viernes, 31 de enero de 2014

Mi vida con Potlach



Ediciones Baile del Sol, Tenerife (España), 2013


«Mi Vida con Potlach» es la primera novela de la poeta Inma Luna, antropóloga y periodista madrileña, publicada en 2013 por la editorial tinerfeña Ediciones Baile del Sol.
Relato en forma de diario, iniciado por prescripción facultativa, cuyo protagonista, en puertas de la mediana edad, atraviesa una etapa crítica de su vida, un tiempo de cambios radicales. Luis es un excéntrico personaje, al borde mismo de la locura. Cuando su vida anterior se desmorona, y él mismo se vuelve un juguete roto, decide agarrarse al orden más estricto como tabla de salvación e iniciar una nueva vida.
Su singular remedio consiste en llevar una vida de eremita, pero no en una cueva, sino trabajando como contable en una inmobiliaria y viviendo en un desangelado barrio del extrarradio de Madrid. Sin más compañía que la de un perro, y decidido a esquivar el trato con las personas para evitar todo daño, se empeña en su propósito de tenerlo todo bajo control.

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Esta novela, hecha de frases cortas, directas, con un lenguaje relativamente sencillo y moderada extensión -poco menos de 300 páginas-, engancha al lector con su poderoso arranque. Tiene forma de diario y su narrador y protagonista coinciden en la persona del estrambótico Luis, informático en una universidad de Madrid. Por prescripción facultativa empieza a escribir su diario en medio de la carísima calma de una clínica psiquiátrica de lujo.

El ritmo narrativo de «Mi Vida con Potlach» sufre importantes cambios. El diario de Luis se ralentiza o acelera de forma paralela a cómo evoluciona la vida de su autor, cuya trayectoria vital, en parte excepcional y en parte muy común, es decir, como una vida cualquiera, como todas las vidas, va desvelándose de forma muy paulatina.

Luis llevaba una vida aparentemente normal, lo que quiera que ello signifique y de pronto aquella, como su cabeza, se desmorona, revienta por la presión. El desencanto con el trabajo, la decepción en el amor, el estrés provocado por una vida a la que Luis parece no adaptarse o con la que no se conforma, el mundo, en general, al que encuentra absurdo y sin sentido, lo suman en “estrés patológico”. Tan parco y genérico diagnóstico tiene, sin embargo, un elevadísimo coste.

Su diario es inconstante, como el propio Luis. Se interrumpe durante largos períodos, en los que no obstante intuimos que no ocurren grandes cosas. De forma acorde con su hastío vital y extrema apatía, la escritura de Luis no se mantiene como un propósito constante y el hallazgo casual del ya olvidado diario da lugar a su reanudación.

En «Mi Vida con Potlach» hay una vida vieja y una vida nueva,  un antes y un después del internamiento de Luis, hasta cierto punto voluntario, y del que acaba dándose a sí mismo el alta. Se vuelve demasiado consciente de que a los médicos, como a los hoteleros, les beneficia, una prolongada estancia del paciente-huésped y, sobre todo, pierde la fe en la utilidad del tratamiento, entre otros descreimientos que le van llegando a nuestro protagonista en su avance por la vida. Llega a la conclusión de que sólo él puede curarse o salvarse a sí mismo.

Comienza una nueva vida, que es sin embargo una deliberada no vida, en la cual el narrador-protagonista quiere ante todo protegerse de un mundo que percibe insatisfactorio, amenazador y hostil. Pretende la salud, un mínimo equilibrio, imponiéndose un orden de tal calibre que paradójicamente pide a voces el adjetivo enfermizo. Sus mecanismos de defensa son el aislamiento, la rutina, el orden y la meticulosidad. Luis aspira a vivir como un eremita en medio de un inhóspito barrio obrero de la periferia de Madrid, y ejerciendo su nuevo oficio de contable en una inmobiliaria cochambrosa y en pleno hundimiento. A sus compañeros y jefes los encuentra en el fondo despreciables, por vulgares, imbéciles y alienados y, por ello, socialmente adaptados.

Pero se trata de una quimera, de un propósito imposible, delirante incluso. Como el agua o el aire, lo imprevisto, la relación con los otros, las emociones y sentimientos , encuentran indefectiblemente algún hueco por donde colarse. El tupperware ­­–fetiche del protagonista y motivo de la portada de la novela– es un objeto y el ser humano, que respira, que transpira, que produce fluidos y secreciones, come, digiere, huele, no puede emularlo. La risa, el llanto, la ira, los afectos, la excitación sexual terminan por hacer siempre su aparición en escena. Los humanos somos seres sociales, seamos o no individualmente sociables y somos, ante todo, sentimientos. Por mucho que se planifique sobrevienen siempre hechos o circunstancias imprevisibles e incontrolables que nos conducen, incluso a rastras, a lo que es propio de nuestra naturaleza. Vivir es sentir y lo de morir en vida no pasa de ser una frase hecha.

