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Los paraísos escondidos también existen en Valencia. Solo hay que prestar atención. Porque el despiste y las prisas pueden provocar que al deambular por la calle Baja, en pleno barrio del Carmen, pasemos de largo la Casa Insa. Un palacete del siglo XVIII, que parece ser fue la casa del pintor Juan de Juanes. Durante muchos años fue una popular ropería que confeccionaba indumentaria fallera, vestuario para teatro y cine, trajes y vestimenta para el Corpus o disfraces para la chiquillería. Hoy es un coqueto hostel que ha duplicado la “n” en su nombre y que conserva el señorío y la elegancia tranquila de antaño.
Quedar allí con el poeta, y agitador cultural, David Trashumante (David Moreno Hernández, Logroño 1978, en su partida de nacimiento) no es casualidad. El Innsa es una de las sedes poéticas del festival Intramurs y en sus habitaciones ha descansado más de una vez alguno de esos orfebres de las palabras. David acaba de publicar la segunda edición de su libro más reciente, “A viva muerte”, poesías que combinan la comodidad de una sonrisa cómplice con el dolor de un puñetazo inesperado.
¿Cómo acaba alguien de Logroño dedicándose a la poesía en Valencia?
Ya llevo casi diez años aquí. Me vine por amor. Estaba con una chica de Madrid que quería un sitio con playa y estuvimos tanteando distintas opciones. El Norte era muy frío para ella, el Sur me parecía una regresión por la desigualdad que hay entre géneros y vinimos a Valencia a pasar un verano a casa de un amigo y nos gustó. Yo había estudiado Publicidad y Relaciones Públicas. Una profesora, que me metió en el cuerpo el gusanillo del diseño, me dijo que contactara con MacDiego que seguro que congeniábamos muy bien. Casualmente, Pau Soriano, que trabajaba allí se marchaba al estudio de Paco Bascuñán y había una vacante. Hice la entrevista y me quedé trabajando con MacDiego seis años. Me quedé sin pareja eso sí. Ella se fue a Murcia y yo ya no me moví. Valencia me resultaba, y me resulta, una ciudad que por un lado tiene suficiente marcha cultural como para enriquecerte, y por otro, además, es muy cómoda de manejarte y moverte por ella.
¿Existen David Trashumante y David Moreno Hernández o uno ha acabado devorando al otro?
Hay un David más privado que David Trashumante, evidentemente. En cierto sentido sí que hay una separación, muy leve porque al ser poeta la vida se cose bastante a lo que haces, pero sí existe un David privado. No soy un poeta excesivamente intimista, exhibicionista en el sentido de mostrar mi vida, porque no creo que tenga nada especial respecto a las de los demás. David Trashumante no se come a David Moreno, en ese sentido, porque como digo la diferencia es muy leve. De hecho, lo de Trashumante en realidad es un código entre mi madre que es extremeña y mi padre que es navarro-riojano y la trashumancia siempre se hacía desde La Rioja hacia Extremadura. Además de que a mí, como forma de vida, todo lo que es el nomadeo, lo que es errante, la nación gitana por ejemplo, lo que se mueve, lo que cuestiona las fronteras, me parece más libre que lo que se queda fijo. Si a eso unimos cuando conocí a MacDiego y su fanzine Ganadería Trashumante, y que montáramos un proyecto editorial juntos, como que todo acabó de cuajar en lo de David Trashumante.
¿Cuándo surge tu interés por la poesía?
Fue en el instituto. Estudiaba Ciencias Puras y en clase de Matemáticas me sorprendí escribiendo. Ese año fracasé estrepitosamente, repetí curso y me pasé a Letras. Y ahí tuve un profesor de literatura que tuvo mucha culpa de lo que soy ahora. Se llamaba Javier de la Iglesia, el hermano de Alex, el director de cine. Me traía a clase un montón de cosas, como por ejemplo el primer guión de “Acción mutante”. Y esa persona me inoculó el germen por la poesía. Me hizo como una tutoría bastante importante hasta que conseguí el primer verso.
