera novela, El baobab loco, traducida por Antonio Lozano y publicada por Baile del Sol/Casa África. En su puesta de largo en la Feria del Libro de Las Palmas de Gran Canaria, recordó cómo la violencia del patriarcado la redujo a una triste caricatura de sí misma, un animalito éxotico y complaciente al que se dirige a golpes. No pasó en Dakar, Nairobi o Yuba: sucedió en la civilizada París. El mensaje final que dejó flotar en el aire amable de junio tenía el dulce perfume de una pasión por la vida que rompió barreras, escandalizó a sus contemporáneos y abrió vías de libertad urgente para otras mujeres.

Dos euros. O, lo que es lo mismo, 1.315 francos CFA. Esa fue la limosna que un excompañero de clase depositó en su sucia mano un día, al verla mendigando en una calle de Dakar.

Ella vivía en la calle desde hacía un tiempo. Enferma mental y desahuciada por su familia, ignoró el estigma de “sintecho” y se concentró en todo lo bueno: disfrutaba de una constelación de estrellas como dosel de su cama imaginaria, del poder absoluto sobre su tiempo y de la libertad que da el saberse meticulosamente extirpada del rígido mapa social de una ciudad provinciana, pacata, casi reaccionaria. Llegaba de Europa y de vuelta de todo: drogas, soledad, prostitución, amor libre, abandono, violencia de género, racismo y enfermedad mental, entre otras cosas. Tomó aquel puñado de francos CFA con los que podría procurarse un plato de comida caliente para adquirir un cuaderno y un lápiz. Armada con ambos, vomitó todo el dolor que la quemaba por dentro y así nació Ken Bugul, la malquerida. Hoy confiesa que echa de menos vivir en la calle, amarrada a su cuaderno, con una lluvia de estrellas fugaces reflejándose en sus gafas.

Ken Bugul se llama en realidad Mariètou Mbaye Biléoma y abrió sus desmesurados ojos castaños por primera vez en Ndoucoumane, Senegal, en plena temporada de lluvias de 1948. “Allí siempre hace calor y siempre hace frío”, escribiría después, recordando que su padre sacrificó dos corderos para festejar su llegada al mundo, última hija de un anciano matrimonio musulmán. En su texto rememoraría cómo, de niña, la dejaban jugando sola al sol, embalsamada en “un calor murmurador como el canto del grillo en los matorrales del Nguer”. Describiría cómo se extendía en la arena junto a un baobab protector, buscando tesoros entre los hierbajos resecos y las piedras con sus dedos curiosos.

Ken Bugul eligió su infancia como punto de partida de El baobab loco y de su trayectoria como escritora, con diez títulos y el Gran Premio Literario del África Negra en su haber. En su primera novela vertió el desvalimiento con que la impregna una soledad acuciante y dolorosa, olvidada por un padre decrépito y abandonada por su madre a los cinco años. También se reconcilia con el mundo, adoptada por la escuela colonial francesa y los antepasados galos, que le pintaron de blanco el corazón. Y llega a la demencia en el momento en que descubre el bruñido ónice de su piel en la mirada ajena y sufre el racismo y la violencia de género en la pretenciosa Europa.

“Escribir este libro fue una cuestión de necesidad personal”, explica Ken Bugul.

En una época en que los estudios poscoloniales, el feminismo o la identidad no eran parte de las preocupaciones de muchos escritores, de manera autodidacta e instintiva, Ken Bugul se volcó en el impacto sobre las africanas de la alienación cultural de la colonización francesa. No era una reflexión habitual. Sobre todo, si procedía de la pluma de una mujer negra.

“Una mujer no debía plantear la cuestión identitaria: era como si una mujer no pudiera tener otra identidad que ser simplemente una mujer”, expone, recordando la época en que publicó su primer libro y de paso, rompió con todas las convenciones y los tabúes. “Mi novela fue muy escandalosa, pero eso también le procuró éxito. Ese libro tiene 36 años y sigue funcionando, planteando cuestiones contemporáneas”, dice.

