Día 29/04/2013 - 10.41h
La editorial canaria Baile del Sol, dentro de su colección Sitio de fuego,
 publicó hace varios meses, una novela del poeta vallisoletano Luis 
Santana, titulada Al final ni nos despedimos. Aunque no es la primera 
vez que Santana se adentra en el género narrativo -de hecho tiene 
acreditada una amplia bibliografía como traductor de novelas e incluso 
él mismo es autor de algún que otro relato breve-, lo cierto es que 
estamos hablando, en sentido estricto, de su primera obra como 
novelista. Un libro de bolsillo muy ligero, con 128 páginas, y tan 
exactas de principio a fin, que no cabe en él ni una línea más: así de 
cumplida es su materialidad tipográfica. Así que uno lee la novela en un
 santiamén como esas novedades extrañas que llegan de vez en cuando y 
que dejan, tras cerrar el libro, una dosis de perplejidad y un reguero 
de severa experiencia que sabe a poco y que al lector le gustaría 
alargar.
Pero no hay porque, pues hablaríamos de una sensación 
superflua. Santana -que también es el autor de la fotografía que exhibe 
la portada con unas roderas serpenteantes del tranvía que recorre la calle Alessandro Manzoni de Milán-
 procede de la poesía y su originalidad como novelista reside, 
precisamente, en una de las claves que definen la realidad poética, y 
que este vallisoletano domina con soltura y notable precisión: la 
capacidad de síntesis.
Nada falta y nada sobra
Toda la novela se disuelve en una certera confluencia de 
intereses sintéticos: los personales, los ambientales, los sociales, los
 filosóficos, los psicológicos y los sentimentales. Es decir, en el 
estudio cabal de una trama en la que nada falta y nada sobra. Esta 
precisión, a menudo, suele derivar en un esquematismo narrativo. Algo 
que no sucede en Luis Santana porque,
 además, es un gestor teatral que sabe de recursos escénicos y de 
síntesis dramatúrgicas: basta con decir lo ajustado en las sugerencias 
precisas. Justo lo que se articula en esta novela.
De aquí que los personajes en la misma -los protagonistas y
 los secundarios- emerjan con un poderoso trazo pero a la vez con una 
fuerza muy templada y equilibrada. Guillermo Condal, el protagonista,
 es un personaje discreto que cumple su cometido de telefonía 
empresarial con alguna triquiñuela, pero siempre dentro de lo más 
anodino de una rutina laboral: que no suceda nada salvo anotar pedidos y
 otras bagatelas. Ah, pero cuando sucede lo inevitable -reparar, por 
ejemplo, en lo que nunca consideró importante- todo se trastoca de 
repente porque Aurora, aún siendo en la narración un ser tan evanescente
 como una aparición, va laminando la cotidianidad hasta derrumbar todas 
las previsiones y convertir la vida en una obsesiva referencia que acaba
 en anulación ontológica. Una supresión tan discreta y pacífica como el 
propio título: pues Al final ni nos despedimos.
No podría cerrarse esta reseña sin aludir a una percepción 
que guarda un evidente paralelismo con la condición de poeta 
imprescindible que es Santana. Me refiero al lenguaje tan prístino y 
certero que emplea desde la primera a la última línea. No se trata de un
 simple dominio de los recursos lingüísticos que suelen atribuirse a 
todo narrador como tópico. En absoluto. Me refiero a esa precisión que, 
sin ánimo de lucro, surge en Santana como un escribidor nato que, 
primero, está acostumbrado a diseñar un plan redactor, después elige 
concienzudamente las palabras precisas y, finalmente, las une con una 
argamasa tan compacta que nada en ese conjunto creativo queda al albur. 
Por ésta, y por las razones antes apuntadas, esta novela de bolsillo tan
 ligera resulta tan redonda y satisfactoria.

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