Resulta curioso que fuera estudiando cuando se despertó tu interés por la poesía, teniendo en cuenta lo maltratada que está en los planes educativos, siempre más interesada en que el alumno sepa medir versos y rimas, antes de ahondar en su contenido. ¿Crees que ahí nace cierta aversión de la gente hacia ella y esa etiqueta de aburrida que tantas veces le acompaña?
Totalmente. El sistema educativo, y esto lo he hablado con amigos maestros y profesores, está sujeto a un temario obligado que exige que todos lo alumnos, como borregos, pasen pruebas sobre él. Y eso es lo que fracasa. No puede ser que lo primero que conozcas de la poesía, con quince años, sea un cantar de gesta, los sonetos o las figuras retóricas. Te alejan de la poesía, que es un ejercicio de empoderamiento, de luminaria con uno mismo,… para convertirlo en un simple ejercicio de métrica. Que no digo que no sea necesario conocer, pero primero te tiene que apasionar algo para luego profundizar en ello. Creo que el camino debería ser a la inversa. Empezar con poesía contemporánea, poesía que se está haciendo ahora, incluso entroncarla con el hip hop o las formas oratorias que ahora se manejan, para despertar interés en los más jóvenes, que pueden ser conscientes de que ellos también lo pueden practicar. Y a partir de ahí, hacer ver que eso que dice El Chojín ya lo dijo antes Homero. Hay profesores que lo están haciendo, pero… Mira, ahora estoy llevando un seminario en la Facultad de Filología, coordinado con Begonya Pozo, su vicedecana, y viene mucha gente, pero nos faltan alumnos de, precisamente, Filología, que están demasiado ocupados estudiando para examinarse.
¿Qué importancia tuvieron los fanzines en tus primeros años creativos?
Yo hacía en el instituto uno que se llamaba John Holmes Underground, que era homónimo a un grupo musical que había en Salamanca, y era alucinante ver cómo reaccionaban los profesores y los compañeros. Que el nombre rindiera homenaje a un actor porno de los 70 lo veían como una cosa depravada, aunque en realidad era un fanzine literario. En aquello años, en Logroño, había bastante movimiento fanzinero y de autoedición. Para mí, los fanzines, son algo importantísimo en el desarrollo de cualquier persona que quiera ser creativa. Recuerdo mucho su frescura y también todo el proceso de elaboración y distribución del mismo. Una época alucinante de conocer a mucha gente y vivir muchas cosas. Y no hay que olvidar que eran tiempos sin internet y todo costaba muchísimo más.
¿Hubiera sido otra tu trayectoria sin ese pasado fanzinero?
Cuando cumplí 30 años hice balance de mi vida para saber si realmente era un poeta, o un editor, si me podía considerar artista, y recordé que ya con 17 estaba haciendo fanzines, carteles, presentaciones,… como si aquello hubiera marcado un destino del que difícilmente puedes escapar. Los fanzines fueron fundamentales en mi vida. Además te permitían relacionarte con más gente como tú.
Después de diez años en Valencia, eso ya se refleja en tus poemas.
Estoy muy enamorado del País Valencià. Soy un maulet castellà (risas). Estoy totalmente involucrado. En mi obra creo que se nota en la acidez, en la mala llet, en lo hilarante,… Aquí el clima es totalmente distinto y es cierto que, a veces, tengo morriña del cielo encapotado, de inviernos fríos de verdad, de la estacionalidad, de que caiga la hoja, pero Valencia tiene algo que te conquista y no es solo por el clima, es la gente, su actividad frenética, las personas que luchan desde su posicionamiento crítico, ese pensar y hacer,…Todo eso me ha contaminado y lo notan mucho cuando voy a Logroño, que casi me consideran más valenciano que de allí. Pero aún así, estoy luchando mucho por permanecer allá, quiero ser también profeta en mi tierra.
En 2006 publicaste tu primer libro, “Parole, parole y otras palabras”.
