viernes, 11 de enero de 2019

Reseña de CIEN CENTAVOS de César Martín y de EL VERANO DEL ENDOCRINO de Juan Ramón Santos en El Asombrario

La ‘parte positiva’ del intolerable tren a Extremadura

El tren de Badajoz con destino Madrid del pasado día 1 de enero, tras salir con 1 hora de retraso, se averió en mitad del campo cerca de Navalmoral. Foto: Extremaduraenred.
El tren de Badajoz con destino a Madrid del pasado día 1 de enero, tras salir con 1 hora de retraso, se averió en mitad del campo cerca de Navalmoral. Foto: Extremaduraenred.
A pesar del miedo real que se ha instalado entre los viajeros a quedarse tirados en medio de la noche y la nada, el autor reivindica una pronta solución y confiesa que este 2019 seguirá viajando a Extremadura en tren. “Me parece el medio de transporte más civilizado después de la bicicleta. La simbiosis con la lectura es perfecta, uno se dejar llevar por el paisaje, que se desliza cuando levantas la vista de las páginas”.
No sé cuántos libros habré leído en el trayecto de tren que va de Madrid a Plasencia. Han sido muchos años. Desde la época en la que empecé a estudiar Periodismo, a finales de los ochenta, hasta hoy.
De los libros que leí en 2018 hay dos de autores extremeños que, por distintos motivos, me gustaron especialmente, Cien centavos, de César Martín, y El verano del endocrino, de Juan Ramón Santos. Ambos están publicados por Baile del Sol, una editorial encomiable que, calladamente y con el único criterio de la calidad, lleva apostando desde hace más de 25 años por la literatura periférica, por autores españoles de hoy, tanto de narrativa como de poesía o ensayo. Sin olvidar a nuestros vecinos africanos, con los que la editorial mantiene una fértil relación, entre otras cosas porque la sede de este pequeño sello está en Canarias.
De Cien centavos, con prólogo entusiasta de José María Cumbreñome habló un día Gonzalo Hidalgo Bayal en la librería Puerta de Tannhäuser, en Plasencia. Y, como tantos lectores, le estaré eternamente agradecido por la recomendación. Hidalgo Bayal ha sido uno de los grandes valedores de César Martín y de esta obra que reúne una buena parte de sus cuentos, aunque algunos se acerquen más a la reflexión o incluso al artículo periodístico. El propio Martín, salmantino pero que vivió y trabajó como profesor de instituto en Jaraíz de la Vera hasta su prematura muerte, habla en uno de los textos, Cuaderno, del proceso de escritura de esta especie de diario. “Empecé el cuaderno algo estragado por la larga novela, bastante cansado de tratar durante tanto tiempo a los mismos personajes; me propuse cambiar de tema cada dos páginas, cambiar de género cada vez que me apeteciera y tantear registros con la libertad de quien no se ha propuesto algo importante”. Esa libertad, en todo caso, quizás encaja bien con esa idea del postcuento que abraza el escritor Eloy Tizón. Cuentos, postcuentos, reflexiones o artículos, poco importa la etiqueta, o el género, porque todos los textos incluidos en este cuaderno están atravesados por una escritura sobresaliente.
Martín me deslumbra por su capacidad de observación, por su ironía, por su callada erudición, por su vasta cultura literaria, que entrevera con anécdotas cotidianas, por su mirada compasiva hacia sus paisanos, a quienes a veces convierte en personajes, una mirada que contrasta con la que tiene en otras ocasiones hacia eso que podemos llamar “el mundillo literario” y el canon establecido. Los textos de este cuaderno, dice el autor, están escritos “sin mucho encumbramiento ni pretensiones, redactados en una prosa que es de su tiempo y que no aspira a la hermosura ni a la sorpresa, salvo excepciones, porque tampoco en esto he querido adoptar actitudes tajantes y hay días en que uno se levanta con ganas de sorpresa y hasta de hermosura”.
Y sí, estamos ante un libro hermoso, en el que Martín se lamenta de que nos robaran Francia, cuando el país vecino había sido nuestro referente cultural durante años. Un libro que puede y debe leerse como si uno comiera cerezas, texto a texto, por puro placer. Cien Centavos puede concebirse como un diario íntimo y también como una novela. En uno de los textos, que lleva ese título, escribe el autor: “Creo que la ventaja del diario sobre la novela es que la novela es, por así decirlo, una ilusión de segunda mano”.
