En Perversiones y ternuras
(Tegueste, Baile del Sol, 2009), la poeta y actriz Déborah Vukušić
plantea una interesante poética a caballo entre la dramaturgia y la
poesía.
Javier Gato/Sevilla Actualidad. Déborah
Vukušić, o dos escuadrones en el cuerpo de una mujer. Actriz y poeta.
Gallega y croata. Perversa y tierna. Don Carnal y doña Cuaresma librando
una teatral batalla en un campo femenino de minas. Ella es, o ellas
son, todo esto en Perversiones y ternuras, libro -como no podía ser de otro modo- dividido en dos partes, y en edición bilingüe.
La
poética de Déborah Vukušić en este libro recuerda, como bien apunta
Carlos Salem en la contraportada, el efecto de distanciamiento que
proponía Bertolt Brecht en su teatro épico. La autora nos niega el
consuelo que proporcionan las expectativas de subjetivismo -ay, qué daño
ha hecho el Romanticismo- a la hora de enfrentarnos a su poesía.
El
yo que habla es un yo poético, indudablemente; ¿pero es también un yo
empírico? ¿Es Déborah la dominátrix, la prostituta hambrienta, la
lesbiana, la mujer violada, la que aún oye a los muertos en la Guerra de
Bosnia, o son éstos personajes de una dramaturgia en verso? La duda nos
mantiene en tensión a lo largo de toda la lectura, ahogándonos a veces
en una marea de humor sarcástico, cuando no en el profundo caos que rige
el mundo.
Junto a
Bertolt Brecht, la personalidad polimórfica de Fernando Pessoa. El
poeta como fingidor nato. Pero ante todo -siento la reiteración-, el
hibridismo entre discurso lírico y dramático. La propia autora no sabe
si calificar estos textos como “poemas o monólogos de dramaturgia
contemporánea”, y en su “Poética o vómito onanista” ironiza sobre su
propia condición de poeta, declarando que sólo llama a veces poesía a su obra “porque me gusta gráficamente la pausa versal”.
La
“Poética” con la que Vukušić inicia su doble libro contiene reflexiones
muy interesantes. En primer lugar, la poeta otorga a la creación
poética una función de catarsis y sublimación, de “vómito onanista” que
la ayuda a liberarse de “la costra de lo callado”.
Consecuentemente, reniega de la poesía como techné
al afirmar “yo no hago literatura” (“¿o si?”, parece rectificar más
tarde), y apuesta por una concepción del proceso de creación como una
experiencia de autoexploración y autodesarrollo con la cual le toma el
pulso al “ritmo de mis propios pasos”. Pasos, todo hay que decirlo,
similares a esos pasos del peregrino errante con los que se inician las Soledades de Luis de Góngora, peregrino que podría ser un trasunto del autor... o no.
El
ritmo de sus pasos se fusiona, en una actitud decididamente moderna y
con ecos de Marinetti, con “los ritmos anti-rítmicos de la ciudad”,
frente a los cuales los sonetos, en tanto que estructuras métricas
cerradas y perfectamente talladas, no son más que fósiles. Pero también
se fusiona con las voces de sus personajes, que parecen asaltarla al
final de su “Poética”.
Esta
“polifonía estrecha”, que diría Eduardo Haro Ibars, crea las
condiciones óptimas para el trabajo personal de Déborah, que se centra
en el enfrentamiento con sus propios límites y el ahondamiento en la
parte más oscura y primordial de su naturaleza humana. “Me violento a mí
misma”. Me revuelvo, trastoco, desordeno, me derribo, me echo abajo.
Todo esto significa el verbo latino perverto, “pervertir”.
Las Perversiones
comienzan con un texto, “Persona-personaje”, en el que la actriz, desde
su posición de pervertidora (en el sentido etimológico de “perturbar el
orden o estado de las cosas” en la escena y en las conciencias de los
espectadores) denuncia la hipocresía de un modo muy sugerente pero
rotundo -gracias a la agilidad del verso corto- la hipocresía de una
sociedad en la que las personas se han convertido en personajes, hasta
el punto de hacerse totalmente necesario el pleonasmo vallejiano de
“hombres humanos”.
Desde
la absoluta teatralidad rococó del vestuario de época (“nada más”: la
voz entrega al personaje, no su persona) hasta el cómic Valentina de
Crepax, la mujer fatal del celuloide o la erotomanía de la atractiva
secretaria que, en un paródico soneto, rescata el collige virgo rosas
de Ausonio, Déborah Vukušić pasa revista a las más conocidas fantasías
sexuales de nuestra cultura, burlándose de ellas a la vez. Se trata del
arma de la parodia: Déborah se hace con todos los tópicos eróticos más
manidos precisamente para remarcar su obsolescencia y derribarlos.
Con todo, la selección de Perversiones
no es del todo aleatoria; en “Météo”, por ejemplo, los celos son
significativamente incluidos dentro de lo perverso, y al final de “Trío o
Consecuencia”, la mujer que se oculta tras la máscara (en griego prósopon, y de ahí “persona”) no puede evitar que se le escape el instinto de posesión que lleva dentro.
Particularmente interesante es la última Perversión,
“Sternberg”: en ella, la poesía de Vukušić -ángel azul- ha llegado al
final del proceso de autoexploración de la autora y ha perdido su
sublime color modernista para teñirse de otro color, probablemente más
oscuro.
Definitivamente, oscuro es el catálogo de Ternuras
que la autora nos despliega a continuación. Porque como bien explica en
la nota preliminar del libro, la ternura no es para ella un sentimiento
de afectación en colores pastel, sino la máxima expresión de fragilidad
y desamparo a que nos vemos expuestos los seres humanos en un mundo
presidido por el horror.
Casi
al comienzo de esta parte, “Confesiones de bar” nos traslada a la
cruenta posguerra croata. La voz narradora parece apagarse
estremecedoramente en los últimos seis versos, como si estuviera ahogada
por el llanto. Las referencias a Croacia, tema del que ya trató la
autora en su anterior libro Guerra de identidad, se repetirán
en “Ternura 0” a la vez que cae sobre nosotros como filos cortantes una
tromba de crueldades infantiles, maltratos domésticos, violaciones,
torturas durante la dictadura chilena -o en cualquier lugar donde una
mujer caiga a manos de un hombre-, abortos.
La
sempiterna duda sobre si todos estos sucesos han sido vividos por la
autora o no nos mantiene en alerta pánica, plenamente conscientes de la
violencia que invade nuestro mundo, generándose así el mencionado efecto
de distanciamiento brechtiano. Afortunadamente, nos encontramos en
ocasiones con momentos de respiro, como la entrañable denuncia del
analfabetismo femenino en “Maruxa” o la sentimental Ternura “Honey moon, darlin', sweet honey moon”.
Aquí concluiría un somero análisis de Perversiones y Ternuras,
si bien algunos motivos, como el complejo de Electra en la obra de
Déborah Vukušić, merecerían una atención monográfica. Y es que Déborah
rebosa vidas, como un nuevo Cristo que parte su cuerpo y lo comparte con
nosotros. Porque, aparte del onanismo de su vómito, ella tiene “una
puta necesidad de contar / de comunicarme contigo”.
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