Traducción de Marjeta Drobnič y Matías Escalera Cordero
Lo urbano, el estilo austero, lo sutil del color, el humor y la ironía terapéutica, la descripción precisa de las relaciones interpersonales, las interminables guerras del corazón, la respiración y el crujido de las palabras habladas y no habladas. El sonido y la imagen para una larga estancia en la piel, los oídos y la cabeza.
(Zupan Uroš)
La superficie
Dejan el coche al borde de la carretera y el hombre lo observa preocupado dudando de si ha dejado distancia suficientemente retirada de la calzada. Se estremece ante las terroríficas imágenes: ¡algún conductor que pase despreocupado, podría rayarlo! Mira la llave en su mano, piensa en volver a sentarse al volante, corregir lo hecho, pero no puede decidirse: si lo hiciera, los labios de su mujer se apretarían formando una línea fina, ligeramente temblorosa y burlona. No sabes hacer nada bien, le delataría esa conocida mueca, nada te sale a la primera, sin tener que corregirlo.
La mujer ayuda al niño a salir de la sillita, después toma la cesta, cubierta con un paño, en la que ha colocado la merienda de la forma ordenada, y con la precisión y el detenimiento que exige el reglamento de una excursión familiar dominical. El hombre finge estar entusiasmado por tomar el aire fresco, lleno del aroma a hierba madura, pero en realidad evalúa a escondidas la posición del coche, hasta que la mujer le dice con descarado malhumor que el pequeño ha salido corriendo y que habrá que ir corriendo detrás de él.
La hierba de color verdáceo oscuro está crecida y firme, y cuando el hombre intenta atravesarla, tiene que reconocer que no huele al fresco que pensaba al principio, que, en el fondo, despide un olor pesado, casi asfixiante. Mientras el pequeño corre a través de la hierba, el hombre lo ve sólo de cintura para arriba. Acelera el paso, después se da cuenta de que así no puede alcanzarlo. Le grita que se pare, pero el pequeño sólo ríe y agita la mano. El hombre titubea, mira hacia el coche y allí ve a su mujer que le hace señales como diciendo que se dé prisa; y echa a correr.
De golpe, el pequeño se detiene en seco, como con una convulsión. El hombre se le acerca, sólo le quedan unos pocos pasos cuando ve que el niño está al borde mismo de un canal del río que atraviesa la pradera y que, hasta entonces, ha estado oculto a la vista, velado por la hierba. El pequeño oscila en el borde, vuelve la cabeza, con los ojos grandes y espantados mira a su padre. Después, su propio peso le hace caer por el borde, lo tira hacia abajo.
El hombre dispara su cuerpo, en un salto vence la distancia de unos pasos, ya está al borde, se tira al vacío, salta detrás del niño. Sólo cuando el agua turbia y lodosa que hiede a descomposición le oprime el cuerpo, recuerda: no sabe nadar. Pero ahora, ahora no importa. Como es más pesado, se sumerge más rápido, a más profundidad que el niño, lo busca bajo el agua, lo agarra por la cintura y empieza a patalear como puede para subir. Así se nada, le parece. Y así intenta hacerlo, no tiene otra opción.
Los zapatos se deslizan de sus pies y se hunden en la oscuridad de la brecha de debajo de ellos. Al hombre le parece que todo dura mucho, demasiado, que ni siquiera se mueven, que nunca alcanzarán la superficie. Y, a la vez, en un tiempo extrañamente comprimido que ha quedado detenido en su cabeza, piensa que, en realidad, no han pasado aún mucho tiempo bajo el agua, si el aire que ha tomado justo antes de horadar la superficie, aún no se ha agotado y si el pulmón parece aún estar lleno.
Pataleando por fin alcanza la superficie y saca a su hijo. Éste escupe un chorro de agua turbia y rompe a llorar. Al hombre le inunda el deseo de abrazarlo aún más, de agarrarlo en su abrazo para tenerlo así siempre, sin tener en cuenta nada más en el mundo, nada de nada; después siente que algo lo tira hacia abajo, y empieza a patalear otra vez.
Desde la orilla, la mujer estira los brazos y el hombre nota con sorpresa que es la primera vez que en su rostro puede leerse la confusión, la inseguridad y el reconocimiento de que el mundo la ha sorprendido, de que el mundo le ha demostrado que a veces no sabe cómo hacer que las cosas sucedan a su medida. Le pasa al niño: de repente el pequeño resulta ligero como una pluma, ingrávido, como si acabara de nacer y como aquella vez que lo sostuvo en sus manos por primera vez, aún húmedo del líquido amniótico, está todo suave y dispuesto, preparado para dejarse pertenecer del todo y por completo. La mujer lo baja a su lado y el pequeño se abraza en seguida a su muslo, observando con preocupación al padre que intenta encontrar un asidero entre las piedras, colocadas a lo largo de la boca del canal, para salir arrastrándose a la orilla.
