Se podría decir que la llegada (con un año de retraso) a la
maravillosa crisis de los treinta. En realidad, en mi
interior se estaba despertando una voz inquieta que llamaba al cambio y esta
voz se unía a cierto sentimiento de orfandad. Se abría una pregunta: ¿quién soy
yo después de todo esto?, ¿dónde están mis manos, mi boca, los dedos que
escriben?, ¿cuál es exactamente, de dónde parte y hacia dónde va la historia
íntima de mi escritura? “Yo era eso que se perdía”, dice Carlos Pardo en su
novela. Pues eso.
Llevaba mucho tiempo sin escribir, pero la lectura de Geografías de Niebla de la mexicana
Valerie Mejer y el poemario Los amántopos
de Susana Barragués agitaron mis manos y me puse de nuevo a escribir. Con
ganas. Luego llegó Ahora, escribo de
Lolita Bosch, una especie de autobiografía con un tono poético muy marcado que
justamente hablaba de un problema con el que me estaba encontrando en ese
momento: el nacimiento de una voz. La imposibilidad de escribir, la pregunta
sobre la relación con la escritura...
Y fue curioso, porque la escritura me llevó a plantear cuestiones que,
de otro modo, no hubieran surgido. A partir de una serie de poemas, empecé a
preguntarme quién era yo en ese preciso instante y qué quería, cómo quería
vivir y qué quería decir (y qué no, claro).
- La mayoría de los poemas que contiene son breves y
despojados de adorno, casi descarnados, ¿era este tu propósito?
Se podría decir que la llegada (con un año de retraso) a la
maravillosa crisis de los treinta. En realidad, en mi
interior se estaba despertando una voz inquieta que llamaba al cambio y esta
voz se unía a cierto sentimiento de orfandad. Se abría una pregunta: ¿quién soy
yo después de todo esto?, ¿dónde están mis manos, mi boca, los dedos que
escriben?, ¿cuál es exactamente, de dónde parte y hacia dónde va la historia
íntima de mi escritura? “Yo era eso que se perdía”, dice Carlos Pardo en su
novela. Pues eso.
Llevaba mucho tiempo sin escribir, pero la lectura de Geografías de Niebla de la mexicana
Valerie Mejer y el poemario Los amántopos
de Susana Barragués agitaron mis manos y me puse de nuevo a escribir. Con
ganas. Luego llegó Ahora, escribo de
Lolita Bosch, una especie de autobiografía con un tono poético muy marcado que
justamente hablaba de un problema con el que me estaba encontrando en ese
momento: el nacimiento de una voz. La imposibilidad de escribir, la pregunta
sobre la relación con la escritura...
Y fue curioso, porque la escritura me llevó a plantear cuestiones que,
de otro modo, no hubieran surgido. A partir de una serie de poemas, empecé a
preguntarme quién era yo en ese preciso instante y qué quería, cómo quería
vivir y qué quería decir (y qué no, claro).
- Ese lenguaje poético nos lleva a paisajes interiores y exteriores llenos de huecos, ¿es ahí hacia esos vacíos hacia los que diriges tu mirada?
Exacto. Hay un verso de la poeta Mary Jo Bang con el que me siento muy identificada: “Ella se pregunta qué podría pasarle si cayera a través de toda esa oscuridad por la que está mirando”. La respuesta a esa pregunta es el propio poemario.
Por eso, son la grieta, el tajo y lo cercenado lo que me interesa. Y el paso de la luz por todos estas rendijas. La escritura abre esas rendijas, te guía por esos huecos y te hace mirar e inventar. Partir de la realidad, abrir un hueco y dar entrada a la ficción. Hay una frase de Entre actos de Virginia Woolf que me gusta mucho y que sirve para explicar esta relación: “Todo estaba igual pero en un mundo diferente”.
Es como si construyeras un mapa, una
cartografía inventada a partir de una anécdota cualquiera, y viajaras por él.
Eso es lo que me atrapa de la lectura y de la escritura. Es un poco como Alicia a través del espejo. Tú eres
quien inventa las reglas, juega, introduce una voz u otra, una imagen u otra y
crea, con total libertad, un mundo a su antojo. Después, te sientas y
contemplas. Y lo mejor es que son tus pulsaciones, tu grafía, quienes marcan la
arritmia o la taquicardia.