La historia de El baobab loco se despereza entre el período colonial en el que nació Ken Bugul y el de las independencias, en la década de los 70 del siglo pasado. “La situación de la africana se alteró durante el período colonial”, precisa la autora. “Antes, las mujeres no tenían un problema mayor, ya que representaban una gran fuerza en África. Pero la colonización afecta especialmente a las mujeres, a las que había que acallar. Hablo no sólo de la colonización occidental, sino también de las nuevas religiones. Ya teníamos el Islam, que vino a quebrar a las africanas. Enseguida, llegó el ciclo colonizador occidental con el catolicismo, que quiso hacer lo mismo. Hubo una colonización mental: la alienación y asimilación de las africanas al sistema patriarcal occidental y la alteración de su posición social, que era fuerte en el continente”. Y concluye: “Nuestros problemas de hoy en día vienen de la religión y de la colonización”.

Además de reivindicar la vigencia de su texto y recontar su historia personal y literaria desde la sabiduría de la distancia, Ken Bugul aprovechó su visita a Canarias para proclamar la universalidad de las letras que nos empeñamos en etiquetar como africanas. Se quejó de que las condenemos a un huequito especial, segregado, de nuestros salones del libro y de que en ocasiones representemos a todo un inmenso y variado continente con un cartel en el que se puede apreciar un exótico león dibujado. “Es como si existiera una manera de escribir africana y otra europea”, protesta ella. “Incluso en la francofonía, hay debates que se están volviendo cada vez más violentos, porque a los africanos se les pone siempre aparte. Eso significa un prejuicio, una falta de visibilidad y que no se conozca mejor al continente ni su literatura, que se exotiza. Hay una nueva generación de escritores africanos contemporáneos que hacen cosas extraordinarias en materia de escritura, pero siempre somos víctimas de la etiqueta”.

Ken Bugul significa “la que nadie quiere” en wolof, su lengua materna. Pretendía ser un seudónimo que confundiera a los censores al disfrazarla de hombre. A cubierto de él, podía dinamitar los fundamentos del patriarcado en varias sociedades y explicar las experiencias traumáticas que le quebraron el alma: la violencia machista, la prostitución, el racismo, las drogas. El anonimato duró poco, gracias al éxito de sus palabras impresas. Hoy, la adoptan como referente muchas africanas que descubrieron que se puede salir del corsé de los prejuicios y las normas ajenas y experimentar el hecho de ser mujer desde la libertad. Mujeres, africanas y de otras tierras, que se apropian de su refrescante locura, su independencia y una pasión vital a prueba de cataclismo



viernes, 11 de enero de 2019

Reseña de CIEN CENTAVOS de César Martín y de EL VERANO DEL ENDOCRINO de Juan Ramón Santos en El Asombrario

La ‘parte positiva’ del intolerable tren a Extremadura

El tren de Badajoz con destino Madrid del pasado día 1 de enero, tras salir con 1 hora de retraso, se averió en mitad del campo cerca de Navalmoral. Foto: Extremaduraenred.
El tren de Badajoz con destino a Madrid del pasado día 1 de enero, tras salir con 1 hora de retraso, se averió en mitad del campo cerca de Navalmoral. Foto: Extremaduraenred.
A pesar del miedo real que se ha instalado entre los viajeros a quedarse tirados en medio de la noche y la nada, el autor reivindica una pronta solución y confiesa que este 2019 seguirá viajando a Extremadura en tren. “Me parece el medio de transporte más civilizado después de la bicicleta. La simbiosis con la lectura es perfecta, uno se dejar llevar por el paisaje, que se desliza cuando levantas la vista de las páginas”.
No sé cuántos libros habré leído en el trayecto de tren que va de Madrid a Plasencia. Han sido muchos años. Desde la época en la que empecé a estudiar Periodismo, a finales de los ochenta, hasta hoy.
De los libros que leí en 2018 hay dos de autores extremeños que, por distintos motivos, me gustaron especialmente, Cien centavos, de César Martín, y El verano del endocrino, de Juan Ramón Santos. Ambos están publicados por Baile del Sol, una editorial encomiable que, calladamente y con el único criterio de la calidad, lleva apostando desde hace más de 25 años por la literatura periférica, por autores españoles de hoy, tanto de narrativa como de poesía o ensayo. Sin olvidar a nuestros vecinos africanos, con los que la editorial mantiene una fértil relación, entre otras cosas porque la sede de este pequeño sello está en Canarias.
De Cien centavos, con prólogo entusiasta de José María Cumbreñome habló un día Gonzalo Hidalgo Bayal en la librería Puerta de Tannhäuser, en Plasencia. Y, como tantos lectores, le estaré eternamente agradecido por la recomendación. Hidalgo Bayal ha sido uno de los grandes valedores de César Martín y de esta obra que reúne una buena parte de sus cuentos, aunque algunos se acerquen más a la reflexión o incluso al artículo periodístico. El propio Martín, salmantino pero que vivió y trabajó como profesor de instituto en Jaraíz de la Vera hasta su prematura muerte, habla en uno de los textos, Cuaderno, del proceso de escritura de esta especie de diario. “Empecé el cuaderno algo estragado por la larga novela, bastante cansado de tratar durante tanto tiempo a los mismos personajes; me propuse cambiar de tema cada dos páginas, cambiar de género cada vez que me apeteciera y tantear registros con la libertad de quien no se ha propuesto algo importante”. Esa libertad, en todo caso, quizás encaja bien con esa idea del postcuento que abraza el escritor Eloy Tizón. Cuentos, postcuentos, reflexiones o artículos, poco importa la etiqueta, o el género, porque todos los textos incluidos en este cuaderno están atravesados por una escritura sobresaliente.
Martín me deslumbra por su capacidad de observación, por su ironía, por su callada erudición, por su vasta cultura literaria, que entrevera con anécdotas cotidianas, por su mirada compasiva hacia sus paisanos, a quienes a veces convierte en personajes, una mirada que contrasta con la que tiene en otras ocasiones hacia eso que podemos llamar “el mundillo literario” y el canon establecido. Los textos de este cuaderno, dice el autor, están escritos “sin mucho encumbramiento ni pretensiones, redactados en una prosa que es de su tiempo y que no aspira a la hermosura ni a la sorpresa, salvo excepciones, porque tampoco en esto he querido adoptar actitudes tajantes y hay días en que uno se levanta con ganas de sorpresa y hasta de hermosura”.
Y sí, estamos ante un libro hermoso, en el que Martín se lamenta de que nos robaran Francia, cuando el país vecino había sido nuestro referente cultural durante años. Un libro que puede y debe leerse como si uno comiera cerezas, texto a texto, por puro placer. Cien Centavos puede concebirse como un diario íntimo y también como una novela. En uno de los textos, que lleva ese título, escribe el autor: “Creo que la ventaja del diario sobre la novela es que la novela es, por así decirlo, una ilusión de segunda mano”.