Al final logra hacerlo: sale con la cara a ras de tierra, de modo que ve poros minúsculos, excavaciones de las hormigas, de los gusanos, de todo tipo de animales diminutos, y el polvo de la tierra le penetra los orificios de la nariz. Después se levanta tratando de alisar, de limpiar la ropa arrugada, mojada y sucia. Y se da cuenta: sus ademanes son ridículos. Se para y los brazos le oscilan en el aire de modo extraño y sin control. Él observa su vuelo pensando: ridículo. Ridículo.
«¿Qué tal?», le pregunta al niño. Éste lo mira serio. «Bien», dice. «Bien. Tenía miedo de que me fuese a hundir más. Hacia abajo. Hacia allí dentro». Se aprieta contra él. El hombre siente el olor a lodo y a fango en su pelo y le hace una señal a la mujer para que le dé el paño con el que había cubierto la cesta. Le seca el pelo de modo lento y suave, mientras el hijo se queda mirándolo a través de las lágrimas que caen por sus mejillas. Y dejan una huella húmeda con bordes de lodo.
Por la noche, el hombre se sienta delante de su casa y fuma. La mujer trae la bandeja. El vapor humea de las tazas con té. «El pequeño duerme», dice y posa la mano en la mejilla de su marido.
El hombre piensa en su ademán. Luego piensa en la cara que vio cuando el pequeño y él salieron del agua. No me dejaré más, piensa. Ahora lo sé: somos iguales. Iguales. Los dos ignoramos el cómo hacer las cosas. Ya no podrás ocultarlo.
Dejaré mi trabajo, piensa. No tiene sentido. Siempre el mismo papeleo. La vida es demasiado corta. Y tengo que decir cómo me siento. Decírselo a ella también. No puede seguir siendo así para siempre. Habrá que cambiar algo. También por el bien del pequeño. Podría haber seguido hundiéndose. Hacia allí dentro. Y yo detrás de él. Podríamos habernos quedado en aquel lugar. Allí abajo. Pero no. Hemos salido. Y ahora nos quedaremos aquí. En la superficie. No, no me dejaré más.
Lanza el pitillo a medio fumar al aire y lo sigue con la mirada. El último, dice. El último. El punto de brasa se detiene flotando por un momento encima de él, después se descuelga y se extingue. El hombre siente que el abierto firmamento del cielo se le acerca, que lo abraza, siente la proximidad cada vez mayor del universo, percibe la fragancia de la tenue huella de los cometas, y la gravedad de los mundos lejanos roza su cara. Las galaxias se abren y le invitan a adentrarse en ellas. El hombre lo sabe: es el principio; es sólo el principio.
Andrej Blatnik
o el olfato para el relato corto
o el olfato para el relato corto
Por Matías Escalera Cordero
Andrej Blatnik es, sin duda, un auténtico artista del relato corto. Y lo que es más importante, un artista con firma; esto es, que tras haber leído unos cuantos de sus relatos, un lector atento identificaría, sin muchos problemas, cualquier otro de los suyos, antes de ver incluso la firma del mismo.
Su estilo, inconfundible, se caracteriza, antes que nada, por su extraordinaria capacidad de síntesis evocativa —o dicho de otro modo: de economía narrativa—; esto es, en un relato de Andrej Blatnik, lo que no se dice, lo que se presupone y se sugiere, el mundo evocado por lo que sí se nos cuenta y lo que sí sabemos; la entera realidad en que se integraría el fragmento de la misma que se nos ofrece, y que aparentemente —tan sólo, aparentemente— no está narrada, es, sin embargo, una presencia tan evidente, como lo expresamente narrado; a veces, incluso más evidente que lo expresamente narrado. Se trate de la desangelada, errada e inútil existencia de esos tipos tan representativos de las llamadas «clases medias» urbanas —en realidad, seres esencialmente desclasados—, que pululan por los centros, los hoteles y los lugares de moda de nuestras ciudades, como es el caso, por ejemplo, de los atribulados protagonistas de los relatos titulados De qué hablamos nosotros dos, Los bastardos tocan canciones de amor y Más cerca... O se trate de la estupefacción que produce en ellos la recomposición de las relaciones entre sexos: en los hombres y las mujeres de hoy; como sucede, llevado al estatus mítico y simbólico, con el titulado Versión oficial, o a la síntesis desgarradora del titulado escuetamente No. O se trate —al fin— de esa imbatible crueldad del espacio/tiempo (histórico, sensu stricto: el de la vieja Yugoslavia en llamas, o el de la actual «realidad global») en que los protagonistas dilucidan sus destinos, como es el caso del titulado Demasiado cerca, o el del impresionante Cuando el hijo de Marta volvió; o el de esas dulces ácidas parodias que son La delgada línea roja o El día de la independencia.
