Baile del Sol.- Cambios de
última hora es un libro que recoge diez de tus relatos, ¿que nexo dirías que
los une?
Elena Alonso Frayle.- Todos ellos comparten el hecho de haber sido galardonados en algún certamen
literario; ese sería el vínculo aparente. Sin embargo, creo que hay algo más, y
es que en todos los cuentos que componen el volumen está presente lo que
llamaría mi «universo narrativo», es decir, los temas o las ideas que más me
interesan en literatura —sobre
todo cuando escribo cuento—, y
que pueden resumirse en el descubrimiento; el descubrimiento que realizan los
protagonistas de las historias, que casi siempre tiene que ver con la
perplejidad, con el desvalimiento que impone la fugacidad.
BdS.- Hay una atmósfera de inquietud
en la mayoría de las historias que mantiene alerta al lector, ¿buscas así su
complicidad?
EAF.- Diría
que los autores siempre buscamos la complicidad del lector, complicidad en el
sentido de que este entienda las claves que manejamos, los códigos que el autor
despliega en una historia, para lograr transmitirla, compartirla con él. Esta
complicidad la establece cada uno de diferentes maneras y de acuerdo con los
parámetros de lo que cada cual entiende o espera de la literatura. La creación
de una atmósfera de inquietud puede ser una manera de lograrlo, puesto que
atrapa al lector, despierta su interés y lo predispone para recibir esa
historia que deseo transmitir. Además, la propia atmósfera de inquietud con
frecuencia constituye en sí misma una clave para desentrañar el sentido de la
historia.
BdS.- La
personalidad de tus personajes también es muy interesante, ¿de dónde surgen?
EAF.- Yo creo que, a la hora de crear personajes, la mayoría de los autores nos
inspiramos con frecuencia en personas reales, que conocemos o de las que hemos
oído hablar. De ellas tomamos prestados ciertos rasgos, a veces físicos, a
veces de carácter; se trata de pinceladas, que muchas veces incluso proceden de
personas diferentes, y con ellas creamos una especie de Frankenstein formado de
retazos. Al menos ese es el punto de partida. Después
el personaje crece y se desarrolla en función de lo que encarna en el relato,
de la faceta de la condición humana que, a través de él, nos interese explorar
en cada caso.
BdS.- Además de
los personajes, los objetos y el entorno cobran protagonismo en las historias.
Háblanos de tu forma de construir con ellos el relato.
EAF.- Igual que ocurre con los
personajes, mis historias siempre, o casi siempre, surgen de un chispazo de
realidad. Un recuerdo, una anécdota, una situación anómala o perturbadora que presencio
o que me refieren. Algo que se me queda rondando y que no me suelta, a veces
durante años, hasta que comprendo que debo escribir sobre ello. Ahora bien, el
hecho aislado, el detalle conmovedor, la situación insólita por sí solos no son
nada. Lo más difícil para el cuentista, creo, es encontrar el camino justo que
convierta la anécdota llamativa en material narrativo; el camino que lo lleve
de lo particular a lo universal, que transforme lo que en principio es
insignificante en algo significativo para el lector. En definitiva, en lograr
que incluso un trivial episodio doméstico —muchos de mis cuentos se ocupan de ellos: la visita de
un vendedor de productos congelados a domicilio, el encargo de una vecina de
regar las plantas del balcón, el pedido de un producto adelgazante
contrarreembolso— aparezca revestido de la facultad de encarnar determinados
aspectos de los destinos humanos.
Y para lograrlo el autor
despliega todas las herramientas que le procura el oficio; es ahí cuando entran
en juego la tan comentada intensidad, la tan comentada tensión que debe tener
un buen cuento. Es fundamental el tratamiento expresivo del tema que abordamos,
la utilización de los recursos estilísticos apropiados. Se trata, como decía
antes, de secuestrar al lector, de crear un clima que lo incite a creerse
lo que está leyendo, y para ello resulta esencial crear una verosimilitud que a
mí me gusta procurar mediante la «escritura con relieve»: dotando a los objetos
de cualidades físicas que resuenen en la mente del lector, que lo lleven casi a
visualizarlo, a olerlo, a sentir su tacto. Con ello estoy trayendo al lector a
mi terreno, lo estoy haciendo pasar al otro lado, al de la ficción, estoy
haciendo que se instale en el cuento.
BdS.-¿Crees que
lo extraordinario se desarrolla en los espacios más ordinarios?
