Digamos rápidamente que Los mundos separados que compartimos (Baile del Sol, 2013), del escritor portugués Paulo Kellerman (Leiria, 1974), es un libro triste, emotivo, que conmueve. Y digámoslo sin demora porque así es, también, como se nos presentan los breves veinte relatos del volumen que nos ocupa: directos y ágiles, sin preámbulos.
En Los mundos separados que compartimos se piensa en voz alta, en una alternancia constante de puntos de vista (masculino/femenino), lo que le da al conjunto una polaridad vibrante, no confrontativa, pero sí tensional, ambigua. O, mejor dicho, ambivalente. Aunque no es menos cierto que esta variación se revela más eficaz cuando no se da inserta en el mismo relato, sino que se produce sucesivamente, en historias diferentes (Un ejemplo de cómo este efecto se convierte en un truco efectista -por previsible- sería el relato “Las sirenas” e incluso sucede lo mismo en “Arena”).
Es un libro triste, ya lo dijimos, el de Kellerman, que se pregunta constantemente por la felicidad, la que fue y la que pudo ser o la que será. Y en ella, en la felicidad pretérita, tiene un gran peso el motivo de la infancia (la idea de la arcadia perdida, pero no por añorada, sino en trance de extravío; desatendida, más bien). “Como si fuera difícil estar con quien nos quiere”, se nos dice en el relato “Un reloj que hace tic-tac”. A lo que habría que añadir(le) la siguiente variación: “como si fuera difícil querer lo que quisimos o creer que querremos lo que ahoraparece que queremos”.
En Los mundos separados que compartimos se habla de muertes, de cómo uno debería o podría prepararse para la muerte de los otros, y de la muerte entendida como “la incapacidad de seguir esperando”. De las separaciones, de los compases de espera. Pero también de Dios y el ateísmo. Y todo perfilado por la tirantez de las relaciones entre el ideario de la sociedad de consumo y el pasado tradicional, rural, a veces incluso arcaico: que es, de facto, analfabeto. Esto tiene su codificación más clara en el temor que se expresa de continuo a los “sentimientos de plástico” y a la soledad. Se habla en Los mundos separados… de la insalvable distancia entre las diferentes generaciones de una misma familia, de su entendimiento dificultoso. Pero también se habla de la risa, y de su capacidad para la empatía. Aunque si hubiera de destacarse un tema que atraviesa todas las ficciones, sus vísceras, por así decir, me atrevería a sugerir que es la idea del pensamiento como recuerdo y la especulación de la inteligencia como una forma de enriquecer la nostalgia. Ello se concreta en el anhelo corporal de las voces vaporosas y, hasta cierto punto, irreales que hablan y hablan, agónicas e insatisfechas, en los diferentes relatos. El personaje del relato “Lencería azul” expresa muy bien esta contradicción al afirmar: “Me acuerdo de haber pensado, para mí, para el mundo: felicidad es conseguir no pensar”.
La escritura de Kellerman es de estilo parco, pero de ritmo poético, de frase secas, punzantes y, por lo general, cortas. Y va siempre al grano; no hay en los textos espacio para las migajas, ni los aledaños: el contexto es la propia elocución verbal. Lo que significa que el paisaje es un estado mental y la personalidad de los personajes nada más que un determinado registro lingüístico. En ocasiones hablan entre ellos, los personajes, pero las más de las veces hablan para nadie, reflexionan en alto; quieren creer que se comunican cuando, en realidad, hablan solos, para sí, y hablan para nada, para nada más que para seguir hablando (y no por el mero gusto del lenguaje, sino que se sirven de él para que cumpla la función de aplazamiento; de moratoria de la muerte). Por ello, no sorprende que ninguno de los personajes tenga nombre o que no se mencione ninguna ciudad ni lugar en concreto (sólo aparece América, como espacio de ensoñación para la prosperidad, y una breve mención a las “tiendas españolas” de ropa de mujer). Así, el escenario es el lenguaje. Y, de ahí, que se hable con razón y sin razón, con motivo y sin él. Que se hable por hablar.
No es, sin embargo, y como quizá pudiese dar la impresión, lúgubre, el entorno que se nos presenta en los relatos de Kellerman, sino más bien funcional. Al servicio de esas voces que van expeliendo fugazmente, una tras otra, sus emociones, cegándonos con pequeños destellos de luz, constantes, diamantinos. Kellerman trabaja con bastante firmeza las elipsis, y gracias a ellas consigue que muchos de sus textos finalicen en un punto de intensidad bien alto, no a la manera de la sorpresa o desvelando un pretendido enigma, sino con breves enunciaciones que delatan un estado de animo o una voluntad y que funcionan tal que una mini tesis para la que los relatos servirían de ensayo empírico, por así decir. Pongámoslo en ortos términos: los relatos que componen Los mundos separados que compartimos se puden considerar ejemplificaciones diversas del hecho de que mientras haya una voz que hable, habrá vida, de que mientras el ser humano se demore en relatarse, seguirá existiendo. Cada uno de los finales cumple el objetivo de ser flecha que avanza hacia delante o hacia detrás, buscando anclarse a la vida: por la vía del recuerdo o por la vía de la reflexión. Huyendo siempre de la muerte. Es iluminador a este respecto una declaración que hace el protagonista del relato “Ay”. Dice así: “(Creo que el acto más egoísta del que alguien puede ser capaz, es morir; y el segundo acto más egoísta -ante la imposibilidad de morir- es el modo personal e individualista con que los vivos se enfrentan a la muerte de quien aman.)”. En este sentido, el libro de Kellerman es un compendio de egoísmos que se nos presentan al modo del monólogo íntimo y que, en última instancia, quieren ser invitaciones al diálogo, a la confraternización, a la ternura.
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