Parece una paradoja y, tal vez, lo sea; pero es lo que experimentará inmediatamente cualquier lector que se adentre en esta suma de relatos hilvanados por la sutil, a veces, y apremiante, otras, «ley del deseo», que nos rige, puesto que rige el mundo entero. Deseo de algo diferente, de lo otro, de lo que nos dará la clave y el sentido de las cosas y de nosotros mismos, por fin. Una aspiración siempre problemática, siempre frustrante y frustrada, pero acuciante, a la espera de una oportunidad, de una decisión nuestra: liberadora y definitiva, como la que el protagonista del último de los relatos descubre mientras se hunde, pues...
... Podríamos habernos quedado en aquel lugar. Allí abajo. Pero no. Hemos salido. Y ahora nos quedaremos aquí. En la superficie...
Donde respirar al menos, y poder mirar al firmamento; en donde no encontraremos respuestas inmediatas, pero en donde habrá, al menos, la posibilidad de un nuevo principio.
Y así es, en efecto; por lo que Andrej Blatnik nos da —en realidad, las voces narradoras, sea cuales fueren, de las historias que urde— en media docena de páginas, o en una docena, podemos reconstruir todo el mundo que esas voces contienen en sí; toda una realidad narrable que no cabría contada —narrada explícitamente— en cientos de páginas. Un mundo y una realidad que, sin embargo, necesita irremediablemente de lo narrado expresamente, a menudo sólo de modo tangencial, para evidenciarse y ser reconstruida por el lector de lo explícitamente relatado; y éste es, sin la menor duda, uno de los alcances y de los valores esenciales de la depurada técnica, y del olfato para el relato corto, del autor.
El otro gran valor, la otra conquista del estilo narrativo de Andrej Blatnik —en relación lógica y coherente con el primero—, es el modo en que Blatnik presenta a sus personajes y los construye «con nosotros»; es decir, con aquellos detalles que nuestra lectura les aporta, y que, indudablemente, proceden también de «nuestro mundo» y de nuestra experiencia del mismo; el mismo mundo, y la misma realidad en la que ellos se debaten, se pierden, se encuentran y se consuelan. Una realidad, un mundo que, como hemos dicho, no es otra, no es otro, que la realidad actual, que nuestro mundo estrictamente contemporáneo; pues Ljubljana, la capital eslovena, en los relatos de Andrej Blatnik, es mucho más que la capital de Eslovenia, es la metáfora de la ciudad moderna europea; del mismo modo que los acontecimientos de la reciente historia de Eslovenia y de la vieja Yugoslavia, que están detrás de algunos de los relatos, como se ha dicho, son algo más que acontecimientos circunscritos a la reciente historia de los Balcanes, son acontecimientos de una realidad que reconoce fácilmente cualquier lector europeo actual, pues lo son de la realidad global.
Porque esa es otra de las virtudes de Andrej Blatnik, como escritor y artista del relato corto, que es un escritor y un artista europeo en sentido estricto, sin pose, ni esfuerzo añadido; que representa a esta primera generación de escritores verdaderamente europeos; que por su natural cosmopolitismo, sin pose ni esfuerzo añadido, han superado los límites de su propia lengua y geografía; esta generación que es la plasmación de un viejo sueño de muchos (o quizás sólo de algunos: quién sabe), la de un espacio/tiempo político, cultural y artístico verdadera y auténticamente europeos.
Y, por último, pero no al final de todo, está el humor; un humor que viene de la finísima ironía y la suave melancolía —en realidad una elaboradísima «irónica melancolía»— que desbordan sus historias; y que las hace amables —al tiempo que duras—, y atractivas; y, sobre todo, como decía al principio, reconocibles e inolvidables.
http://www.andrejblatnik.com/index.html
http://www.ljudmila.org/litcenter/letras/blatnik.html
http://www.webzinemaker.com/admi/m9/page.php3?num_web=4954&rubr=3&id=150292
http://www.transcript-review.org/en/issue/transcript-19-slovenia/andrej-blatnik
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