Fue un libro que publiqué en la colección Poemas Desechables, de Ediciones Trashumantes, que fue la editorial que apadrinó MacDiego. Llevaba trabajando en él cinco o seis años, lo tenía bastante depurado y puestos a lanzar la editorial, hice lo que hacen muchos editores en estos casos, empezar conmigo y con otro autor, Gonzalo Escarpa. “Parole, parole y otras palabras” lo recuerdo con mucho cariño, es un libro de toda una época, de amor. Juré que sería el último libro de amor que iba a escribir en mi vida y no ha sido así (risas).
¿Se siente uno más poeta cuando su obra está publicada?
La poesía no es exclusiva del texto. Existe de múltiples formas. Hay personas que se pueden sentir poetas en su vida diaria sin tener que escribir. Pero sí que es verdad que desde el momento en que eres consciente de que has editado algo y de que el libro vive por ti allá donde esté, tienes la sensación de haber dejado algo en el mundo y eso te centra en que ya eres poeta y estás ahí. Constatas una realidad. Lo que pasa es que como yo me lo autoedité siempre he sido muy escéptico de si era un poeta o no de valía, porque no puedo ser objetivo conmigo mismo. Necesitas que te editen otros para comprobar que hay un acto de fe en tu trabajo.
Eso ocurre ocho años después con “El Amor de los Peces” (Unaria Ediciones, 2014). ¿Por qué tardas tanto tiempo en volver a publicar? ¿Dejaste de escribir durante ese período?
Me dediqué mucho a Ediciones Trashumantes. Durante los cuatro años que duró la experiencia descubrí que una editorial da muchísimo trabajo y muy pocos ingresos. Me quitaba mucho tiempo. Yo me dedicaba mucho a mis autores. Hacía management, les buscaba bolos, iba a un montón de ferias, … Pero, además, esos ocho años coincidieron, con dos crisis sentimentales, la segunda de las cuales me dejó reventado. Por aquel entonces tenía, también, un planteamiento vital de conseguir primero cierta estabilidad, pareja, familia, una casa,… y luego ya dedicarme a escribir. Eso me llevó a un sufrimiento extremo porque la poesía no entiende de jornadas partidas, no es un hobby y yo lo traté como tal durante ocho años. Cierto es que de mi experiencia en Ediciones Trashumantes terminé muy desengañado con este mundillo. Acabé relacionándome con determinados círculos de la poesía cool en Madrid, festivales como el Yuxtaposiciones,… y ver todo lo que había detrás de todo aquello, intereses, conflictos, riñas, cuando yo iba con toda mi ingenuidad y mi buena fe, me desgastó mucho.
Recuerdo ese período como unos años oscuros a muchos niveles. No escribí, prácticamente, ni una sola línea. Y, también, una sensación de fracaso porque la editorial cerró. Cuando mejor empezaba a ir, nos llegaban mejores títulos, … yo no me veía con energías. Editar es un acto responsable para el que no me sentía con fuerzas.
“El Amor de los Peces”, en el que firmabas poesías e ilustraciones, tenía su prolongación más allá de las páginas del libro, con la posibilidad de escucharterecitar las obras en un bandcamp.
A mí lo que más me ha caracterizado siempre, más que publicar, ha sido lo escénico. Me llama mucho lo oral. Y siempre he querido generar una obra poética que, realmente, pueda calificarse de posmoderna, que no solo trabaje conceptos como el apropiacionismo o muchas de las cosas que ha postulado Agustín Fernández Mallo con su pospoesía, como coger de otros lenguajes o que todo sea materia susceptible de conformar una obra. Me interesa integrar la oralidad, el vídeo, la acción… y eso se solía concretar en proyectos escénicos más que en libros. Con Eddie (J. Bermudez) y Pedro Verdejo montamos Poetiks, un grupo de polipoesía, y con la excusa de necesitar textos para recitar tuve que volver a escribir. Además, después del último desengaño amoroso necesitaba reírme del amor, evadirme de él, quitarle gravedad al asunto. Con todo ello, nace “El Amor de los Peces”.