En «Mi Vida con Potlach», a través de las ideas, lúcidas y originales, e incluso tan excéntricas a menudo como el propio protagonista, asistimos a una disección poco misericordiosa de la sociedad entera, en la que se van desgranando aceradas opiniones, por completo alejadas de los tópicos y lugares comunes. El bisturí de Luis abarca cuestiones tan diversas como los tratamientos y clínicas psiquiátricos, las relaciones entre padres e hijos, el amor, el sexo, las relaciones del mundo del trabajo, tanto entre jefes y empleados, como entre compañeros, el abuso, la explotación, las diferencias económicas, la lucha de clases. Incluso el lenguaje y los argots merecen alguna reflexión, como por ejemplo la redicha cursilería de la correspondencia comercial y el perifrástico, críptico y eufemístico del ámbito administrativo y legal. El funcionamiento de la justicia, del Estado y de la burocracia, en general, también son objeto de la implacable y sincera observación de Luis, en el polo opuesto del pensamiento desiderativo (“wishful thinking”), lo políticamente correcto o la mentira piadosa. Esas visiones nos enfrentan al absurdo, la injusticia y la fealdad que frecuentemente nos rodean. Hay alguna que otra referencia incidental a la antropología, ligada a uno de los personajes esenciales en la vida de Luis. Y también reiteradas alusiones a las tareas domésticas, como la limpieza y la compra, con marcada reiteración a la cocina, pasión confesada de la autora, habilidad en la que el protagonista nos cuenta, por excepción y con no disimulado orgullo, su progreso.

Espigadas por las páginas de la novela se encuentran también referencias a esta época de crisis económica en que el empleo precario, el trabajo-basura, ha adquirido increíblemente la condición de privilegio. Lo que antes motivaba la protesta social, y cada cual trataba de evitar para sí  mismo como buenamente pudiese, es ahora considerado como un bien que debe protegerse con uñas y dientes, un bien envidiado y que mirado en retrospectiva por quienes lo han perdido y no tienen mucha esperanza de recuperar es añorado como una situación vital lindante con lo idílico. Algo a lo que adjetivar como basura parece un sacrilegio, un acto de ingratitud, una muestra de falta de sentido de la realidad y una prueba de intolerable insensibilidad hacia quienes ni siquiera tienen eso, ni parece que lo vayan a “conseguir”.

Luis es un juguete roto, un desencantado total, un derrotado por la vida. Al no esperar ya nada de ésta, al estar o considerarse, al menos, de vuelta de todo, no teme perder nada. Apenas tiene preocupaciones económicas. Su nivel de subsistencia, al menos, está prácticamente asegurado para el resto de sus días y carece por completo de ambiciones materiales. Todo eso, junto con su decisión de ser radicalmente asocial, lo sitúan en un plano que le permite opinar con libertad absoluta, sin miramientos, ni cortapisas. Es un frío observador de la realidad circundante. Muy a resguardo de las turbulentas aguas de la crisis económica y por completo indiferente a lo que los demás opinen de él, habla con la sinceridad del que ha abandonado la partido del juego social y ha decidido evitar todo fingimiento o, cuanto menos, con la crudeza de alguien convencido de que se encuentra en esa posición.

Pero surge la paradoja, la contradicción, el conflicto interior, ya que al mismo tiempo siente el aguijonazo de la envidia del hombre común. Anhela vivir sin pensar, sin cuestionárselo todo, el conformismo, la intrascendencia, la superficialidad. Querría zambullirse en la banalidad de los actos sociales repetidos y en las conversaciones vacuas que sin embargo sirven para llenar el vacío de la vida y para ahuyentar la angustia y el desasosiego que brotan de los pensamientos profundos. Luis es consciente, quizá exageradamente, de su diferencia y con frecuencia querría ser uno más, el hombre de la calle, uno del montón, no ser tan lúcido y consciente de todo. Íntimamente se duele de ser el que ve en un mundo en el que la masa ha optado por la ceguera. Le intriga cómo será eso de representar bien un papel en el gran teatro del mundo, actuar con convicción en la función de la vida, caminar como sabiendo a dónde va y no sin rumbo fijo. Se diría que añora ser actor, aunque sea de reparto y hasta mero figurante incluso, en vez del espectador, el observador, el antropólogo que interpreta al grupo humano o el biólogo que disecciona la rana y sabe ya lo que hay en su interior, el que ve lo que los otros parecen no ver o no querer ver.