Y ya que menciono a Hidalgo Bayal, creo que El verano del endocrino es la novela más bayaliana del escritor placentino Juan Ramón Santos. Los ecos de Paradoja del interventor o Nemo, dos de las grandes novelas de Bayal, resuenan en la última historia de Santos, quien regresa al espacio imaginario que desarrolló en sus anteriores narraciones largas, Biblia apócrifa de Aracia y El tesoro de la isla. Escrita con una prosa envolvente y en un tono casi de novela picaresca, El verano del endocrino cuenta la llegada de un extraño personaje a Labriegos. Su relación con los vecinos, que a falta de otro nombre comienzan a llamarle El Endocrino, le llevará a ejercer de detective amateur, pero la historia da un giro sorprendente cuando la Tierra, inesperadamente, se detiene un día de agosto. El Endocrino, a quien bien podríamos emparentar con el Quijote, aprovechará este acontecimiento para indagar en los límites de la naturaleza humana. El verano del endocrino, escrita con un gran pulso narrativo, es una novela muy entretenida, en la que su autor se adentra en los límites del conocimiento, de lo que somos y lo que nos espera, de lo que es verdad, de la ilusión de la que están hechos los sueños.
Estos libros, como decía, los leí en 2018, en el mismo tren que dejó varadas a casi 200 personas en un descampado el otro día, en plena noche, sin agua, ni comida, ni calefacción. Pero a pesar del miedo que se ha instalado entre los viajeros, un miedo real, este 2019 seguiré viajando en este tren. Porque después de la bicicleta, el tren me parece el medio de transporte más civilizado, y por tanto más ecológico. La simbiosis con la lectura es perfecta, uno se dejar llevar por el paisaje, que se desliza cuando levantas la vista de las páginas. Lo que ves se confunde entonces con lo que imaginas, con el mundo que sale del libro que tienes entre manos. Uno puede levantarse del asiento, pasear incluso, escuchar música o dormirse con el ronroneo de la marcha, aunque en los últimos tiempos los móviles hayan matado gran parte de este encanto.
En la década de los ochenta el primer gobierno socialista, el de González y Guerra, decidió –y fue una decisión nefasta para el futuro de España, equiparable a mantener la escuela concertada– cerrar numerosas vías regionales –entre otras la Ruta de la Plata–, las que de verdad vertebran el país, y apostar por la alta velocidad. Ahí comenzó a romperse España. La alta velocidad era una apuesta de relumbrón, movida por el mismo impulso de quienes son pobres pero se compran ropa falsificada, de marca, solo para aparentar. Era el momento previo a los fuegos artificiales del 92. España debía parecer el país más moderno del mundo, debíamos mostrar al mundo que nos habíamos quitado la caspa para siempre y que ya no nos olían los calcetines, como aseguraba Vázquez Montalbán. Luego se desvaneció todo y tuvimos que esperar a la burbuja inmobiliaria para que volviéramos a sentirnos ricos de nuevo.
Desde hace años, los sucesivos gobiernos han prometido a Extremadura un Ave, que en su origen iba a unir Madrid con Lisboa. Con la crisis, el país vecino decidió abandonar el proyecto para momentos más halagüeños, pero el Ministerio de Fomento optó por seguir adelante. En las planificaciones, las obras se aplazan un poco más. Mientras tanto, el tren que une Extremadura con la capital de España está cada vez más degradado, con algunas vías que son de finales del XIX. Son frecuentes los retrasos, las averías, el miedo (real) a que el tren te deje tirado en medio del campo, de noche o de día, en verano o en invierno.
Los extremeños, que en general somos poco reivindicativos (a pesar de la aparente controversia, en el fondo siempre hemos envidiado la capacidad de lucha que ha tenido la sociedad catalana, por ejemplo), parece que hemos salido de nuestro letargo ancestral y nos hemos manifestado en varias ocasiones por un tren digno. No necesitamos un Ave. Solo un tren que nos lleve y no nos descuelgue para siempre del futuro.
LOS QUIERO


miércoles, 2 de enero de 2019

Reseña de El verano del endocrino, de Ramón Santos en La enseñanza es el contagio de una pasión

(Tenerife, Baile del Sol, 2018)


El verano del Endocrino no es un libro único si no, debido a su carácter multisignificativo, muchos libros en uno. Globalmente, es el resultado de una elaboración literaria que expone la obsesión del ser humano, materializada en el Endocrino, por dilucidar los enigmas del mundo y del universo ante los que se encuentra solo, sin recursos intelectuales para comprender sus enigmas, lleno de intranquilidades ante el cambio de las cosas y atiborrado de dudas mientras intenta comprender sus porqués, a través de la observación, la reflexión personal y la ciencia.

Y también el libro es el reflejo de la capacidad de asombro del ser humano ante lo desconocido, que necesita constantemente colmar descubriendo las bellezas, las sorpresas y los enigmas de la naturaleza, de la cual siente que forma parte como un elemento grandioso y frágil al mismo tiempo. Así el libro es un ir constante del Endocrino (el ser humano) a la búsqueda de respuestas como típico hombre renacentista para, una vez comprendida la realidad, ordenarla y aclarar su comprensión del mundo, observando, descubriendo y mostrando una ávida curiosidad por saber qué hay más allá de la línea del horizonte.

El libro, además, es un escaparate de la diversidad de caracteres, que muestran la complejidad de abarcar la comprensión del ser humano reduciéndolo a un talante estándar. De esta manera, por sus páginas pasan numerosos prototipos como el indolente (guardabosque), el romántico entusiasmado (el Endocrino), el descabellado (el Maestro), el calculador (parecido al personaje de El buscón, que iba montado en una mula trazando figuras geométricas para calcular la estocada más certera)… y toda una sucesión de personajes extravagantes como aquellos que se encontró en su caminar Don Quijote. Cada uno, sin embargo, cumple su función en el mundo con sus voluntariosos y loables intentos de superación, sus magros aciertos y sus crasos errores pues, como decía aquel, el ser humano viene al mundo sin libro de instrucciones y todo lo tiene que aprender por él mismo tropezando al menos dos veces en la misma piedra.

Así, después de leer en el libro sobre tantos personajes raros que se mueven en mundos creados por ellos, se llega a la conclusión de que lo que ha sucedido es una inversión del hecho literario, o sea, el loco parecido al Alonso Quijano de El Quijote no es el Endocrino sino el mismo autor, Juan Ramón Santos, que ha sido víctima de su propia creatividad y deambula en el libro por las regiones etéreas de la creación entre ficciones y realidades, extremos entre los que oscila la mente humana, despistado aparentemente y despistando al lector conscientemente para producir lo que en Teoría Literaria se llama extrañeza literaria, es decir, literatura. Le presenta al lector una realidad que este no identifica con la que conoce porque, aunque ciertamente es la realidad (montes, árboles, gallinas, ovejas, cabras, riachuelos, personas…), muchos detalles no encajan, resultan extraños y eso es lo que produce el placer estético hable de lo que hable y lo haga de la manera que lo haga: “Allí decidieron pararse, holgazanas, las cabras. Y, mientras olisqueaban matojos y ensayaban entre piedra y piedra, los saltos y piruetas propios de su condición, el endocrino…”.

Aunque, en un principio, parece ser que el autor solo deseaba elaborar una novela donde reflejar la atracción sentida por su admirado Don Quijote (el Endocrino sale del pueblo a buscar respuestas, usa una bacinilla de sombrero...), pero luego sus lecturas de la Biblia, de la leyenda de los falsos profetas y la llegada del Mesías verdadero, la Mitología, El Principito, Nieblade Unamuno, Tractatus de Wittgenstein, Tres tristes tigres de Cabrera Infante, Conversación de Hidalgo Bayal… le han exigido estar también referenciadas y, de tanto novelar imaginando irrealidades, ha acabado desbordado por su propio poder creativo escribiendo literatura. Don Quijote arremete contra molinos de viento y eso resulta sorprendente al lector pero, a pesar de ser una locura sin sentido, no abandona la lectura sino que continúa leyendo con mayor avidez por la extrañeza que le provoca tan descabellada acción… Y es que así es la misma vida, llena de contradicciones, momentos dulces, devociones y locuras. Y lo que aplica el autor de El verano del endocrino es el Arte por el Arte, el placer de escribir por el simple hecho de narrar, describir, exponer y entablar diálogos sin límites ni condiciones. Nada más y nada menos. Es decir, esto es lo que hace el loco (literariamente hablando, claro) de Juan Ramón Santos. ¡Bendita su locura!

