Baile del Sol.- ¿Por qué La inmortalidad del cangrejo?
Fernando J. López.- Porque necesitaba escribir una novela que tradujese en
imágenes y en palabras contundentes mi visión del arranque del siglo XXI. Su
título nace de la metáfora que articula la obra tanto en lo colectivo -lo
histórico- como en lo individual -la vida del protagonista-: el cangrejo es el
retroceso y la cobardía de un tiempo en que parecemos resignados a perder
aquello por lo que deberíamos luchar.
BdS.- ¿Cómo te relacionas con el protagonista de tu novela?
F.J.L.- Desde una perversa -y antitética- simetría: en él falla todo
cuanto a mí me equilibra. Para construirlo me desprendí de mis puntos de apoyo
-mis amigos, mi pasión por la literatura, mi pareja, mi familia- y concebí una
némesis de mí mismo que acabó tomando vida propia. Es un personaje complejo y
absorbente que es mejor tener lejos..., aunque su visceralidad acaba
produciéndome una cierta ternura.
BdS.- Se trata de una novela dura y poco convencional, ¿cuál fue
su germen?
F.J.L.-Los titulares que preceden a cada capítulo. La novela nace
de la realidad y crea una línea difícil de discernir entre lo ficticio y lo que
realmente sucedió. En ese sentido, se trata de una novela que alterna el
realismo -casi periodístico o documental- con una trama propia del género negro
llena de intriga y misterio. La dureza de sus páginas responde a la dureza del
contexto en que transcurren los hechos: la violencia -verbal, física, social,
económica- es la gran protagonista del libro, de ahí que no haya concesiones al
lector y que el lenguaje sea también directo, conciso y con predominio de oraciones
breves e igualmente precisas en las que, bajo esa dureza, hay un cierto aliento
lírico.
BdS.- Se ha dicho que La inmortalidad del cangrejo podría ser
una novela referente de principios del siglo XXI, ¿cómo te sientes con esa
responsabilidad?
F.J.L.-Abrumado..., pero lo cierto es que no dejan de llegarme
críticas, reseñas y correos de lectores que la catalogan así. Todos se ven
reflejados en la peripecia de los personajes a pesar de la oscuridad que esta
implica, porque más allá de los hechos, lo que comparten con Alfredo es su
inquietud, sus dudas y su visión de un mundo que se tambalea y que, como las
torres del fatídico 11S, parece haberse derruido ante nuestros pies. La novela
no la escribí con ese afán testimonial, pero lo cierto es que una vez publicada
ha cobrado una dimensión que me supera y que da pie a un intenso debate con
quien la lee.
BdS.- También es una historia de búsqueda en varios sentidos
¿has encontrado algo al escribirla?, ¿algún destino válido?
F.J.L.- Encontré más preguntas y ese, en el fondo, es el mejor de
los destinos para cualquier autor. Supongo que si encontrase respuestas no
sentiría esta necesidad -absoluta y desbordante- de seguir escribiendo e
indagando. Quizá lo único que aprendí tras ella fue a controlar un poco más mis
impulsos de autocompasión, esa peligrosa manera que tenemos -a veces- de
recrearnos en las heridas en vez de intentar sanarlas y buscar formas y caminos
nuevos. La actitud de Alfredo y sus consecuencias -que ni yo mismo preveía- en
la novela ha sido clave en ese sentido. En cierto modo, escribir sobre los años
en los que tenía -como los protagonistas del libro- veintipocos me ha ayudado a
desterrar cualquier arrebato nostálgico. Al menos, de momento.
BdS.- ¿Y qué tiene de reivindicativa?
F.J.L.- No creo que la literatura comprometida deba ser obvia ni
evidente. La reivindicación existe en sus páginas, pero se desprende de lo que
sucede. Concibo la novela como un género en el que se desarrolla una historia y
es esa historia la responsable de desencadenar emociones y reacciones en el
lector. En este caso, solo espero que la lectura lleve a la autocrítica y a la
reflexión. Lo que cada cual haga con ese proceso después ya es cosa suya.
BdS.- Sabemos que te interesa el fomento de la lectura entre los
más jóvenes, también escribes novelas juveniles y estás en contacto con
adolescentes por tu profesión de docente, ¿cómo se acerca esta generación a los
libros?
F.J.L.- Se acerca con más curiosidad de la que creemos, pero los
espantamos al condenarlos a dos extremos:
los clásicos que no les interesan -con aberraciones como adaptaciones
del Mio Cid o textos teatrales de Moratín, que nada importan a un lector
adolescente- y los best-sellers facilones que se repiten siempre a sí mismos.
Ni los unos ni los otros sirven para fomentar la lectura. En ese sentido,
cuando escribo novela juvenil no pienso en la edad de quienes me van a leer,
porque estoy convencido de que les subestimamos, sino que escribo aquello que a
mí me gustaría leer. No sé si el resultado final es el que me gustaría -no
conozco ni un solo autor que no se fustigue con su particular látigo tras cada
nueva creación- pero, al menos, intento no repetir los errores -el
infantilismo, la moralina o la obviedad- que veo en muchos de los textos
dedicados al público de su edad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario