DE-2. Narrativa. 2008. Traducción de: Gloria Blazanovic. 252 páginas. ISBN: 978-84-96687-72-1. 20 €.
Con un estilo cristalino y envolvente, los cuentos de Roman Simić bucean en la vida cotidiana de sus personajes para sacar a la superficie aquello que más les define: dudas, miedos, espe-ranzas, silencios... Como toda buena literatura, una vez cerrado el libro, sus historias te siguen acompañando y te reconfortan cuando más lo necesitas.
Jordi Punti
Nadie como Roman Simić para describir con dolor, rapidez e ironía el paisaje humano de postguerra en ese lugar que hasta hace algunos años llamábamos Yugoslavia. No sólo porque como todo croata ha vivido la guerra en primera persona (es decir, con suficiente lucidez como para después no-narrarla), sino, porque en De qué nos enamoramos ha sabido prescindir de todo odio y mostrarnos el momento en que el hombre se convierte en animal, sujeto extraño ante sí mismo. Y para esto, no sólo ha echado mano a experiencias propias, a personajes que se mueven perversamente entre Zadar y Nuevo Zagreb o a chistes sobre el reconocido arte naiv croata –tan elogiado por el nacionalismo político de los años 90–. Sino, que ha echado mano al estilo. Uno concentrado y ligero, que no se demora en concesiones, y muchas veces deja gran parte de la información debajo, tal y como le gustaba a Hemingway explicar su teoría del iceberg. Uno afilado, como si en un gesto de locura y delante de la madre de nuestra esposa, encajásemos con rabia un cuchillo en el centro de la mesa y después riéramos, riéramos...
Carlos A. Aguilera
VALIUM
Podría
levantarme, podría beber un poco de agua, podría mirar el reloj o vomitar,
podría hacer cualquier cosa en lugar de estar sentado desnudo en una banqueta
de la cocina concentrado en un juego de solitario.
—¿Por
qué hemos venido si no piensas ir? —Me pregunta Ana, de espaldas,
frunciendo el ceño (me doy cuenta por el gesto con el que se quita el cabello
de la frente) mientras plancha mi traje negro.
Sigo
callado. Hace una hora que estamos aquí. El piso está seco y huele a cerrado,
la planta sobre el radiador frágil y transparente como una hoja de papel
quemado. El funeral nos ha hecho volver de la costa, taciturnos y bronceados,
una semana antes de lo previsto, acortar las distancias con cada kilómetro de
la pésima carretera adriática. Doy vuelta a las cartas. Respiro hondo cuidando
de que no me oiga.
—No
estábamos... —digo.
Ana se
da la vuelta. Bajo la mirada feroz, bajo las cejas sin depilar, las pecas se le
caen del rostro a los hombros, le salpican los pechos y desaparecen entre sus
pezones rosados. Está delante de mí, de pie, en bragas, inmóvil, implacable,
descalza sobre el suelo gris de linóleo. Estamos a finales de agosto y en unos
días vuelve al trabajo. Mi indecisión y el imprevisto funeral le acortan el
verano que ya es corto de por sí.
Dejo
las cartas y la miro.
Ella. Hace
cuatro años que estamos juntos. Además de dar clases de lengua en un colegio,
en su tiempo libre Ana es gimnasta, follamos en el suelo del salón, nos
duchamos, nos secamos y tomamos café del termo, frío y con demasiado azúcar.
—El
negro te queda bien, estás moreno.
Me toca
el labio con la uña.
—¿Vas a
ir?
No
contesto. El teléfono suena varias veces, pero no nos levantamos; yo porque sé
quién es, ella porque observa como no me levanto.
—Es tu
madre —dice.
El
teléfono calla. Incluso sin levantar el auricular, el otro lado del pasillo
está lleno del luto de mi madre, de flores, de todo lo que se ha ido comprando
desde el entierro de mi padre, desde que empezamos a dispersarnos.
—¿Por
qué hemos venido si no piensas ir?
Se pone
las bragas y se apoya en el borde de la butaca de cuero.
—Era tu
vecina —en la boca de Ana ese “vecina” suena y huele a reproche—.
Lo estás complicando todo.
Lo
estoy complicando. Ana se levanta y lleva las tazas vacías hasta
el fregadero. Debajo de las bragas tiene un culo redondo y musculoso, cubierto
de espeso y corto vello dorado. Hemos pasado todo el verano tomando el sol
desnudos y haciendo el amor en rocas peladas, a veces incluso ante la mirada de
pervertidos y caminantes.
—Vecina.
La miro.
Con una mirada que puede significar todo. Me río. La toco.
