jueves, 16 de septiembre de 2010

Los que llegaron: DE QUÉ NOS ENAMORAMOS de Roman Simić



DE-2. Narrativa. 2008. Traducción de: Gloria Blazanovic. 252 páginas. ISBN: 978-84-96687-72-1. 20 €.

Con un estilo cristalino y envolvente, los cuentos de Roman Simić bucean en la vida cotidiana de sus personajes para sacar a la superficie aquello que más les define: dudas, miedos, espe-ranzas, silencios... Como toda buena literatura, una vez cerrado el libro, sus historias te siguen acompañando y te reconfortan cuando más lo necesitas. 


Jordi Punti




Nadie como Roman Simić para describir con dolor, rapidez e ironía el paisaje humano de postguerra en ese lugar que hasta hace algunos años llamábamos Yugoslavia. No sólo porque como todo croata ha vivido la guerra en primera persona (es decir, con suficiente lucidez como para después no-narrarla), sino, porque en De qué nos enamoramos ha sabido prescindir de todo odio y mostrarnos el momento en que el hombre se convierte en animal, sujeto extraño ante sí mismo. Y para esto, no sólo ha echado mano a experiencias propias, a personajes que se mueven perversamente entre Zadar y Nuevo Zagreb o a chistes sobre el reconocido arte naiv croata –tan elogiado por el nacionalismo político de los años 90–. Sino, que ha echado mano al estilo. Uno concentrado y ligero, que no se demora en concesiones, y muchas veces deja gran parte de la información debajo, tal y como le gustaba a Hemingway explicar su teoría del iceberg. Uno afilado, como si en un gesto de locura y delante de la madre de nuestra esposa, encajásemos con rabia un cuchillo en el centro de la mesa y después riéramos, riéramos... 