Ese mismo 2014, también editas “Tacto de Texto” (Ed. del 4 de Agosto).
La ortodoxia poética siempre habla de la voz poética. La propia palabra lo dice, voz, será por algo, ¿no? Y en “Tacto de Texto” fui un poco más lejos en ese sentido, porque metí códigos QR con vídeos. Al final es dotar al libro de algo más y, afortunadamente, hoy en día con las nuevas tecnologías se puede hacer.
Un año después llega el libro “A viva muerte” (Baile del Sol). ¿Hay que entenderlo como un simple ejercicio creativo o te sirvió para exorcizar algún temor que tuvieras hacia la muerte?
Pues sí, lo segundo. Como buen virgo que soy, sufro de hipocondría (risas). Los años oscuros, esos ocho años en blanco de los que hablábamos, en las dos relaciones sentimentales tuve crisis de ansiedad, fruto de un estado de estrés muy grande. Eran prácticamente diarias. Esa sensación de muerte inminente, de creer cada día que te daba un infarto u otra cosa, provocó que un día me plantara y dijera que iba a por ella, en lugar de esperar a que viniera a por mí. Entonces empecé a escribir textos que me llevaran al momento de fallecer. Como decía Machado y dice Antonio Orihuela en uno de los prólogos del libro, cuando está la muerte tú no estás. Ese imposible me pareció un reto que la poesía pudiera conseguir llevar. Toda la primera parte del libro es un intento de acercamiento a esa especie de limbo, de ese momento eterno que es el de morirse. A raíz de eso, encontré axones que me llevaban a la concepción de la muerte a nivel cultural, de cómo la concebimos en Occidente, y también me resultó interesante trabajarlo en el libro. Al igual que el sufrimiento como una sensación de muerte diaria, muy presente en este sistema tan opresivo en el que vivimos. Sin olvidar que vivimos en una sociedad en la que parece que no nos vamos a morir nunca y que envejecer es una mierda porque pierdes todos los atributos que se valoran. Esa necesidad de dar presencia a la muerte, de que nadie hable de ella, me empujó a tirar del hilo.
A pesar de ser la muerte el eje central del libro, el humor tiene mucha importancia en el mismo.
La ironía siempre me ha parecido una manera inteligente de ver la vida, o por lo menos de hacerla más soportable. En “A viva muerte”, el humor tiene una doble vertiente. Por un lado, porque es algo muy maltratado por la ortodoxia poética y si haces un chiste tiene que ser para ti y para los siete que se han leído a Schopenhauer en integridad. Me interesaba el humor como una forma de disidencia, de quitar plomo a la poesía. Y, por otro lado, el humor como una forma de rebelarme contra la muerte. Saber que es lo más serio que puede haber, pero aún así mirarle a los ojos y reírme en su cara como una bravuconada que la licencia poética me permite. También, me di cuenta que estaba quedando un libro muy duro, muy trallero, y decidí levantar el pie del acelerador hacia la parte final, porque además el humor tiene una cosa cojonuda, relaja al lector o al oyente. Y una persona que está relajada, que confía en que le vas a hacer pasar un buen rato, no se ve venir la carga de profundidad que hay en un texto. Cuando termina, dice “sí, me he reído, pero lo que me ha contado no tenía ni puta gracia”. El humor rompe las defensa del lector.
¿La poesía tiene que tener siempre un compromiso social o político?
Para empezar debe de ser creativa. Tiene que decir las cosas de alguna manera que te llame la atención, que te mueva, porque para eso utiliza el lenguaje. Hago una crítica muy exacerbada a la poesía de la conciencia crítica, aunque la practique y admire a un montón de poetas que forman parte de ella, porque considero que lo explícito y lo crudo hay ocasiones en que se malinterpretan creyendo que sensibilizan y es todo lo contrario. Yo parto de que todo, absolutamente todo, es política. Cuando tiras un papel al suelo en lugar de hacerlo en una papelera estás haciendo política. La política no deja de ser la gestión de lo público, de aquello que es de todos. La autogestión de uno mismo es básica. Y, luego, hay cosas que me cansan. Yo no soy obrero. ¿Por qué voy a hablar de los obreros? Puedo solidarizarme con los obreros y hacer mil cosas más útiles por ellos que escribir un poema que hable de la clase obrera. Intento enfocar la crítica social o política desde la pasión, desde el corazón. No me gusta el panfleto en sí porque denigra el arte como si este no fuera de todos y todas. Y debe de serlo.