No se respeta un juego en el que no se aspira a ganar nada, ni a divertirse siquiera. Hay en Luis claros elementos del anti-héroe, que por momentos recuerdan al célebre Ignatius J. Reilly de “La Conjura de los Necios”, aunque Luis tiene un núcleo de valores y de dignidad personal, alguna creencia en la persona concreta y no es rastrero, ni miserable, ni aprovechado. Incluso intuimos que por su aspecto físico debe resultar bastante atractivo para las mujeres, a pesar de su manifiesta ineptitud social, su desgana existencial, su carácter esquivo y su incapacidad para afrontar muchas situaciones de la vida corriente.

En «Mi Vida con Potlach» se desvela también el engaño de las apariencias, el timo o falsedad de la felicidad de anuncio, de revista de decoración, de fin de semana en “casa rural con encanto” y resulta que lo más bello, lo más deseable y necesario es lo intangible, lo que no puede comprarse, lo que se da y se recibe por generosidad o amor. En esta novela todo eso sucede, junto con a lo heroico cotidiano, esto es, el día a día de muchas personas abocadas a una vida muy dura y a la que Luis era antes completamente ajeno. El "milagro" ocurre en medio de la fealdad de un desangelado barrio del extrarradio de la gran ciudad, descuidado por las autoridades, y se manifiesta acompañado del defecto físico, de la minusvalía de algunos personajes. Personas que viven en la escasez de medios, en la estrechez física y económica, rodeados por lo vulgar, e incluso en situación de grave riesgo de perder lo más querido. Y ese riesgo lo encarnan quienes, a su vez, creen estar obrando bien, imbuidos de ese fetichismo de la imagen, del bienestar material como condición necesaria para una vida feliz y casi sinónimo de ésta. Con Luis vamos descubriendo la rapidez con que juzgamos y etiquetamos a los demás y la hostil desconfianza que nos genera todo aquello que desconocemos, frente a lo que reaccionamos nerviosamente, con un despectivo y airado rechazo apriorístico, como de niño al que le sobreviene una pataleta.

La novela puede quizás incurrir en algún que otro desliz hacia lo tópico, exhalar esporádicamente un cierto aire de enseñanza moral, así como perder momentáneamente cierta verosimilitud por la aparición de escenas rocambolescas, con un nítido olor a comedia cinematográfica. Asimismo, presenta algunas derivas o giros de guión cinematográfico de película romanticona, bastante previsibles y algunos personajes secundarios pueden resultar algo acartonados y estereotipados, como arquetipos o clichés de determinados ambientes, clases sociales, países o épocas. Pero lo estrambótico, lo grotesco y hasta esperpéntico también ocurre y muy rara vez se cuenta, cosa que sí hace esta novela, que relata varias de esas situaciones en las que para evitar el embarazo propio o el ajeno hacemos como que no vemos, como si jamás hubiesen ocurrido.

A mi juicio, la narración pierde algo de fuelle e interés en su conclusión respecto de su poderoso arranque y más que aceptable parte media o nudo. En su desenlace resulta menos genuina, como lastrada por algo de impostura frente a su autenticidad precedente; pero antes de ese desfallecimiento o ataque de dudas arquitectónicas de su autora ante el abanico de posibilidades -¿quién sabe?-, «Mi Vida con Potlach» se enriquece con un progresivo entrelazamiento de una pluralidad de historias que la van haciendo más compleja, crecientemente viva, como a su narrador-protagonista.