Y ya que menciono a Hidalgo Bayal, creo que El verano del endocrino es la novela más bayaliana del escritor placentino Juan Ramón Santos. Los ecos de Paradoja del interventor o Nemo, dos de las grandes novelas de Bayal, resuenan en la última historia de Santos, quien regresa al espacio imaginario que desarrolló en sus anteriores narraciones largas, Biblia apócrifa de Aracia y El tesoro de la isla. Escrita con una prosa envolvente y en un tono casi de novela picaresca, El verano del endocrino cuenta la llegada de un extraño personaje a Labriegos. Su relación con los vecinos, que a falta de otro nombre comienzan a llamarle El Endocrino, le llevará a ejercer de detective amateur, pero la historia da un giro sorprendente cuando la Tierra, inesperadamente, se detiene un día de agosto. El Endocrino, a quien bien podríamos emparentar con el Quijote, aprovechará este acontecimiento para indagar en los límites de la naturaleza humana. El verano del endocrino, escrita con un gran pulso narrativo, es una novela muy entretenida, en la que su autor se adentra en los límites del conocimiento, de lo que somos y lo que nos espera, de lo que es verdad, de la ilusión de la que están hechos los sueños.
Estos libros, como decía, los leí en 2018, en el mismo tren que dejó varadas a casi 200 personas en un descampado el otro día, en plena noche, sin agua, ni comida, ni calefacción. Pero a pesar del miedo que se ha instalado entre los viajeros, un miedo real, este 2019 seguiré viajando en este tren. Porque después de la bicicleta, el tren me parece el medio de transporte más civilizado, y por tanto más ecológico. La simbiosis con la lectura es perfecta, uno se dejar llevar por el paisaje, que se desliza cuando levantas la vista de las páginas. Lo que ves se confunde entonces con lo que imaginas, con el mundo que sale del libro que tienes entre manos. Uno puede levantarse del asiento, pasear incluso, escuchar música o dormirse con el ronroneo de la marcha, aunque en los últimos tiempos los móviles hayan matado gran parte de este encanto.
En la década de los ochenta el primer gobierno socialista, el de González y Guerra, decidió –y fue una decisión nefasta para el futuro de España, equiparable a mantener la escuela concertada– cerrar numerosas vías regionales –entre otras la Ruta de la Plata–, las que de verdad vertebran el país, y apostar por la alta velocidad. Ahí comenzó a romperse España. La alta velocidad era una apuesta de relumbrón, movida por el mismo impulso de quienes son pobres pero se compran ropa falsificada, de marca, solo para aparentar. Era el momento previo a los fuegos artificiales del 92. España debía parecer el país más moderno del mundo, debíamos mostrar al mundo que nos habíamos quitado la caspa para siempre y que ya no nos olían los calcetines, como aseguraba Vázquez Montalbán. Luego se desvaneció todo y tuvimos que esperar a la burbuja inmobiliaria para que volviéramos a sentirnos ricos de nuevo.
Desde hace años, los sucesivos gobiernos han prometido a Extremadura un Ave, que en su origen iba a unir Madrid con Lisboa. Con la crisis, el país vecino decidió abandonar el proyecto para momentos más halagüeños, pero el Ministerio de Fomento optó por seguir adelante. En las planificaciones, las obras se aplazan un poco más. Mientras tanto, el tren que une Extremadura con la capital de España está cada vez más degradado, con algunas vías que son de finales del XIX. Son frecuentes los retrasos, las averías, el miedo (real) a que el tren te deje tirado en medio del campo, de noche o de día, en verano o en invierno.
Los extremeños, que en general somos poco reivindicativos (a pesar de la aparente controversia, en el fondo siempre hemos envidiado la capacidad de lucha que ha tenido la sociedad catalana, por ejemplo), parece que hemos salido de nuestro letargo ancestral y nos hemos manifestado en varias ocasiones por un tren digno. No necesitamos un Ave. Solo un tren que nos lleve y no nos descuelgue para siempre del futuro.
LOS QUIERO


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