viernes, 26 de agosto de 2011

La ceniza que avanza, de Juan R. Tramunt



Acaba de publicarse un libro inquietante, un libro con seis historias recorridas por un escalofrío en suspensión a lo largo de sus tramas. La escritura con que se nos introduce en sus tragedias respectivas responde casi siempre a un tono demorado, juicioso y lleno de propiedad, apegado al detalle imprescindible que nos sitúa en el ambiente natural, sicológico o histórico de sus argumentos, pero en sus temas y su construcción se van desgranando poco a poco los más horrendos presagios o los prodigios cuyo anuncio se nos ofrece poco a poco en situaciones inicialmente triviales. Los datos se ocultan con astucia narrativa o se van ofreciendo oblicuamente como pistas insignificantes e inciertas que en un primer momento no traslucen sino fugaces sospechas, o bien se dejan caer, en ocasiones, en las contradicciones delirantes de algunas de sus voces narradoras.
Hablamos de seis relatos, cinco de los cuales son bastante extensos y alguno próximo a la novela corta. En ellos encontramos o bien a la impenetrabilidad incómoda de una conducta trastornada, sin antecedentes que puedan aclarar sus criminales consecuencias, o la profecía milenaria que vincula la continuidad de un rito inmemorial a través de las generaciones de una familia. Nos introducimos también en una magna devastación planetaria que acarrea la insegura vuelta a empezar de los mitos de la Creación. Asistimos a la vertiginosa caída de personalidad y reputación de un profesional regresado a un momento único de la pubertad, o nos hacemos testigos de una paulatina e inconcebible transformación física hacia la transparencia de la pintora que llega a prescindir, para encontrarse a sí misma, de cualquier interés en la visión del público. Y, finalmente y paso a paso, a la construcción de un delirio al que la realidad se va encargando de dar su propia lógica incontestable, con ocasionales visos de racionalidad y verosimilitud.
La desapasionada justeza de la escritura que nos conduce por los vericuetos de estas historias, para que nos entretengamos disfrutando de los detalles, de los paisajes, de las rutinas personales o las manías más o menos reveladoras de los personajes, distribuye entre sus líneas, de modo fantasmal, cuantos recursos expresivos le son necesarios para aproximarnos al secreto que se llevó tras de sí una cordura definitivamente perdida, o a la experiencia dolorosa debida a la muerte accidental y absurda de un hijo, o al regreso a la edad en que el deseo erótico era aún una devoción estrenada, sin culpa ni estrategias. Por esa misma capacidad se permite dar una pátina de antigüedad a lo que nos va pareciendo un viejo cuento de las Mil y Una Noches sin acudir para ello a ninguna imitación de sus fórmulas tradicionales, o nos sitúa de golpe en el día después de la devastación planetaria dotando de rasgos actuales, organizativos unos, coloquiales otros, a la pequeña sociedad que sobrevivió a tal cataclismo sin que nos demos cuenta al leer de por qué nos sentimos atañidos, cercanos a esa comunidad superviviente.
El resultado es la extrañeza, no sólo por las atmósferas y circunstancias insólitas de sus historias, sino porque ante ellas se despliegan la razón histórica, la experiencia, la práctica clínica, la técnica, la cultura artística, para finalmente estrellarse ante realidades que se resisten a ser hasta el final desentrañadas, ni tan siquiera transitadas. Dije que era un libro inquietante, y lo es finalmente y entre otras cosas porque sus variadas historias tienen en común lo sagrado, no necesariamente religioso. Cada uno de sus relatos ofrece el espacio inviolable, en ocasiones impenetrable, que no se deja transitar ni escudriñar del todo. El jardín inefable anunciado en una profecía milenaria no se deja ver nunca, si acaso se deja intuir por inseguras referencias indirectas; la vuelta al tiempo inefable en que el deseo era también inocencia se convierte en un viaje hacia la autodestrucción...
Lo sagrado, que inicialmente significó lo aparte, lo separado del resto por su pureza, infunde terror. Los reductos insobornables que atesoran lo más auténtico custodian y camuflan también lo más terrible, ya que el espacio de la autenticidad sin concesiones no se puede transitar saliendo ileso del intento.

La ilustración es portada de La ceniza que avanza, de Juan R. Tramunt, Ed. Baile del sol.

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