—No me
gusta esa risa tuya —dice—. No me gusta cuando actúas. Eres
opaco. Te pones así cuando eres débil.
En el
asiento de atrás del Renault 5 de Ana, entre las toallas y los
bronceadores, con marcas saladas de dedos mojados, acechan a los incautos sus
manuales para la mujer fuerte y moderna, con las anotaciones coloridas de Ana
dispersas por los márgenes. No lo digo en voz alta, me lo trago, quizás me
molesta que todavía siga leyendo. Ana es una gimnasta leída. Hace cuatro años
que estamos juntos, me conoce, no intento contradecirla, amén.
—El
entierro es a las dos o dos y media —di-go—. Silvija está segura
de que comenzará más tarde, por el atasco o por el cura. El padre Josip está
enfermo y dará la misa uno joven. Silvija ya le ha oído y dice que no promete
mucho.
Silvija
es la madre. Le dijo también: Tienes tiempo para llegar y echarte una siesta
antes. Trae un poco de lavanda para que se la pongamos en el ramo, en aquellas
flores de plástico, para que huela bien.
Mientras
habla de Danka, a Silvija no le tiembla la voz. En el entierro de mi padre
lloró muy poco, después de quedarnos solos. O ni siquiera entonces. Era
primavera, por aquel entonces. La gente le daba besos, le susurraba al oído y
la apretaba dejando huellas de sudor en el cuello y los hombros de su largo
vestido de noche. Era un vestido nuevo, quizás no se lo había puesto antes. En
él, Silvija está elegante, casi bonita. Lo usa sólo para entierros. La hace
sentirse cómoda, observa a la gente y se alegra ante el protocolo establecido y
ensayado del velatorio. Teme por el cura joven, me llama, añora la lavanda.
—Danka
era la amante de mi padre —digo—. Hasta la muerte de éste. Creo
que murió en su piso.
La voz
que llena el salón no es mía. Las frases son pesadas, torpes. Como un niño de
colegio las separo y analizo para Ana: determinar el sujeto, el predicado...
—Era
nuestra vecina. Era bonita.
Ana
está callada. Se seca la frente con la mano, deja la vajilla y se acerca. Sus
dedos bronceados recorren mi rostro, secan los ojos, cierran la boca. El
silencio de sus dedos sabe a detergente. Muerdo la mano de Ana, meto mi frente
debajo de su axila. Huele a carne. Verano. Imagino a mi madre y mi hermana de
luto, sobre la tierra pisada, junto a la tumba abierta de Danka. Le quito las
bragas, me inclino y pruebo el sabor salado del sudor y la orina. Follamos. Mi
padre yace sobre una mesa invisible con la boca cosida. Está gris. Danka se le
acerca y lo besa. Yo no puedo. La miro. Estamos tumbados en el suelo, Ana
enciende un cigarrillo, hace calor.
—Danka...
—empiezo. Más que nada, más que un cigarrillo, me apetece decir Me
hice pajas pensando en Danka Požar, pero no lo digo, no sé por qué. No porque
esté muerta, seguro, quizás ni siquiera porque se trate de la amante de mi
padre, gris y gastada, que yace en una mesa de metal no muy lejos de aquí,
sobre un trozo de tela negra, desgastada por las pesadas espaldas y los
elegantes trajes de los cadáveres. Mi padre. Parece demasiado sencillo, decir
eso. Pensé en ella. Los besos de mi padre al acostarme. Los libros de
Ana dirían...
—Supe lo
de Danka antes que Silvija. Estaba en segundo, el segundo año del colegio... No
se escondían demasiado, él la invitaba a tomar un café mientras Silvija no
estaba, ella venía maquillada y se sentaba en la silla de mi madre... Se reía,
aunque creo que no se sentía a gusto, cogía la taza con las dos manos, cuidaba
de no tocarlo... A veces me llevaban con ellos, a pasear en trineo o al circo.
Mi padre no paraba de hablar, me levantaba en hombros... Delante de mí siempre
se comportaban, a veces paseaban de la mano o se besaban, pero nada más que
eso, salvo cuando se iban... Ella tenía una hermana, Marija, que nos esperaba delante
del cine o en el parque, tenía unas manos bonitas y me cuidaba mientras ellos
no estaban, sus partidas olían a jabón y crema de manos... Nunca he contado eso
a Silvija, a veces deseo haberlo hecho. A él le habría dado igual.
Me río.
—El
fenómeno de los padres en este mundo.
Ana me
mira. Se incorpora, camina desnuda por la cocina, mira por la ventana, fuma.
