He de empezar confesando algo: la tarde que leí el escueto mensaje de
Inma proponiéndome participar en la presentación de “Aliméntame”, literalmente,
me puse malo. Nada el plan escatológico; simplemente me puse colorado hasta las
orejas y tuve una serie de sudores fríos un tanto desagradables. Los que me
conocen dicen que no sé mentir, o más exactamente dicen que salta a la vista
cuando miento; me pongo rojo como un tomate y sudo como si estuviera al borde
de un infarto.
Supongo que esa es una de las razones por las que escribo, porque puedo
fabular lo que quiera sin que nadie se fije en cómo mi cuerpo reacciona a todo
eso que mi cabeza crea. No siempre es así, la mayoría de las veces, cuando
escribo, logro controlarlo, pero la vida
es otra cosa. Sin embargo a veces lo paso mal, pero es poco el peaje y siempre
me gusto a mí mismo cuando consigo llegar al final, sea este cual sea: punto y
final, the end, continuará, capítulo, artículo, relato o primer acto, pues hay
una certeza terrible en el hecho de escribir, una certeza que todos olvidamos o
fingimos haber olvidado, y es que un texto nunca se acaba, ni por parte del que
lo escribe, que podía pasarse la vida corrigiéndolo si pudiera o le dejaran, ni
por parte del que lo lee, ya que es bien sabido que no hay dos personas que
lean de igual modo el mismo texto. Mi Anna Karenina no se parece a la de nadie
más, y no es porque yo sea especialmente desgraciado, sino porque es solamente
mía. Mi Kolja, el inmenso personaje del relato de Roman, “El hombre con bragas
de mujer”, tiene la cara de mi otorrino; una vez le vi reír mientras le contaba
mis últimos dolores de oído y pensé: “así reiría Kolja si yo fuese Bruno”. Y el
hospital donde ambos fabulan sobre la historia de los muertos que estudian, se
parece mucho al hospital 12 de Octubre en 2002, cuando estaba en obras y de los
techos colgaban cables, apestaba a lejía y yeso y metían a los pacientes de
cardiología en la planta de geriatría.
De todo esto que acabo de decir quédense solamente con una cosa: que fue
leer que Inma Luna me proponía presentar el libro de Roman Simic, y me puse a
sudar mientras la piel de mi rosto se incendiaba. Normalmente una persona
reacciona de este modo cuando siente vergüenza por algo o de algo, vergüenza de
algo propio, por algo que está dentro de nosotros y que nos incomoda. A mí lo
que me incomodó de la propuesta de presentar este libro no fue que esté enamorado
de la literatura de Roman Simic y que Inma Luna pensase en mí para hacerlo; lo
que me incomodó fue yo mismo, y sentir inmediatamente, de manera física, que lo
que podría decir sobre “Aliméntame”, puede decirlo cualquier otra persona mucho
mejor y que, vaya, igual no merezco tanta suerte.
Realmente el verdadero dilema es que, hablar de “Aliméntame” me obliga a
pensar, a dejar de ser algo así como un fan más o menos entusiasta, un lector
anónimo, y me veo forzado a tener que descubrir los resortes de su literatura.
Hablar de “Aliméntame” me obliga a articular lo que puedo sentir al leerlo para
explicarlo razonadamente y que, además, alguno de los que están escuchando
estas palabras, sientan la necesidad no solo de comprar este libro, sino de
leerlo con avidez. El problema es que hay cosas que no se pueden razonar, o al
menos yo no sé. ¿Por qué me acelera el pulso la música de Coltrane o de Iron
Maiden, por qué me hace llorar la pintura de Pavel Filónov, por qué me sonrojo
cuando veo a Julie Christie interpretando a Lara en Doctor Zhivago, por qué no
puedo dormir cuando leo a Bulgakov o a Miljenko Jergovic? No lo sé. Pero me
pasa. Me gusta responder del mismo modo cuando algo me interpela visceralmente.
Dejando de lado el tema de “la otra mejilla”, me gusta responder con pasión a
la pasión, me gusta responder al trabajo con trabajo, y también me gusta
responder con desdén al desdén. Y la literatura va de eso, de interpelar al
lector contándole una historia de la mejor manera que uno sea capaz esperando
una reacción. Empatía de alto espectro, podríamos llamarlo, no es algo que uno
deba aplicar a todos los aspectos d ela vida, pero tampoco está mal cuando
hablamos de arte.
Salta a la vista cuando un escritor te mira a los ojos y te reta, cuando
se ha dejado un trozo de su vida por contar la de alguien que no existe, o que
no existe al menos en teoría; se nota cuando el talento de un escritor ha
conseguido salir y te lo ha dejado a la vista en un párrafo genial. Y también
al revés: uno con el tiempo puede saber cuándo le dan gato por liebre. Como
dice Rafael Reig, lo que más me molesta en la literatura es cuando me intentan
vender como jamón de pata negra lo que no es más que mortadela. Entonces, ¿por
qué creo que la literatura de Roman Simic me partió por la mitad? Intentaré
articular una pequeña explicación.
