Del variable valor que cobra la vida humana según donde uno haya nacido habla el nigerianoChris Abani en Graceland (Editorial Baile del Sol), una novela cuya lectura no le dejará indiferente
En un mundo donde nada es lo que parece, en el que abundan las mistificaciones, deberíamos agradecerle su sinceridad a Marijn Dekkers, consejero de la multinacionalfarmacéutica Bayer. “No producimos medicamentos para los indios. Los producimos para los pacientes occidentales que pueden permitírselos”, ha declarado esta semana Dekkers a la revista Bloomberg Business Week. Como siempre que a uno le puede el inconsciente, luego se ha retractado. Supongo que para Dekkers la vida humana no vale lo mismo en Alemania que en India, en Occidente que en África, pongamos por caso. Y no le falta razón.
Del variable valor que cobra la vida humana según donde uno haya nacido habla el nigeriano Chris Abani en Graceland (Editorial Baile del Sol), una novela cuya lectura no le dejará indiferente y de la que dimos algunas pinceladas hace unos meses en esta Área de Descanso.
Decía Joyce que el arte no es un modo de huir de la vida, sino al contrario, la expresión suprema de la vida. “Y el artista no es un tipo que ofrece al público el señuelo de un cielo mecánico: eso es lo que hace el sacerdote. El artista parte de la riqueza de su propia vida para crear”, escribió en Stephen Hero.
Abani, nacido en el sur de Nigeria, en Afikpo, ha sufrido en su propia carne la persecución política y desde años vive exiliado en Estados Unidos. Abani, por tanto, sabe de lo que habla cuando escribió Graceland, publicada por primera vez en España y que tuvo una buena acogida al otro lado del Atlántico.
Estamos en 1983, en Lagos, en una Nigeria postcolonial machacada por sucesivos golpes de Estado. Asistimos al paso a la madurez de Elvis, un adolescente empeñado en ganarse la vida como imitador de su ídolo, Elvis Presley. Se maquilla, hace largos trayectos en autobús –a veces jugándose la vida– desde su chabola en un arrabal de Lagos hacia la zona donde pernoctan los turistas, en busca de unas monedas. Sin éxito.
Elvis, huérfano de madre, comparte la chabola con su padre, la pareja de éste y los hijos de ella, pero no siempre vivió en el inhóspito Lagos. Tanto Elvis como su padre nacieron en Afikpo, la tierra de los igbo. Ellos mismos lo son. El contraste entre la cultura tradicional, la de los igbo, la del propio Abani, y un país sin identidad y sin futuro, gobernado por una casta militar enriquecida con los negocios –legales o no– con Occidente y cuyos despojos habitan en la ciudad de Lagos, son los dos espejos donde puede mirarse Elvis.
Fracasado en su intento de ganarse el sustento como bailarín, inmerso en una encrucijada vital, Elvis tendrá que explorar otros caminos: el de su amigo Redemption(los nombres no están elegidos al azar en la novela), un superviviente de la calle sin demasiados escrúpulos; la surrealista resistencia política junto al Rey de los mendigos; o la huida hacia Estados Unidos, la tierra promisoria.
Graceland recrea con veracidad la Nigeria de los años ochenta, la mísera vida cotidiana, envuelta en una violencia gratuita, el conflicto con el poder corrupto, la relación con un Occidente hipócrita (de ahí el valor que cobra la sinceridad de Marijn Dekkers, volvemos al principio). Durante las horas que empleemos en la lectura de la novela compartiremos la mirada de quienes viven allí, algo a lo que no estamos acostumbrados. Pero Graceland es algo más, una historia de aprendizaje, la de Elvis. Si crecer ya es complicado, imagínense en un país gobernado por una tiranía, un lugar donde la vida de la mayoría de sus habitantes no vale nada. La conflictiva relación de Elvis con su padre, un hombre que ahoga los sueños perdidos y sus fracasos en el alcohol. La vista atrás del chico hacia su propio pasado. La imposibilidad de amar en un país enfermo. Son logros de una novela escrita con eficacia y cierto lirismo y que, a pesar de su crudeza, no carece de momentos hilarantes. Si de verdad quieren leer algo distinto,atrévanse con Graceland.
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