Carlos A. Aguilera


VALIUM


Podría levantarme, podría beber un poco de agua, podría mirar el reloj o vomitar, podría hacer cualquier cosa en lugar de estar sentado desnudo en una banqueta de la cocina concentrado en un juego de solitario.
¿Por qué hemos venido si no piensas ir? Me pregunta Ana, de espaldas, frunciendo el ceño (me doy cuenta por el gesto con el que se quita el cabello de la frente) mientras plancha mi traje negro.
Sigo callado. Hace una hora que estamos aquí. El piso está seco y huele a cerrado, la planta sobre el radiador frágil y transparente como una hoja de papel quemado. El funeral nos ha hecho volver de la costa, taciturnos y bronceados, una semana antes de lo previsto, acortar las distancias con cada kilómetro de la pésima carretera adriática. Doy vuelta a las cartas. Respiro hondo cuidando de que no me oiga.
No estábamos... digo.
Ana se da la vuelta. Bajo la mirada feroz, bajo las cejas sin depilar, las pecas se le caen del rostro a los hombros, le salpican los pechos y desaparecen entre sus pezones rosados. Está delante de mí, de pie, en bragas, inmóvil, implacable, descalza sobre el suelo gris de linóleo. Estamos a finales de agosto y en unos días vuelve al trabajo. Mi indecisión y el imprevisto funeral le acortan el verano que ya es corto de por sí.
Dejo las cartas y la miro.
Ella. Hace cuatro años que estamos juntos. Además de dar clases de lengua en un colegio, en su tiempo libre Ana es gimnasta, follamos en el suelo del salón, nos duchamos, nos secamos y tomamos café del termo, frío y con demasiado azúcar.
El negro te queda bien, estás moreno.
Me toca el labio con la uña.
¿Vas a ir?
No contesto. El teléfono suena varias veces, pero no nos levantamos; yo porque sé quién es, ella porque observa como no me levanto.
Es tu madre dice.
El teléfono calla. Incluso sin levantar el auricular, el otro lado del pasillo está lleno del luto de mi madre, de flores, de todo lo que se ha ido comprando desde el entierro de mi padre, desde que empezamos a dispersarnos.
¿Por qué hemos venido si no piensas ir?
Se pone las bragas y se apoya en el borde de la butaca de cuero.
Era tu vecina en la boca de Ana ese “vecina” suena y huele a reproche. Lo estás complicando todo.
Lo estoy complicando. Ana se levanta y lleva las tazas vacías hasta el fregadero. Debajo de las bragas tiene un culo redondo y musculoso, cubierto de espeso y corto vello dorado. Hemos pasado todo el verano tomando el sol desnudos y haciendo el amor en rocas peladas, a veces incluso ante la mirada de pervertidos y caminantes.
Vecina.
La miro. Con una mirada que puede significar todo. Me río. La toco.
No me gusta esa risa tuya dice. No me gusta cuando actúas. Eres opaco. Te pones así cuando eres débil.
En el asiento de atrás del Renault 5 de Ana, entre las toallas y los bronceadores, con marcas saladas de dedos mojados, acechan a los incautos sus manuales para la mujer fuerte y moderna, con las anotaciones coloridas de Ana dispersas por los márgenes. No lo digo en voz alta, me lo trago, quizás me molesta que todavía siga leyendo. Ana es una gimnasta leída. Hace cuatro años que estamos juntos, me conoce, no intento contradecirla, amén.
El entierro es a las dos o dos y media di-go. Silvija está segura de que comenzará más tarde, por el atasco o por el cura. El padre Josip está enfermo y dará la misa uno joven. Silvija ya le ha oído y dice que no promete mucho.
Silvija es la madre. Le dijo también: Tienes tiempo para llegar y echarte una siesta antes. Trae un poco de lavanda para que se la pongamos en el ramo, en aquellas flores de plástico, para que huela bien.
Mientras habla de Danka, a Silvija no le tiembla la voz. En el entierro de mi padre lloró muy poco, después de quedarnos solos. O ni siquiera entonces. Era primavera, por aquel entonces. La gente le daba besos, le susurraba al oído y la apretaba dejando huellas de sudor en el cuello y los hombros de su largo vestido de noche. Era un vestido nuevo, quizás no se lo había puesto antes. En él, Silvija está elegante, casi bonita. Lo usa sólo para entierros. La hace sentirse cómoda, observa a la gente y se alegra ante el protocolo establecido y ensayado del velatorio. Teme por el cura joven, me llama, añora la lavanda.
Danka era la amante de mi padre digo. Hasta la muerte de éste. Creo que murió en su piso.
La voz que llena el salón no es mía. Las frases son pesadas, torpes. Como un niño de colegio las separo y analizo para Ana: determinar el sujeto, el predicado...
Era nuestra vecina. Era bonita.
Ana está callada. Se seca la frente con la mano, deja la vajilla y se acerca. Sus dedos bronceados recorren mi rostro, secan los ojos, cierran la boca. El silencio de sus dedos sabe a detergente. Muerdo la mano de Ana, meto mi frente debajo de su axila. Huele a carne. Verano. Imagino a mi madre y mi hermana de luto, sobre la tierra pisada, junto a la tumba abierta de Danka. Le quito las bragas, me inclino y pruebo el sabor salado del sudor y la orina. Follamos. Mi padre yace sobre una mesa invisible con la boca cosida. Está gris. Danka se le acerca y lo besa. Yo no puedo. La miro. Estamos tumbados en el suelo, Ana enciende un cigarrillo, hace calor.
Danka... empiezo. Más que nada, más que un cigarrillo, me apetece decir Me hice pajas pensando en Danka Požar, pero no lo digo, no sé por qué. No porque esté muerta, seguro, quizás ni siquiera porque se trate de la amante de mi padre, gris y gastada, que yace en una mesa de metal no muy lejos de aquí, sobre un trozo de tela negra, desgastada por las pesadas espaldas y los elegantes trajes de los cadáveres. Mi padre. Parece demasiado sencillo, decir eso. Pensé en ella. Los besos de mi padre al acostarme. Los libros de Ana dirían...
Supe lo de Danka antes que Silvija. Estaba en segundo, el segundo año del colegio... No se escondían demasiado, él la invitaba a tomar un café mientras Silvija no estaba, ella venía maquillada y se sentaba en la silla de mi madre... Se reía, aunque creo que no se sentía a gusto, cogía la taza con las dos manos, cuidaba de no tocarlo... A veces me llevaban con ellos, a pasear en trineo o al circo. Mi padre no paraba de hablar, me levantaba en hombros... Delante de mí siempre se comportaban, a veces paseaban de la mano o se besaban, pero nada más que eso, salvo cuando se iban... Ella tenía una hermana, Marija, que nos esperaba delante del cine o en el parque, tenía unas manos bonitas y me cuidaba mientras ellos no estaban, sus partidas olían a jabón y crema de manos... Nunca he contado eso a Silvija, a veces deseo haberlo hecho. A él le habría dado igual.
Me río.
El fenómeno de los padres en este mundo.
Ana me mira. Se incorpora, camina desnuda por la cocina, mira por la ventana, fuma.
Quizás no deberías ir dice.
Me hice pajas pensando en Danka Požar digo.
No me mira, sacude la ceniza en la maceta de la planta olvidada sobre la costilla olvidada del radiador.
Eres un enfermo. ¿Por qué lo haces?
Espero. Junto con Silvija, huelo los trajes de mi padre cuando éste vuelve, escondido, en cuclillas dentro del armario, en invierno, en el cuarto comunal para la basura mi padre le descubre los pechos, se ríe, a la vuelta del cine deja que yo coja la mano de ella, dice que mi padre se ha muerto, Silvija la pega en la cara, lloran juntas, me voy al baño, tiemblo, tiemblo, acaricio la pernera planchada del pantalón doblado sobre la butaca.
No lo sé.
Estoy tumbado. Ella me pasa la camisa y el traje. Me pongo el traje sobre el cuerpo desnudo, calzo los zapatos en los pies.
Me voy.