EAF.- Rimbaud hablaba de «la
visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana
tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato». Ello enlaza con lo
que decía antes: a los autores con frecuencia nos asalta el chispazo creador a
partir de objetos y situaciones cotidianas en los que, de pronto, percibimos su
facultad de encarnar los atributos de lo trascendente. Hay que estar atento,
pues la mayor parte de nuestras vidas discurre rodeados de eso que llamas «espacios
ordinarios», con lo que, si de verdad queremos escribir sobre lo extraordinario
—es decir, lo trascendente— no nos
queda más remedio que abrir bien los ojos para detectarlo. En eso, además de
sentarse ante el ordenador para teclear una historia, consiste el oficio de
escritor. En la curiosidad. En mantener viva la perplejidad ante lo que nos
rodea, por muy vulgar u ordinario que parezca a primera vista.
BdS.-Todos los
relatos de este libro han sido premiados en algún concurso, ¿de qué forma te
han animado los galardones literarios que has obtenido?
EAF.- Yo empecé a escribir durante los años en que viví en Buenos Aires. Allí
acudía a un taller donde cada uno leía sus obras y escuchaba las críticas de
los demás. Así es como me fue formando en el oficio de escribir, y, sobre todo,
así es como contaba con un público al que leer mis obras primerizas. Después me
trasladé a Berlín y aquello me faltó. Escribía, pero no tenía a nadie que
leyera lo que iba haciendo. Y uno siempre escribe para ser leído. Entonces
se me ocurrió empezar a enviar mis textos a concursos literarios: para que me
leyeran los jurados. Me bastaba con eso, saber que alguien me
leería, y, desde luego, no se me ocurría ni soñar que alguna vez ganaría algún
premio. La sorpresa fue enorme cuando, al poco tiempo de empezar a enviar mis
relatos a concursos, comencé a recibir llamadas y correos anunciándome un
premio tras otro. Apenas podía creer lo que estaba ocurriendo. Después los
galardones se fueron sucediendo con regularidad y la incredulidad fue cediendo
paso a la satisfacción y también un poco a la vanidad, qué duda cabe. A ratos
los premios me proporcionan la ilusión de tal vez hallarme en el camino
correcto. Tal vez. La inseguridad y la crítica feroz sobre mi propia obra
persiste, a pesar de los premios, y creo que, hasta cierto punto, es saludable.
"Si de verdad queremos escribir sobre lo extraordinario —es decir, lo trascendente— no nos queda más remedio que abrir bien los ojos para detectarlo".
BdS.-¿Tienes algún relato favorito entre los que conforman Cambios de última hora?
EAF.-Quizás «Agua para las flores» es el que me parece más redondo; además, me
gusta recordar la manera tan anecdótica en que surgió (realmente mi vecina me
pidió que regara sus flores, es el chispazo de realidad del que hablaba antes),
algo tan trivial que, sin embargo, me llevó hasta la inmensa satisfacción de
obtener con él el «Ignacio Aldecoa». Pero siento una debilidad especial por «Felice
cuenta», acaso porque constituye una de las pocas ocasiones en que me he
atrevido a escribir algo cercano a lo humorístico; acaso por el juego
metaliterario; acaso porque, en realidad, es el que más cuajo de mí misma lleva
consigo.
BdS.-¿A qué
autores de relato breve sueles leer?
EAF.- Hay
unos cuantos autores a los que vuelvo una y otra vez, porque cada vez que releo
esos relatos aprendo algo nuevo. Son, en su mayor parte, autores
norteamericanos, que se centran en ese momento de descubrimiento, de revelación
epifánica en las vidas de tipos anodinos, algo que tanto me interesa cuando
escribo cuento. Me refiero a autores como Richard Ford, Tobias Wolff, Sam
Shepard, James Salter, Alice Munro, Lorrie Moore y, desde luego, los «Nueve cuentos»,
de Salinger, además de clásicos como Hemingway y Scott Fitzgerald, junto a
otros autores posteriores, los que conforman lo que se ha llamado la
«Generación quemada», —el
cuento de David Foster Wallace que da nombre a la generación es uno de los que
más me ha impresionado en toda mi vida—.
Y siempre Chéjov, por supuesto. Y el gran Nabokov.
El cuento fantástico —nos llevaría un rato tratar de
dilucidar qué entendemos por tal— nunca me ha seducido en exceso, y sin
embargo, es justo reconocer que mi pasión por el cuento debe muchísimo a
Cortázar, a quien siempre vuelvo. Más tarde descubrí a Dino Buzzati, que no sé
si se puede calificar de autor de relato fantástico, pero, a quien, en
cualquier caso, leo y releo con entusiasmo.
En cuanto a los autores hispanos, también releo a Bolaño,
a Borges —cómo no—, a Aberlardo Castillo. Me gustan mucho José Emilio Pacheco,
Fabio Morábito, Clara Obligado y Eduardo Halfon, con sus juegos
autorreferenciales y metaliterarios. Y entre los españoles, Gonzalo Calcedo, Carlos
Castán, Jon Bilbao, Juan Bonilla, Sara Mesa y Soledad Puértolas.
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