Carlos Alcorta
Cuaderno de interior recoge las anotaciones que Ricardo Virtanen ha escrito en un periodo de tiempo relativamente corto, el que va desde finales de mayo de 2003 hasta finales de diciembre de 2004 y, a pesar de ello, el volumen sobrepasa las trescientas páginas, por lo que uno, consciente como es del rigor y la disciplina necesarias para llevar a cabo una empresa de estas características, no puede menos que llenarse de asombro y preguntarse, parafraseando a P.D. James, por las causas que inducen a alguien a embarcarse en “una tarea tan tediosa como ésa” —y lo digo, no porque el libro sea aburrido, todo lo contrario, se lee, gracias a una prosa ágil, no afectada, y carente de retórica, con fruición— porque cualquiera que haya intentado mínimamente llevar a cabo algo semejante conoce el esfuerzo y la dedicación que son imprescindibles para salir bien librado del intento, los conflictos interiores que debe librar contra el carácter indolente, la pereza, o el cansancio cotidianos. Es sin duda mucho más fácil meditar, pensar que escribir lo pensado.
Cuaderno de interior recoge las anotaciones que Ricardo Virtanen ha escrito en un periodo de tiempo relativamente corto, el que va desde finales de mayo de 2003 hasta finales de diciembre de 2004 y, a pesar de ello, el volumen sobrepasa las trescientas páginas, por lo que uno, consciente como es del rigor y la disciplina necesarias para llevar a cabo una empresa de estas características, no puede menos que llenarse de asombro y preguntarse, parafraseando a P.D. James, por las causas que inducen a alguien a embarcarse en “una tarea tan tediosa como ésa” —y lo digo, no porque el libro sea aburrido, todo lo contrario, se lee, gracias a una prosa ágil, no afectada, y carente de retórica, con fruición— porque cualquiera que haya intentado mínimamente llevar a cabo algo semejante conoce el esfuerzo y la dedicación que son imprescindibles para salir bien librado del intento, los conflictos interiores que debe librar contra el carácter indolente, la pereza, o el cansancio cotidianos. Es sin duda mucho más fácil meditar, pensar que escribir lo pensado.
Un diario es una especie de autobiografía, por eso el autor ha de tratar los acontecimientos que vive, y esta tarea es del todo inalcanzable, con la mayor objetividad que le permita su conciencia, no sólo los de orden externo, sino, algo más arduo todavía, los que atañen más directamente a su intimidad, una intimidad —como no podía ser de otra forma, puesto que en el acto de escribir, por muy inmediato que éste sea a la sensación percibida, ya estamos rememorando, recurriendo a la memoria— “traicionada” por la arbitrariedad de los recuerdos. Pero, ¿hasta qué punto estas anotaciones contribuyen a crear una identidad idealizada o a justificar las experiencias propias? No es fácil contestar ninguna de estas cuestiones porque no existe baremo alguno que pueda medir estas variables. Sólo las peripecias compartidas pueden ser objeto de examen por parte de los demás, entendiendo que la complicidad es un requisito imprescindible para otorgar carta de veracidad a lo que el diarista ha escrito en las páginas. Sin embargo, para verificar lo que ocurre dentro de sí, no hay otro juez que el compromiso con la verdad que haya adquirido el yo consigo mismo. Ambos casos, además, suscitan en el lector una duda permanente. Aun suponiendo que todo lo escrito goce del crédito de la autenticidad, no podrá ser sino un mínimo fragmento de esa verdad universal, porque por enorme y crudo que sea el grado de confidencialidad que se pacte con uno mismo, éste siempre nos hurtará una fracción importantísima y concluyente para aprehender la realidad en su conjunto, por lo que habremos de concluir que la escritura de un diario no se diferencia mucho del ejercicio novelístico porque la novela también utiliza como materia prima la propia vida, aunque, en la mayor parte de los casos, desde una distancia suficiente como para parecer una experiencia ajena (recordemos que Caballero Bonald ha reunido sus libros memoralísticos bajo el epígrafe Novela de la memoria), es decir, en ambos casos, hay una parte relevante de invención de la realidad que va tomando forma a medida que avanza la escritura, una construcción que encuentra su defensa en el legítimo deseo de combatir el caos de la existencia, de ordenar el mundo en el que se vive, de idear una coartada moral que haga más soportable la vulnerabilidad de todo ser humano. Ricardo Virtanen lo confirma en las palabras preliminares del libro: “Hay tanto de narcisismo en estas páginas como de verdad a medias”.
