Reincidir es un peligro que acecha a cualquiera. Lo digo porque el poeta Ricardo Hernández Bravo (Islas Canarias, 1966) ya se atrevió en publicación anterior con uno de los maridajes posibles entre pintura y escritura. Entonces significó un atrevimiento primero, casi un balbuceo, pero aun así como quien supone que buena sombra da la pintura a su escritura, como si las palabras del poeta anduvieran desnudas y ateridas, huérfanas por el mundo. Por eso invitó al pintor Hugo Pitti, como parte activa también de aquella su primera tentativa, La tierra desigual, a que vistiera plásticamente, y de esta forma tradujera, la labor solitaria del poeta.
Ahora, el proceso es fruto de uno inverso a aquél. Su resultado Alas de metal. Ricardo Hernández Bravo, poeta que ha demostrado un sumo cuidado por el decir y sus deslices, ha fijado la mirada en otros cuadros, esta vez originales de Graciela Janet Hernández Rodríguez, y hallándolos tan afines en sus intenciones y resultados, los ha algodonado cuidadosamente con palabras. Efectivamente, a veces el poeta sale al encuentro de la pintura, otras la pintura al encuentro del poeta. Con lo que se demuestra -al menos lo que demuestran Hernández Bravo y Hernández Rodríguez- que si las artes poseen límites serán de tipo histórico, nunca estéticos ni de complementariedad. Poesía y pintura son géneros veteranos que siempre han avanzado en relación, y esta una iniciativa oportuna para que una vez más vayan de la mano en un nuevo libro.
Si se hiciera un recuento de la poesía de Ricardo Hernández Bravo, pronto llamaría la atención que no hay verso sin adjetivaciones y sugerencias pictóricas, todos envueltos en un aire diáfano y cristalino, además de íntimamente relacionados con la elección de palabras precisas y en nada suntuosas, como si buscara una forma de decir y de demostrar que todas las cosas, sea por encima o sea por debajo de las apariencias, son la misma cosa, y que sólo a través de la realidad, en la que se reflejan o, pudiera ser, se conjuntan, nos es posible alcanzarlas. Tal orientalismo al que Ricardo Hernández Bravo se inclina, escriturísticamente hablando -puesto que nunca ha ejercido de poeta verborreico, y también por la alta carga simbólica que despliegan sus parcas palabras y muy pacientemente elegidas-, ha encontrado una vez más dónde y cómo zambullirse, no quedándole más remedio que reincidir, apostar de nuevo, porque se siente cómodo, porque el color y la configuración no estorban a su decir. Es más, en algo le pertenecen, que es una manera de afrontar que en algo se pertenecen el poeta y -en el caso de Alas de metal- la pintora, la pintora y el poeta: mirarse es encontrarse, encontrarse reconocerse. Se pertenecen en cuanto vuelan, y donde volar en consonancia es la clave para una propuesta conjunta. Eso valdrá, bastará, para ver al fin asomar “la flor que germina en lo cerrado”, según palabras del poeta.
La poesía y la pintura crean por igual mediante la composición. La pintura (figura, color, línea) es un arte de olores y miradas, siendo uno de sus máximos desafíos hacer hablar, a base de trazos, a los gozos y resquemores de una realidad menguada en dimensiones, sin que por ello deba faltarle ese temblor expansivo que sugiera la vastedad de los ámbitos del mundo y de lo humano que en el hábito del simple mirar permanecen escondidos a los más, casi siempre. Menos espacial y figurativa, la palabra poética es ojo y oído de puertas adentro. Convoca y evoca en su tonalidad temblorosa el fondo de una hoguera, los visajes intensos de aquello que no acepta quedarse desvaído en el olvido o en la insignificancia, propendiendo a tornar su planicie de líneas en relieve de sonoridades y ondulaciones que marcan compases desoídos. Pero hay más: pintura y poesía originan provocaciones en sus respectivas sintaxis. Una y otra son metamorfosis, transfiguraciones de materia prima en nuevas presencias. En virtud de líneas y colores, de morfología y encadenamientos lingüísticos, lienzo y poema se proponen superar las dificultades de hacer reversible, mediante una intervención personal, la apariencia o el tránsito que desgasta a personas, sucesos y entidades. Alas de metal, queriendo o sin querer, se encamina hacia este objetivo.
Quien pinta no deja intacta la realidad, la transforma en ese pálpito de significancia que el poeta recoge en una nueva transfiguración. Entonces el silencio del lienzo se esparce en nuevo alfabeto, el poético. Los ojos han visto otra vez y el mundo, el pequeño mundo, aquel de latidos cromáticos que cede el puesto al de la resucitación de la imagen mental y de la sonoridad silenciosa que es toda palabra iluminada en el rescoldo vincular de sus acentos. No hace falta, pues, una obra famosa con que iniciar en el poeta un sortilegio que le rebase el silencio. El cuadro adecuado despierta el alfabeto que vincula el sentir con lo visto en un delgado mensaje alusivo, sintomático y palpitante él mismo de un despertar que se vierte en ese trasver, ese proceso de ver lo interno como externo, pero íntimamente. Por eso el poeta y todo artista -artista y no gesticulador- reconoce en sí secretas maduraciones, crecimientos y maceraciones de lo vivo absolutamente necesarios antes de alcanzar esa forma definitiva que es una obra. El desafío es siempre el mismo: dar con una forma, pero ésta debe ser forma habitada por ese algo más que es el espíritu vivificador capaz de despertar en otro algunas resonancias, ya sean de afinidades o de repulsas, siempre y cuando unas y otras ahonden la consciencia y transmitan el temblor de esa extrañeza que sigue al vislumbre de zonas de la realidad insospechadas o inconcebibles de formalizar en los hábitos y medios propios. Por eso, una obra puede cumplir en nosotros, con su granada de luces y forcejeos de vida con el óxido y las quietas escamas de la costumbre, el papel del lucero que, desde el centro de la noche, viene anunciando el alba, el que “enluce los azules, / ilumina los pliegues”.
Dicho lo mismo en frase magistral de Leonardo Da Vinci, “la pintura es poesía muda, la poesía pintura ciega”. Que haya sido el azar, haya sido la querencia, que haya sido lo que haya sido, ahora podemos entender, a posteriori, que un ciego y una muda, en el caso de Alas de metal, se hayan confabulado para interpretar -interpretarse e interpretarnos- el mundo sobre sendas hojas de papel. Este libro no es más que un complot entre un ciego y una muda.
Antonio Jiménez Paz
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