- Se aprecia además una enorme curiosidad y respeto
por la palabra, por su significado más profundo, ¿es así?
Sí. Por un lado, es la materia con la que
trabajamos y creo que cualquier poeta que ame su trabajo siente la necesidad de
sumergirse en él y de lanzarse de cabeza a las profundidades, para ver qué hay
y averiguar qué se mantenía oculto hasta el momento. Veo la relación con la
escritura como una labor de des-ocultamiento y de re-flexión en el sentido de
combar y curvar la palabra al máximo, para ver qué puede salir de ahí. Si hay
cosas que ni siquiera sé explicar, voy a crear términos que me ayuden a hacerlo.
No se trata de domar el lenguaje, sino de ver qué forma toma ante lo que tú
tienes dentro. De dejarlo ser y esperar a ver qué pasa. Siempre te sorprende. Y
si a nivel lingüístico esto no sucede, entonces, ¿para qué?
Y por otro, para mí s un territorio níveo que
me brinda una libertad total. En ningún otro territorio me siento tan libre. De
ahí el amor y el respeto. ¡Me encanta escribir! Es un espacio secreto, de uno,
libre y, al final, compartido. Vamos, que lo tiene todo.
El blanco es la capa que va
quebrando, que va perforando, la escritura. El blanco y la nieve son el punto
de partida, lo acallado, la voz que no llega, una voz informe y mansa, sumisa,
y, aunque, de entrada, en nuestra cultura el blanco tenga un viso de pureza,
también se puede ensuciar y hacer trastadas con él, también se puede poner todo
patas arriba y partir de ahí. Hacer estallar la pureza impuesta del blanco y
verla caer en pequeños copos. No desaparece el blanco, sino que se desplaza,
cambia, pero sigue formando parte de nosotros. Es sólo que a veces apetece
emborronarlo todo.
- ¿Tu voz arde para quebrar el hielo?
Tal y como he comentado al responder la
primera pregunta, fue la escritura, el hallazgo de una voz nueva en la que
sentirme cómoda, la que me llevó o la que facilitó la construcción de un hogar
en mitad del paisaje. Un paisaje que a veces resulta agradable, luminoso o
cercano, pero que otras veces se vuelve agreste, gélido y pedregoso. Frente a
esto, la palabra. En el principio era la
nieve me hizo entender que, desde un punto de vista poético, somos una especie de caracola que siempre
lleva consigo una casa: la escritura. Y lo bueno es que se trata de una casa
móvil con la que te puedes mudar a cualquier lugar del mundo. Da igual qué
ocurra fuera, la concha está ahí. Y perdura.
- Dices que te
gustan las cosas imperfectas, la nieve, los cacahuetes con wasabi, los
perros y la gente risueña, pero, ¿de qué se nutre tu poesía?
De luz. De tierra y
sombra. Pero, sobre todo, de luz. Y cuando digo luz me refiero a un paisaje, a
un rostro que ríe, a mi perra cuando corre como una loca entre los trigales
persiguiendo a otra perra o persiguiendo no sé qué olor, qué rastro. De
velocidad y silencio. De manos que abarcan y de otras que se alejan y que,
torpes, no saben cómo decir adiós. De la ternura que me despiertan unos dientes
irregulares, un diente montado sobre otro. De tropiezos y aturdimiento. De mi
relación con las palabras hogar, casa, ventana, familia, pareja. Y de la aceptación
de la soledad.
De la relación
entre lo vivo y lo inerte, pero sobre todo, se nutre de lo vivo, de todo
aquello que posee la condición del vuelo, la cinética, de todo aquello que,
tanto interior como exteriormente, posee la capacidad de desplazarse. Lo que se
desplaza y cambia, encoge o crece, me interesa. Supongo que porque es el cambio
lo que hace que me sienta viva o, simplemente, por pura curiosidad: una piedra
que hoy se muestra gris plomiza y oscura puede virar hacia un tono más rojizo
mañana debido a un cambio sutil en la intensidad de la luz. En ese sentido,
algo que aparentemente está inmóvil puede desplazarse o verse alterado. Pienso
que la poesía debe aprehender esos cambios, amasarlos y unirse a ese
movimiento.
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