Existen personas para las que el ejercicio de la escritura supone la forma más irrefutable de llegar al conocimiento personal, porque sólo cuando escriben el pensamiento toma cuerpo y el acontecimiento se escenifica, y presumo que Ricardo Virtanen, como escritor de diarios que es, pertenece a esta especie particular de letraheridos para quienes, además, ningún día es anodino, todos poseen un interés, aunque no se haya hecho nada reseñable —“Pero no hay manera de concluir nada. Ojeo, escribe Virtanen, con insistencia el mismo poema de antes…y ni siquiera soy capaz de avanzarlo en ningún sentido”—, porque están poblados de recuerdos, de intenciones, de miradas de soslayo tanto al presente como al futuro.
Gracias a las páginas de este diario somos testigos del itinerario vital de un hombre que, lejos de mostrarse vanidoso, mantiene a duras penas una lucha cuerpo a cuerpo con sus contradicciones de la que generalmente sale victorioso, aunque a veces la tentación sea grande y las fuerzas de contención sean diezmadas momentáneamente. Virtanen es músico, veterano baterista de un grupo de rock y experto en Musicología, y esto se nota en muchas de las entradas de este diario, pobladas de leyendas del rock (Dylan, Rolling Stones o Van Morrinson) y del jazz (Miles Davis o Marc Russo), de audiciones de ópera — coincido con el autor en la devoción por Orfeo y Eurídice de Gluck—, pero también de compositores contemporáneos como Hindemith, Cage, Luigi Nono o Stokhausen. Reflexiona sobre la poca importancia que en nuestra tradición literaria ha tenido la música, aunque reseñe algunas excepciones notables como Baroja, Lorca o Gerardo Diego (con este último es un poco injusto, porque además de dedicar muchos poemas, la música fue objeto de miles de páginas del poeta que actualmente la Fundación Gerardo Diego está reeditando) y olvide otros nombres más recientes —José Hierro, por ejemplo— para quienes la música estaba indisolublemente ligada a su creación poética.
Abundan, como no podía ser de otra forma, las reflexiones sobre la propia escritura, las conversaciones con otros poetas, los problemas para editar un libro, el estado de la crítica literaria (con cierta ingenuidad, Virtanen se pregunta: “¿Por qué siempre las mismas obras en uno u otro suplemento? ¿Obligan los directores o directoras de estos medios a que sus críticos opinen en torno a una obra concreta? ¿Carecen estos críticos, pues, de libertad para escribir sobre el libro que les viene en gana?”) o las reflexiones sobre la obra de otros poetas como el valenciano Vicente Gaos, Margarit o Cernuda y es que, como él mismo afirma, “un diario es un saco sin fondo donde el espíritu de uno se consola a sí mismo. Quien no escribe un diario, al menos lo piensa”. No me atrevo yo ser tan tajante como para asegurar esto último, pero supongo que para alguien que dice escribir “para matar los instantes repetidos del día” sea imprescindible llevar hasta sus últimas consecuencias su planteamiento. Este compromiso íntimo es el que empuja al autor a dedicar las últimas horas del día a escribir sus meditaciones íntimas junto con aquellos sucesos cotidianos e irrecuperables que, a su modo de ver, son dignos de perpetuarse en las páginas de un cuaderno. Personalmente, agradezco a Ricardo Virtanen su constancia y el que haya tenido la generosidad de ponerlas en manos del lector, un lector que será partícipe de las alegrías y de las incertidumbres del autor y compartirá, en suma, su soledad, y ya se sabe que una soledad compartida es menos soledad.
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