“Aliméntame”, el libro, tiene la embaucadora verborrea fabulosa que
oculta lo que de verdad merece ser contado pero nunca se dice. Relatos como “Objetos
que se hunden” o “Telefonía” son
pequeñas estampas que te reconcilian con la literatura y echan el freno a la
fugacidad con la que nos obligan a vivir la vida. Relatos cortos que tienen el
mismo peso que otros más largos, como “De todas las cosas increíbles”, donde
Strajcer, La cubana, Neda o Lada son las imprescindibles teselas de un mosaico
terriblemente hermoso. Leer a Roman Simic te sumerge en una especie de ebriedad
literaria y sí, deja resaca, pero no es la dolorosa y típica resaca de la
mediana edad, sino la de los veinte años, cuando los libros resultaban tan
vitales e imprescindibles como los amigos o unos hombros desnudos iluminados
por una persiana a medio cerrar.
Curiosamente yo no estoy aquí hoy, frente a ustedes, y la mayoría de los
presentes pensará que ese es el motivo por el que he empezado mi presentación
de ese modo, porque la timidez me resulta patológica y me hace no estar donde
debería, pero no es así. No estoy aquí porque no he podido. Nada me hubiera
gustado más que hablar con Inma Luna, conocer a Lucía Sesma y poder estrechar la
mano de Roman Simic y balbucear un torpe “gracias”, aunque solamente fuese para
poder decirle a mi hijo, dentro de diez años, mientras le doy uno de sus libros
recomendándoselo, que una vez le conocí y hablé un rato con él. Eso no hay
timidez que lo impida. Pero, lamentablemente para mí, no estoy aquí por
obligaciones laborales, que son las peores obligaciones a las que uno puede
sentirse atado; de hecho la únicas obligaciones que deberían existir son las
obligaciones morales, eso que Kant llamó el imperativo categórico; el resto de
las obligaciones son una mierda, pero la vida es así, dicen. ¿Y cómo es la
vida? Pues en estos momentos pienso que la vida es como la cuenta Roman Simic.
Seguramente ese debería ser el argumento que tendría que esgrimir para invitarles
a leer el libro que hoy presentamos. ¿Por qué leer este libro? Porque cuenta
cómo es la vida, hoy, en Europa, con nuestro pasado, quizá no común pero sí
compartido, con todo lo que merece ser salvado o expurgado como humano, y lo
hace de una manera que es menos habitual de lo que parece, pues si hay algo en
los libros de Roman Simic que no resulta habitual es precisamente el brillo en
el lodo, tanto en la forma como en el fondo, la maravilla en la medianía, la
perla en el tumulto. Escribe como yo sueño con escribir.
En el relato que da título a este libro, Roman cuenta cómo un padre le
dice a su hija de 13 años cuando la encuentra intentando dibujar unas peras
sobre una manzana, o una manzana sobre una peras: “Inténtalo… No dibujes lo que es importante para ti. Dibújalo todo
menos eso.”
Así veo yo su literatura, y por extensión, la demás.
En “La rendición de Breda”, el cuadro de Velázquez también conocido como
“La Lanzas”, se supone que lo importante es la entrega de las llaves de la
ciudad por parte de Justino de Nassau al general Spínola; sin embargo uno no
puede dejar de ver también al personaje de la derecha, con pechera blanca, que
parece que se acaba de sacar un moco, o el magnífico trasero del caballo que
realmente preside la escena, o mirar a esos personajes aparentemente
secundarios que nos miran o están perdidos dentro de sí mismos, o contar las 34
lanzas que intentan desviar la atención del humo de la contienda tras la cual
yacen cientos de cuerpos ensangrentados. Es el truco del vacío. Es un truco
sencillo, pero precisamente por eso hay pocos que saben hacerlo bien. He puesto
un ejemplo demasiado obvio para explicar algo igual de obvio, pero no quiero
que piensen que Roman Simic escribe humanamente épico, lleno de trampas y
lugares comunes, al contrario; su escritura tiene poco que ver con las grandes
gestas, pero aún así no olvida que la escena, que lo que está contando, es la
misma: está la silenciosa presencia de la guerra o su recuerdo latente, está el
desmembramiento que genera, pero todo está lleno de gente, de personas que
quieren saber dónde están y porqué. Para entender cómo se siente Helena, la
protagonista del relato “Aliméntame”, hay que leer todo lo que la rodea, su
pasado y su presente, en un relato que es como los destellos de flash de te
ciegan durante un instante antes de que puedas ver la foto, una foto que se
resuelve, tanto en este relato como en el cuadro de don Diego, en unas manos
que se buscan, ofreciendo consuelo, ayuda o rendición.
Y como ese relato, los demás. El segundo párrafo del relato que abre el
libro, titulado “Zorros”, se lee: “En
otoño de 1991 yo salía del cuartel del JNA en el sur de Serbia, tú alargabas a
la fuerza tus vacaciones de verano en una isla del Adriático y tu padre
desaparecía en Vukovar”. He ahí la maravilla.
La pirueta final de todo es cuando descubres que lo importante tienes
que descubrirlo tú, pues Roman Simic no lo ha escrito en ningún lado; eso sí,
te ha dejado una montaña de miguitas esparcidas al tu alrededor, pero resolver
el puzle es cosa tuya. Él bastante ha hecho con
escribir como escribe, dejándote en el rostro la sonrisa del boxeador a
punto de caer noqueado sobre la lona, no entendiendo nada pero comprendiéndolo
todo. Como le dice Helena a su padre muchos años después de que le desvelara el
truco del vacío, viéndole perdido en el bullicio de un aeropuerto: “El truco
está en leer los letreros. Lees. Sigues.”
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