Por Ricardo Martínez Llorca
Bajo el cielo amazónico
Leoncio Robles
Baile del sol
Tenerife, 2014
270 páginas
El pesimismo, ese pesimismo social que uno inevitablemente siente como si fuera un sentimiento propio, no se aniquila. Solo cabe saber que uno pone toda su voluntad en aniquilar los motivos que generan el pesimismo. De ahí el valor que tuvo la canción protesta, o que sigue teniendo la canción protesta y la traducción de la canción protesta a otros ámbitos. Pienso en los documentales de Michael Moore o en cierta literatura, tal vez la de Saramago, sin duda la de Santiago Alba Rico. Y también en el documento. En este caso, el documento escrito. Como estas frases que Leoncio Robles (Huaraz, Perú) pone en boca de un asháninka, uno de los habitantes de las cuencas de los afluentes del Amazonas:
“–Uno no tiene palabras para calificar a esa clase de patrón –reflexionó ahora–. Un sinvergüenza. Un Explotador. Tiene al peón endeudado y hace lo que quiere con él. Si no cumple con el trato, lo amenaza incluso de muerte.”
Porque este no es un libro trasnochado. No. Da la impresión de que nos hable de cosas que sucedieron en otra época, de capataces que azotan a esclavos, de sobreexplotación, de envenenamientos masivos para que se abandone una región con intención de que un multimillonario aumente su riqueza, de policía corrupta, de territorios bajo la ley de la fuerza, de desapariciones de los que levantan la voz, del exterminio ecológico sin control. Como si todo eso que ya no parece suceder en Europa, esa lucha de clases tan cruda, tan subida de volumen, no sucediera porque Europa parece haberla eliminado. Aunque ahora podemos comprobar que sigue existiendo, hasta el punto de llamar refugiados a gente desahuciada a la que no da refugio, sino que la rechaza con violencia de gas lacrimógeno.
Esa violencia está presente en este viaje de Robles a los territorios amazónicos que bordean la frontera entre Perú y Brasil. Y allí topa con la indigencia, con el exterminio étnico, con ríos contaminados por la explotación minera, con la ineficacia de los controles sobre la explotación del bosque o su exterminio. La naturalidad con que Robles va conociendo a los personajes, tratándoles con un cariño solo al alcance de los grandes novelistas, incluso a los colonos que se avienen a entrevistarse con él, está a la altura de los grandes. No pierde de vista el motivo que le ha llevado hasta allí: el arrebato contra la injusticia. Pero incluso a los provocadores de lo salvaje que cruzan alguna palabra con él sabe describirlos con verosimilitud, es decir, con una humanidad que puede ser repugnante, pero no deja de ser humanidad.
Pero lo más interesante es el método con el que consigue dar voz a los que no la tienen. Robles es un prosista de raza, dotado de un oído fuera de lo normal. Bastan los párrafos en que el narrador describe su viaje para comprobarlo. Pero más difícil aún es conseguir reflejar la voz de los desamparados, de los analfabetos, de hombres y mujeres que apenas hablan algo de español. Y él consigue que esas voces sean creíbles. Y si son creíbles, también lo es lo que narran: los métodos de endeudamiento a los que se les somete, las fronteras que ponen a sus movimientos, su rabia frente a la imposibilidad de doblegar a un sistema más poderoso que ellos. Esa misma rabia que siente Robles, pero por la que no se deja llevar a la hora de escribir. Sin embargo, sí consigue que se apodere del lector. Porque este libro que, por razones desconocidas ha pasado desapercibido, es una demostración de gran literatura: el escritor no pierde la noción de que su proyecto literario es estético para que pueda ser ético. O para recordarnos esas cosas que está bien que alguien nos recuerde de vez en cuando.
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