Modo de ser de las buenas personas
La posguerra canaria, en las islas mayores y en las islas llamadas menores, no fue un paseo vigilado sino una impresionante expresión de desprecio a los vencidos. Avanzada la guerra ya se vio venir ese apetito de venganza contra la República y los republicanos, con los encarcelamientos arbitrarios, las palizas públicas, las persecuciones y las burlas de aquellos que estuvieron en contra de las sucesivas formas que fue tomando el golpe que finalmente encauzó Franco para que durara más y, también, para que fuera más cruel.
Se trataba de dar ejemplo a los tibios, de conducir a la masa, a la que se fue convenciendo de que estaban en peligro Dios, la patria y el rey, a un exterminio general de aquellos que aun tuvieran la tentación de defender sus ideales. En un tiempo, entre nosotros, los canarios, prosperó la idea de que aquí no había habido derramamiento de sangre. Naturalmente, eso no fue cierto, pero cuando una dictadura se asienta todo lo que es mentira se convierte en verdad, y todo lo que es verdad se oculta o se prohíbe.
Ya ha habido entre nosotros mucha literatura, histórica, poética, novelística, que ha borrado la presunción de que esta plataforma de islas fue una balsa de aceite, y muchos protagonistas de los hechos que quisieron ser borrados han contado las tristes consecuencias de ser republicano o de izquierdas en las islas Canarias, desde Gran Canaria a La Gomera, desde El Hierro a Fuerteventura, desde Tenerife a Lanzarote y a La Palma. De esos hechos terribles, de esas penalidades o vejaciones, hay testimonio en los pueblos (en mi pueblo, el Puerto de la Cruz, abofeteaban en la calle y sin motivo a cualquier sospechoso de ser rojo) y también en las capitales, y aunque hubiera sido tarde en el tiempo (nací en 1948) yo mismo fui testigo, en mi lugar de nacimiento y también en Santa Cruz, de vejaciones que aún me da vergüenza contar.
Ahora acaba de publicarse una novela de enorme impacto sentimental al respecto, Garajado, de Ernesto Rodríguez Abad, publicada por Baile del Sol. Marcada por la poesía y por las consecuencias del espanto que causan las persecuciones que él recuenta, la novela se centra, desde la ficción, en lo que sucedió en Los Silos, que es su pueblo en la isla baja de Tenerife. De Los Silos es su hermoso paisaje asustado por un mar embravecido, de olas norteñas y subversivas, sus cuevas y sus rocas, pero el ámbito (sentimental o realista) se puede trasponer al clima que se vivió en el Archipiélago desde que iba ganando la guerra el que había sido Capitán General de Canarias.
El clima que hizo posible el miedo y la furia que dominó las islas está contenido, desde la realidad, por toda la novela, pero sobre todo por una página imprescindible, tan útil para que no se duerman aquellos episodios, en las que el autor recoge lo que, en 1937, publicó La Gaceta de Tenerife, que era, escribe Ernesto, “un cuchillo que se clavaba en las entrañas” de su personaje. Este es el párrafo: “Volvió [el protagonista] a releer el trozo de periódico en el que su hermana le había traído un trozo de pan con queso. Estaba ajado y arrugado, pero se leía perfectamente: ´He dicho en ocasiones anteriores que masones, judíos, socialistas, comunistas…, todos los que hasta el momento presente no han abjurado de sus equivocaciones y fatales sentimientos, deben ser fusilados sin piedad, porque así lo exigen la dignidad de nuestros sentimientos, la realidad del momento, la sangre generosa de nuestros hermanos y la lealtad que debemos a nuestro país…” Informa Ernesto que esas palabras fueron dichas (“vomitadas”) por un comandante de infantería en el discurso que ofreció en el Teatro Leal de La Laguna.
Aquella rabia manchó la guerra, la convirtió en el suceso más triste de la historia de España, un símbolo mayor del odio que se ha vivido entre nosotros, y fue en las islas como un esparadrapo que, durante decenios, mandó a callar a muchos ciudadanos dignos que o fueron perseguidos o encarcelados o fueron amenazados desde todas las instituciones, incluida la Iglesia o los ayuntamientos, para que tuvieran cuidado de que lo que advertía aquella soflama sobre los fusilamientos no recayeran sobre ellos o sobre sus familias.
Hay muchas maneras de escribir un libro, y muchísimas de escribir una historia tan escalofriante como la que se ha propuesto rescatar Ernesto Rodríguez Abad. Él ha optado por la poesía, por la minuciosa identificación de los sentimientos para llegar al centro del drama, que contiene amor y desdén, pero también realidad y miedo, descripción del paisaje y también voluntad de ir adentro del paisaje que se queda después de una devastación.
Aunque él se reserva como narrador, y escribe en la tercera persona que lo convierte a la vez en juez y testigo, es imposible no imaginarlo a él mismo en la escritura moral y comprometida de ese libro, pues como persona es él muchas veces ese contador asustado que no termina de creerse los distintos grados de crueldad que hubo también en la posguerra entre nosotros.
Y no es extraño que sea así, que él se vea herido por esa historia que no vivió en primera persona pero de la que debió saber por sus antepasados; y no es extraño porque si hay, en nuestro universo de escritores, alguien con capacidad para empatizar con los perseguidos de la historia este es Ernesto Rodríguez Abad. Benefactor de su pueblo, para el que ha inventado festivales, reuniones, acciones callejeras que convierten Los Silos en un lugar rabiosamente literario, es también una buena persona. Esta definición, tan en desuso, es de muy conveniente rescate para gente tan noble como él, capaz de echarse a un lado para que otros pasen, que es educado y solícito incluso con aquellos que no le van a devolver nada, y que conserva, en su mirada, en su modo de ser, la bondad antigua e irrompible de aquellos que siempre quieren que los demás sean no sólo justos sino también felices. Es el modo de ser de las buenas personas, de las que él es un ejemplo extraordinario.
Este libro, que tanto recomiendo, es tambié un retrato de Ernesto; lo he leído como si lo estuviera viendo leer sus cuentos en el festival de cuentacuentos que él se inventó en Los Silos. Y alguna vez, sin que esto manchara ni mucho menos la novela, parece que lo he visto llorar sobre esas páginas impresas que recogen momentos muy graves de la historia civil de las islas Canarias.
Juan Cruz Ruiz
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