El siglo de la gran prueba
Jorge Riechmann
Baile del Sol, 2013. Colección “Textos del desorden”
ISBN: 978-84-15700-87-6
166 páginas
12 €
Alejandro Luque
Quienes sean lectores asiduos de Jorge Riechmann estarán familiarizados con esa escritura que, más que ensayística, se asemeja a un cuaderno de notas. Notas, eso sí, producto de la meditación larga y aguda, y rara vez de apresurados raptos de inspiración. Ello permite que el lector se acerque a estos libros sin los prejuicios que suelen acompañar a los libros de un filósofo, aunque no se recomienda consumir estos apuntes como quien come pipas, si se aspira a un óptimo aprovechamiento: su alto contenido nutritivo lo desaconseja. Prueben, si no, con El siglo de la gran prueba.
Cada uno de los trece bloques que integran el volumen aborda una cuestión más o menos concreta, aunque la digresión se permite tanto como la licencia lírica, el testimonio personal comparte pared con el aforismo y tiene como vecino de arriba a la cita textual. El primer capítulo, “¿Socialismo en el siglo XXII?”, es una clara declaración de intenciones: para el autor, el sistema capitalista es del todo inviable a medio plazo, y esta inviabilidad es doblemente inquietante si tenemos en cuenta que para la inmensa mayoría de la gente es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Consciente de la devaluación de la que ha sido objeto el término socialismo en las últimas décadas, Riechmann solo concibe la salvación del planeta desde una postura ecosocialista, que atienda a la sociedad más allá del puro abastecimiento mercantilista sin descuidar la conservación del medio ambiente.
Le sigue un doble elogio de la poesía, primero en forma de homenaje a Juan Gelman y luego como reflexión general -“¿Por qué la poesía… con la que está cayendo?”- que defiende el verso como herramienta de conocimiento y trinchera moral. Tras una serie de anotaciones sobre arte y civismo y una crítica a la posmodernidad, entramos en sendos capítulos sobre Nietzsche y la moral de la transgresión, y otro sobre poesía y filosofía con ideas tan felices como esta: “Dónde estoy, pregunta la filosofía; qué raro encontrarnos aquí, observa la poesía”.
A Riechmann cabe agradecerle la claridad, la amenidad y la concisión, esa gran deferencia para con nuestro tiempo, que tanto escasean en las obras de algunos colegas. Sus anotaciones sobre un viaje a Grecia –”El coche atropelló al gatito, el autobús esquivó a la tortuga”– constituyen un delicioso cuaderno de viaje, como las páginas escritas en un bucólico retiro en Bubión de las Alpujarras, “Un árbol de cien años para una casa de cien años”, que vio la luz como adelanto el año pasado en la revista Sibila.
Parece difícil no estar de acuerdo en casi todo con este poeta, profesor y traductor de notables logros –le debemos a René Char y a Henri Michaux, entre otros–, y pepitogrillo de largo recorrido; difícil no comulgar con esa denuncia contra la sinrazón del mercado, contra la estupidez de las masas ciegas y la desvergüenza de los gobiernos. Uno cierra las páginas de El siglo de la gran prueba comprometiéndose, y lo digo sin ningún sarcasmo, a cocer cuatro huevos en el mismo cazo en lugar de uno, a usar los folios por las dos caras y a no abandonarse al chorro del agua caliente de la ducha, por mucho frío que haga afuera. Insisto, lo digo sin ánimo de broma: el autor nos ha convencido –como lo hace a su manera Mauro Corona en Fin del mundo equivocado, por citar otro título reciente– de que si no queremos vivir como si fuésemos los últimos inquilinos de la Tierra, hay que empezar a pensar en el legado que dejaremos a los nietos. Y eso incluye, cómo no, cobrar conciencia de nuestro papel ciudadano, político y cultural, sin buenismos, sí, pero sin confundirnos acerca de dónde está el mal.