Por este motivo, conforme se avanza (lentamente, por cierto) en la lectura de El verano del Endocrino se va detectando que el autor disfruta, ríe calladamente, se enternece y llega a asombrarse de su misma capacidad redactora con la que agranda o achica al personaje, lo aúpa o lo hunde a su antojo, lo hace inmortal o lo destruye. De ahí que, a veces, llegue a ser una novela desquiciada y esperpéntica, un pasatiempo lleno de verborrea narrativa, finura expresiva y calidad lingüística con sabor a experimento literario. No obstante, el libro también es una escaparate donde el autor saca a relucir su hipótesis sobre su concepción de la existencia, a través de la cual expone la idea de que el ser humano no es uno sino todos al mismo tiempo y cada personaje representa una parcela de su personalidad o es el mismo individuo en etapas distintas de la existencia. Este desdoblamiento explica que, entre el discurrir narrativo, el autor deslice críticas a temas presentes como la comida basura, la palabrería de los políticos o el ser humano artificial que se ha olvidado de su procedencia natural.

Juan Ramón Santos
En cuanto a la riquísima expresión, El verano del Endocrino es un extraordinario alarde de lengua narradora y de redacción impecable, pulcra, segura, exquisita, elaborada y de alta calidad: “al conversar con él uno tenía la sensación de que aun pudiendo abarcar mucho más, limitaba deliberadamente el ámbito de sus opiniones, el perímetro conceptual de sus discursos, como si en cada situación adaptara la hondura de sus consideraciones a la capacidad de su interlocutor” (17). Y todo el discurso narrativo no solo se encuentra perfectamente engarzado sino también salpimentado con una fina ironía, tan general en el libro que el lector a veces se pregunta: “¿esto va en serio?”. No obstante, hay que entender que el libro es la narración pura, el gusto por contar deleitando y, además, con el firme convencimiento del autor de que debe hacerlo con soltura y con gracia (a veces, amarga). Sirvan de ejemplo los episodios estrambóticos de la visita a la presa de Cárdeno, la torre de vigilancia forestal o el campamento scout, que son productos del fluir imaginativo del autor creando historias encadenadas, inverosímiles, ficticias, literarias, con las que se está divirtiendo y, a la vez, creando en total libertad. También se encuentran en todo el libro excelentes descripciones como la del ambiente dinámico de la construcción del poblado de la presa y de su posterior declive, ejemplo de medida redacción y de agilidad narradora, y de otros episodios rocambolescos que se suceden sin solución de continuidad y dejan al lector agotado, pero ahíto de placer estético: “El Maestro sacó del bolsillo un metro, comprobó la longitud del libro, […] tomó un fino y reluciente serrucho , […] comenzó a serrar con energía y sin contemplaciones el volumen, que en menos de un minuto cayó mutilado” (144).

En resumen, Juan Ramón Santos en El verano del Endocrino reúne en sus páginas toda su experiencia lectora de El Quijote, hecho que es patente, pero también de otros libros que le han descubierto la cultura ancestral de los contadores de historias, la indagación de los presocráticos, el sentido docente de los cuentos medievales, la curiosidad renacentista, el desconcierto barroco, el orden racionalista, el idealismo romántico, la búsqueda de respuestas científicas, la transparencia realista y la búsqueda de nuevos caminos expresivos de las Vanguardias. No obstante, el Endocrino, como ser humano que ha buscado esforzadamente y no ha encontrado las respuestas que necesitaba para comprenderse y entender el mundo, termina reconociendo su fracaso: “Quise ser Prometeo, pero lo único que hice fue el gilipollas” (211).

Quizás este hecho explique el loco dinamismo de El verano del endocrino, que envuelve con papel de regalo el fracaso existencial del ser humano y lo disimula camuflándolo en un ejercicio literario que a Juan Ramón Santos, excepto la intranquilidad citada, le resulta grato y placentero, porque le ha supuesto dejar libre su imaginación y sentir el placer de no estar sujeto a nadie ni a nada, si acaso a la concepción del Arte (en este caso a la escritura) como puro juego y nada más. Y es que en El verano del endocrino Juan Ramón Santos, aun exponiendo su mayor preocupación existencial, ha disfrutado del placer de narrar por narrar.

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