Tus poemas tienen una carga visual muy fuerte. ¿Durante el proceso creativo está presente esta imaginería visual?
Por supuesto. Hay compañeros poetas a los que envidio porque son megasensoriales, puedes oler lo que te cuentan, sentir el tacto,… pero yo soy más visual. Trabajo desde la imagen porque mi cultura básicamente es visual, nací con la televisión a pleno rendimiento. Lo que sí consigue el poema, que no la imagen, es que te pueda afectar más. Seguramente porque eres tú el que tienes que generarla.
Los primeros versos de tus poesías suelen tener mucha fuerza. En “El duelo”, por ejemplo, empiezas con “Hace 15 años que no lloro” y resulta difícil no querer seguir leyendo. ¿Cuidas mucho esos inicios?
Para mí, los poemas funcionan con un principio, un nudo y un desenlace, aunque no siempre sea así, ni mucho menos. En eso soy muy ortodoxo. Normalmente, el poema me viene a nivel conceptual, sé cómo lo voy a hacer. Cuido mucho el principio y el final. El principio tiene que ser muy potente y el final te tiene que dejar clavado. Valoro a los poetas que defienden que todo el libro tiene que tener la misma intensidad, pero soy de los que piensan que todo poema se la juega en su primera estrofa. Que continues leyendo o no, depende de ahí.
Hay un poema, “Aniquilación de lxs poetas caracoles zombies”, el más extenso del libro, en el que criticas con ironía a los poetas solemnes.
Ese poema lo escribí en una blackberry en un recital a 8 que vi en La Nau. Lo que ellos me estaban dando sólo me provocaba ese desprecio. Y me incluyo en la crítica porque los sermones también hay que dárselos a uno mismo. Pero es un poema muy dirigido a todos estos poetas, que son la inmensa mayoría, que son los principales responsables de que la poesía no sea un arte popular y de que, a día de hoy, se siga percibiendo como un arte coñazo, vacío, que no dice nada. La poesía académica, como toda academia, pierde muchas veces el contacto con la realidad, con lo que está sucediendo, con lo que está fresco. Hace poco, Carlos Marzal se despachó diciendo que la poesía que se hacía en los bares no era poesía. Hombre, ¡por favor! Ese tipo de cosas hacen necesario que escribiera este poema. Están dinamitando esta historia. ¿Vamos a tener que seguir hablando de mitos griegos? Al final, todas estas riñas por estética me parecen muy estériles, porque todas las manifestaciones, aunque estéticamente sean diametralmente opuestas a la tuya, tienen algún valor. Todo esto lo que provoca es que la poesía sea esa niña llorona que reclama, todo el tiempo, más atención.
Ese día en La Nau me pareció muy triste lo que estaba viendo. Todos los poetas de cara al público. No se miraban. No se escuchaban. Tenían una actitud protocolaria que representaba justo lo contrario de lo que debe de ser un poeta. Estaban encantados de sí mismos. Y eso era un reflejo de lo que ocurre en la realidad. Poetas que solo van con su circulito. Así nos vamos a pique. La poesía se va alejando de la gente. Hay que hacerse en un principio más accesibles para que el lector se acerque. Ahora mismo, la poesía más intelectual, o digamos más hermética, está todo el rato retorciendo el lenguaje y hablando, constantemente, de sí misma. Ha perdido el contacto con todo.
¿Cuál es el estado de la poesía en Valencia?