—Quizás
no deberías ir —dice.
—Me hice
pajas pensando en Danka Požar —digo.
No me
mira, sacude la ceniza en la maceta de la planta olvidada sobre la costilla
olvidada del radiador.
—Eres un
enfermo. ¿Por qué lo haces?
Espero.
Junto con Silvija, huelo los trajes de mi padre cuando éste vuelve, escondido,
en cuclillas dentro del armario, en invierno, en el cuarto comunal para la
basura mi padre le descubre los pechos, se ríe, a la vuelta del cine deja que
yo coja la mano de ella, dice que mi padre se ha muerto, Silvija la pega en la
cara, lloran juntas, me voy al baño, tiemblo, tiemblo, acaricio la pernera
planchada del pantalón doblado sobre la butaca.
—No lo
sé.
Estoy
tumbado. Ella me pasa la camisa y el traje. Me pongo el traje sobre el cuerpo
desnudo, calzo los zapatos en los pies.
—Me voy.
***
Marija
está en el parque, sentada sobre un banco bajo y sucio de barro, limpiándole la
nariz a Kekec. Kekec es un niño rollizo que recuerda al ángel de pelo rizado de
la tarjeta de felicitaciones y se dedica a aplastar los hormigueros con una
pala roja de plástico.
—Hola,
Kekec —digo.
Kekec
se da la vuelta, levanta la cabeza por un instante, no me ve y vuelve a las
hormigas.
—Hola.
Te has puesto guapo —dice Marija.
Es
robusta y, así sentada, con un ceñido chándal de color verde oscuro, parece más
vieja que nunca. Respira ásperamente y se inclina a cada dos por tres para
echar un vistazo al niño. Podría tener cincuenta y tantos, pero sus manos
brillan suaves como las de una niña de dieciséis. La que aprieta un pañuelo
enrojece como un capullo al sol.
—Siéntate
un poco con nosotros —dice—. Estamos esperando a mamita, nuestra
mamita.
Se ríe
y Kekec, sorprendido al oír mencionar a su madre, deja la pala y ojea a su
alrededor por el parque. —¿Y tú?
Me
siento. El sol trepa por las copas de los árboles y desde allí salta a los
ojos. Kekec tropieza con una raíz y Marija lo acompaña con la mirada mientras
se levanta y sacude la tierra del pantalón.
—Se vuelve loco con las
hormigas —me confía.
Frunce
el ceño al enumerarme todos los tipos de pañales y las más conocidas marcas de
papillas para niños.
—Todo
eso es para timar a la gente. A éste yo lo lavo sin más, debajo del grifo y ya
está, es lo mejor para el culete... Y la papilla, pan mojado en leche, y no
veas como eructa... El diablillo...
Callamos.
—¿Los
tuyos van a estar? —Pregunta.
Afirmo
con la cabeza.
—Mi
madre, le he traído lavanda.
—Tomek y
Vanja han ido. Compraron una corona bonita y me dejaron al nene. Así debe ser,
bueno, yo no he podido. No puedo, dije, me quedaré. Estuve allí mientras la
bañaron, pero no era ella, eso no era ella...
Se
silencia y pone una mano en mi rodilla.
—Danka
está... Le gustaría ahora que yo dejara al nene y pensara sólo en... Como si
sirviera de algo, como si fuese lo único importante en este mundo. Creo que no,
no lo es... Tenemos estos diablillos... Tú también has crecido de un día para
otro, ya tienes novia y todo...
Sus
dedos aprietan mi rodilla y tiemblan ligeramente. Su ancho regazo emite a todos
lados un fuerte olor a parque y a hormigueros espachurrados.
Kekec
viene corriendo y llora. Marija lo abraza y le susurra algo tierno al oído. El
niño tiembla de miedo y la pega rabioso con la pala. Intenta liberarse del
pantalón. Ella le abre la cremallera y con dos dedos le saca fuera el gusanito.
Lo acaricia. Kekec se queda quieto y balancea tranquilamente la pala de la cual
caen hormigas aplastadas. Entre las manos de Marija emana y se levanta un fino
arco dorado.
—Así es —dice.
Tiene
una expresión atenta mientras escurre cuidadosamente la pollita de la cual se
le caen sobre la palma de la mano algunas gotitas menudas. Kekec está inmóvil y
tranquilo. La observa con los ojos muy abiertos y esta vez no vuelve corriendo
al hormiguero. Me levanto. Ella lo acaricia y le susurra.
—Dile al
señor qué eres tú. Eres el valium de la yaya. El va-li-um de la
yaya.
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