***

Marija está en el parque, sentada sobre un banco bajo y sucio de barro, limpiándole la nariz a Kekec. Kekec es un niño rollizo que recuerda al ángel de pelo rizado de la tarjeta de felicitaciones y se dedica a aplastar los hormigueros con una pala roja de plástico.
Hola, Kekec digo.
Kekec se da la vuelta, levanta la cabeza por un instante, no me ve y vuelve a las hormigas.
Hola. Te has puesto guapo dice Marija.
Es robusta y, así sentada, con un ceñido chándal de color verde oscuro, parece más vieja que nunca. Respira ásperamente y se inclina a cada dos por tres para echar un vistazo al niño. Podría tener cincuenta y tantos, pero sus manos brillan suaves como las de una niña de dieciséis. La que aprieta un pañuelo enrojece como un capullo al sol.
Siéntate un poco con nosotros dice. Estamos esperando a mamita, nuestra mamita.
Se ríe y Kekec, sorprendido al oír mencionar a su madre, deja la pala y ojea a su alrededor por el parque. ¿Y tú?
Me siento. El sol trepa por las copas de los árboles y desde allí salta a los ojos. Kekec tropieza con una raíz y Marija lo acompaña con la mirada mientras se levanta y sacude la tierra del pantalón.
Se vuelve loco con las hormigas me confía.
Frunce el ceño al enumerarme todos los tipos de pañales y las más conocidas marcas de papillas para niños.
Todo eso es para timar a la gente. A éste yo lo lavo sin más, debajo del grifo y ya está, es lo mejor para el culete... Y la papilla, pan mojado en leche, y no veas como eructa... El diablillo...
Callamos.
¿Los tuyos van a estar? Pregunta.
Afirmo con la cabeza.
Mi madre, le he traído lavanda.
Tomek y Vanja han ido. Compraron una corona bonita y me dejaron al nene. Así debe ser, bueno, yo no he podido. No puedo, dije, me quedaré. Estuve allí mientras la bañaron, pero no era ella, eso no era ella...
Se silencia y pone una mano en mi rodilla.
Danka está... Le gustaría ahora que yo dejara al nene y pensara sólo en... Como si sirviera de algo, como si fuese lo único importante en este mundo. Creo que no, no lo es... Tenemos estos diablillos... Tú también has crecido de un día para otro, ya tienes novia y todo...
Sus dedos aprietan mi rodilla y tiemblan ligeramente. Su ancho regazo emite a todos lados un fuerte olor a parque y a hormigueros espachurrados.
Kekec viene corriendo y llora. Marija lo abraza y le susurra algo tierno al oído. El niño tiembla de miedo y la pega rabioso con la pala. Intenta liberarse del pantalón. Ella le abre la cremallera y con dos dedos le saca fuera el gusanito. Lo acaricia. Kekec se queda quieto y balancea tranquilamente la pala de la cual caen hormigas aplastadas. Entre las manos de Marija emana y se levanta un fino arco dorado.
Así es dice.
Tiene una expresión atenta mientras escurre cuidadosamente la pollita de la cual se le caen sobre la palma de la mano algunas gotitas menudas. Kekec está inmóvil y tranquilo. La observa con los ojos muy abiertos y esta vez no vuelve corriendo al hormiguero. Me levanto. Ella lo acaricia y le susurra.
Dile al señor qué eres tú. Eres el valium de la yaya. El va-li-um de la yaya.   




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