Desde fuera ven Valencia como el vergel de la poesía. Y en algún sentido lo es. Hay muchos cenáculos, bares y espacios donde la gente se reúne para recitar poesía. Está el caso deIntramurs, que apostó desde el principio por la poesía y ha incorporado mucha en su programación. Otros festivales, como por ejemplo Russafa Escénica, a través de Ana Sanahuja, también han abierto su espacio a la poesía. Digamos que se ha popularizado en su práctica. Una práctica construída ajena, totalmente, a la poética oficial, tanto en valenciano como en castellano que ellos siguen en sus circuitos. Aunque ha habido bajas importantes como el Café Malvarrosa que cerró, pero sigue activo en otros proyectos, han abierto otros cientos. Nos encontramos con una ciudad con muchos recitales a la que le falta muchísima escucha. Y también, muchísima lectura. Me sorprende la gran cantidad de poetas que están todo el día recitando y no leen una mierda, o se leen entre sí.
Además, la comunidad poética está profundamente dividida. Tenemos la órbita de losmarzales que creen que la poesía solo se puede hacer en los museos, o los vicentegallegos, o Pre-textos que ya solo publican talentos jóvenes si llegan a través de algún premio. Las librerías siempre están muy activas. Y también la movida baretera muy intensa. Pero no se asocian todos. No se genera un circuito. No se consideran y siguen compitiendo. En este contexto, yo me declaro trashumante. Puedo ir a un recital a una galería de arte, como puedo estar en una librería, como en un bar. Toda la poesía me interesa. Además, necesito hacer un juicio. La gente en el mundo de la poesía suele hablar de oídas. No hay interés y consideración hacia el otro. Tampoco se lleva bien la crítica constructiva. El poeta es como un ente al que no se le puede criticar. Y luego están las envidias. Lo veo en cada edición deVociferio, que codirijo con Raul Lago. No vienen casi poetas. E incluso algunos se enfadan porque no se les invita. Lo normal es que vinieran a ver qué es lo que estamos proponiendo porque, a lo mejor, aprenden algo y asumen de una vez cuál es su lugar, porque hay gente que está trabajando la poesía, ahora mismo, de una manera sublime. Pero parece que solo haya que fomentar el localismo. Y eso es justo lo contrario del propósito de Vociferio. Este año, en junio, por cierto, el spoken word será el protagonista del mismo.
En definitiva, Valencia es como un carguero que va a la deriva, con un gran volumen de actividad, pero sin embargo no ves nada hermoso. En ese sentido, me he posicionado e intento promover trayendo muchos poetas de fuera de Valencia porque es necesario oír otras voces distintas a las de siempre. Estoy, también, trabajando con Pau Sif para establecer vasos comunicantes entre la poesía en valenciano y en castellano para que convivan en una misma escena. Además, estoy en la organización del Slam Poetry, en el Kaf Café, que es un concurso de poetas al que la ortodoxia le ha metido mucha caña porque dicen que la poesía no es competición. ¿Les tengo que recordar sus malditos concursos literarios? ¿Eso qué es? ¿Eso no es una competición? La diferencia es que en el Slam se compite desde una manera más lúdica y es el público el que decide con su voto. Para mí es un trabajo de base. Durante una hora y media o dos, tenemos a ochenta personas pegadas a sus asientos, en torno a la palabra. Seguramente no conozcan a Rimbaud ni hayan leído en su día a Ramoneda, pero en ese momento están ahí. Y eso les vincula a un movimiento que está emergiendo desde los bares, a los que un crítico de El País llamó “Los Intensitos”, que son un grupo de jóvenes, de unos 20 años, que siguen la estela de cantautores como Marwan o Diego Ojeda, que se han pasado a la poesía, y de fenómenos poéticos como Irene X, Luna Miguel, Escandar o el veterano Carlos Salem. En el fondo hacen una poesía muy testimonial, muy emocional, de hablar de sus cosas, desde una estética post-bukowskiana del alcohol, la noche, la luna,…muy sexual y gamberra, y se les ha puesto a parir. Yo rompo una lanza por ellos y recuerdo a los que les critican, que todos ellos empezaron leyendo a Neruda y aullando a la luna en sus poemas.
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