Aunque la prosa de Riechmann cede en muy contadas ocasiones a la retórica mitinera (ese legítimo pero innecesario en un ensayo “compañeros y compañeras…”) y al ramalazo de la autoayuda paulocoelhiana (“Llega a ser el que eres/ Llega a habitar el lugar donde vives./ Llega a pensar tus propios pensamientos…”), los desacuerdos que puedan plantearse, al menos por la parte que me toca, son producto del propio estilo del madrileño, que en general no parece hablar desde el púlpito, sino que estimula el debate. Por ejemplo, cuando lamenta que a John Berger o a Gore Vidal “no los publican ya en EE.UU.” por conciencias incómodas, incurre en un viejo prejuicio progresista, el de pensar que el Imperio acalla a sus críticos al viejo estilo censor. Si entrara, por ejemplo, en la web de Barnes & Noble, comprobaría que cualquier estadounidense tiene a su alcance más de un centenar de títulos de Vidal, y otros tantos de Berger. Hace rato que el capitalismo entendió que era mucho más efectivo darle voz a estos subversivos y ponerlos al lado de, pongamos por caso, Belén Esteban: problema resuelto.
Otro asunto discutible es el alegato anti-nietzscheano que acapara las páginas centrales del volumen. Estoy seguro de que sé mucho menos de Nietzsche que Riechmann, que además puede leerlo en versión original. Pero me parece que su crítica al autor de Así habló Zaratustra se basa en el temor de que sus lectores lo tomen como código moral o guía práctica para conducirse por la vida. ¿Por qué no estudiarlo como reflejo de una época, como producto genuino del tiempo y el mundo en que vivió, un mundo por cierto no del todo periclitado? “Se puede, de forma coherente, ser nietzscheano y banquero en Wall Strret”, escribe el autor. “No se puede, de forma coherente, ser obrero –o campesino- y nietzscheano”. La sentencia es redonda, pero tiene trampa: la apelación a la coherencia. Y Nietzsche es la pura contradicción: ¿Por qué no lo empleamos para analizar las múltiples contradicciones de nuestra clase obrera? Es una sugerencia, repito, desde el atrevimiento de la ignorancia.
Termino con un desacuerdo más, y pido que no se engañen pensando que los desacuerdos ocupan más espacio en esta reseña que los acuerdos: éstos están en el libro, léanlo. Riechmann visita el Museo Arqueológico de Atenas durante cuatro horas. “Haría falta una semana, a razón de cuatro o cinco horas diarias, para visitarlo en condiciones (…) Pero el visitante promedio de un museo como éste medirá su atención en segundos…”. Bueno, todos hemos sentido alguna vez eso, la impotencia de querer verlo todo y el desprecio hacia la mirada vaga y huidiza del tan denostado turista. Pero, ¿realmente queremos ver “todo” el museo? ¿Cuál sería el cálculo equivalente para el British Museum? ¿Y cómo pretendería mantener la atención más allá de esas cuatro horas, durante varios días? Personalmente, creo que el error está en haber entregado los museos a los visitantes foráneos, y limitarnos a visitarlos solo cuando nos atrae el reclamo de una gran exposición temporal. Y que el sentido de un museo no es –no ya, habida cuenta de lo saturados que están todos– darse un atracón, sino visitarlo muchas veces, con ojos distintos, con diferentes compañías. Esto no solo redundará beneficiosamente en dichos espacios, también permitirá un disfrute mayor. Y si hay que ir a Atenas, se va todo lo que haga falta.
En fin, ya ven que el libro de Riechmann da para mucho, pero lo fundamental ya se ha dicho: sí, nos la jugamos. Del pozo económico en el que nos hallamos no nos sacará el mismo sistema que nos ha metido en él, y la ruina del aire, el agua y la tierra no será redimida por aquellos que llevan años saqueándolos y envenenándolos. Suena a sermón hippie, de los que este escritor lleva muchos años pronunciando. Solo que con el paso de los años suenan más y más verosímiles, más y más urgentes.
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