(Fotografía de Inma Luna, autora de "Mi Vida con Potlach")

Aunque en esto de la literatura todo es opinable y habrá, seguro, quienes hubieran preferido el mundo cerrado del diarista con su propio pensamiento o conciencia y la abstracción y generalidad de las experiencias vividas por el personaje, mediante su despersonalización, mediante la elipsis de su biografía y hasta de su identidad, al modo de algunos de los relatos de Kafka, por ejemplo. Diría que su autora, Inma Luna, ha coqueteado en algún momento con esa forma de contar una historia. Parece haber sentido la tentación de la supresión de toda información contingente y no esencial para la comprensión de los hechos, forma narrativa que genera misterio e intriga al lector; pero que después la ha abandonado, para entregarse a formas narrativas más convencionales, de mayor aceptación por el público contemporáneo, mediante la aclaración, la supresión de incertidumbres, el relleno de los vanos o lagunas; pero lo ha hecho sin caer, afortunadamente, en temáticas tópicas. La historia es muy original y tiene el valor de presentar una gama de personajes de grupos sociales y oficios de los que rara vez se ocupa la literatura (una limpiadora minusválida, una cajera de supermercado, un curandero inmigrante, los empleados de una inmobiliaria de barrio, etc.). Un verdadero contrapunto a la felicidad publicitaria de la era de la imagen. 

Tras haber descartado la autora esa forma narrativa, según esta conjetura, bien avanzada la novela se van desempolvando hechos bastante sorprendentes del pasado, que nos trasladan brevemente hasta el Berlín actual, al de los tiempos de la construcción del famoso muro, y también a la fría ciudad castellana de Burgos en los tiempos de la dictadura del General Franco. Esos hechos le hacen replantearse al lector varias de las asunciones que había realizado bastantes páginas atrás sobre el narrador-protagonista y algunos otros personajes cruciales en la vida del mismo, de forma que completado el puzle se produce una cierta reinterpretación del conjunto del relato. El lector se descubre jugando inopinadamente a psicoanalista y basando su interpretación de la forma de ser y el comportamiento del protagonista en las experiencias vividas durante su infancia.

Es muy probable que el lector de «Mi Vida con Potlach» se descubra a sí mismo acercándose y alejándose de Luis, alternativamente entendiéndolo a la perfección o no comprendiendo en absoluto su comportamiento; oscilando entre la identificación y la extrañeza; entre el rechazo y la comprensión; entre la lástima y hasta la envidia por el narrador-protagonista. El acierto en la construcción de este personaje constituye, qué duda cabe, una prueba de talento literario por parte de su creadora, Inma Luna.

Otra idea interesante, no sé si machista o feminista o si incluso ambas cosas a la vez, es el evidente paralelismo entre el ánimo de Luis y las reacciones de su pene. Su ánimo y su pene llevan vidas paralelas. Ambos pasan del abatimiento absoluto al resurgimiento, de la atonía a la excitación, a pesar de que el sexo es aparentemente muy secundario para Luis, así como en cuanto a su presencia cuantitativa en los hábitos y preocupaciones de casi todos los personajes que pululan por la novela. Pero una vez más las apariencias engañan. Hay  fuerzas que aunque ocultas siempre están ahí, en estado de latencia, y su influencia es crucial.



«Mi Vida con Potlach» —publicada en 2013 por la editorial canaria Ediciones Baile del Sol, ópera primera en el campo de la novela de Inma Luna, quien ya había publicado una colección de relatos cortos, titulada «Las mujeres no tienen que machacar con ajos su corazón en el mortero», pero que hasta el momento se ha dedicado de manera muy principal a la poesía— es una buena “inversión lectora”, expresión que por mercantil y reductora viene a ser a la literatura como “la marca España” a una nación entera; pero que ahí se queda, pues también el crítico desfallece, duda, y no da con la expresión que quisiera.

Se trata, en definitiva, de una narración que atrapa pronto al lector, que en su mayor parte lo incita a ir devorando páginas, y que en determinados pasajes o escenas resulta francamente divertida. A la vez, esta novela estimula su sentido crítico al ponerlo frente al espejo de nuestra colectiva aceptación, pasiva y confiada, de muchas cosas que tomamos por serias, fiables, lógicas, fundadas, como elementos de un orden necesario; pero que, miradas con ojos nuevos, con un poco de rigor y perspectiva, resultan absurdas, ilógicas, infundadas, contingentes o arbitrarias, en verdad partes de un conjunto más bien caótico y casual. Y, lo que es peor, con demasiada frecuencia ese supuesto orden social produce hechos o situaciones intolerables por su radical injusticia.

Es, por tanto, un prometedor debut en el campo de la narrativa larga, tal vez el despegue de una novelista de largo recorrido y altos vuelos, Inma Luna, a la que habrá que seguir de ahora en adelante con atenta mirada e interés. Tal y como le pasa a Luis de forma inopinada con una protagonista femenina, la visión de cuyo apetecible cuerpo, lo asalta y enardece en el más inoportuno de los momentos y en el menos erótico de los entornos; pero así es la vida y así se cuenta en “Mi Vida con Potlach». ¿No les parece?

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