Ed. Baile del sol, 2016, 116 págs. Por Mª Ángeles Maeso
27 septiembre, 2016 por Redacción
”Cada vez levantamos más tabiques/en la casa sin ventanas” es el primer verso de esta casa-cárcel, quinto poemario de Alberto García-Teresa, en el que desde ese primer paso quedamos señalados como responsables en la siniestra labor de sellar los lugares de encierro. La voz que nos lleva por el interior de esa casa es la de un “nosotros”, un sujeto consciente que sabe que su comodidad reposa sobre mullidas montañas de cadáveres, de modo que el empleo de la casa como imagen omnipresente no está al servicio de una exploración onírica ni a la expresividad de ningún asombro. Se trata más bien de la mirada gélida, casi cínica, de un sujeto colectivo suficientemente advertido que ve y no puede hacer que no sabe. García–Teresa pone imágenes tocadas por la mirada de ese nosotros capaz de colaborar para que la gestión del deseo y de la subjetividad pase a manos de los mercaderes; un nosotros entregado a un manejo de la fantasía sin condiciones; a un autoengaño capaz de ver que la casa, con sus habitaciones y su profundidad de armarios, no es una caverna.
Entramos en “La casa sin ventanas”, nos damos de bruces con sus habitantes que, como nosotros, saben de la naturaleza por los canarios enjaulados o por animales de pecera. Respiramos como ellos oxígeno de bombona y aire acondicionado; no hay agua corriente sino pozos; sabemos del sol por botes de autobronceado como sabemos de las caricias de catálogo, de aromas empaquetados o de música de archivos mp3. Aquí el movimiento, los viajes, son circulares y a lomos bicicletas estáticas.
La naturalización de esa voz recorre este símbolo de la casa como topografía de la intimidad en el que no queda nada del valor envolvente y protector que a este símbolo le otorgara el psicoanálisis; ninguno de esos rincones de las poéticas de Bachelard adonde ir a visitar los dioses lares de la infancia. El sujeto “casa sin ventanas” carece de mirada sobre sí mismo y sobre el mundo, es un zombi sin nada que le albergue, porque tampoco tiene nada que albergar. Este es un espacio repleto de espejos, donde se vive “a ras de suelo”, acunados por el sonido de los ascensores.
Este encierro está vertebrado de arriba abajo: entre la verticalidad de las órdenes y una laberíntica circularidad. Pero esa verticalidad es de falso techo: las órdenes, que vienen de arriba son acatadas por miedo a que tiemble ese piso inferior que tampoco existe.
Lo único cierto es que en “La casa sin ventanas,/las goteras siempre son/un problema causado/ por los de abajo”, un abajo que no es el sótano, pues ya hemos acordado que el sótano, aquel lugar de donde emanara lo inconsciente y lo instintivo aquí no existe. Lo único imprescindible es no romper, con precisión milimétrica, el orden que rige la casa, lo que implica recortar, por ejemplo, que las piernas mermen “para entrar en ella”; implica no preguntarse “qué ocurre /con la bolsa de almacenaje/del aspirador”; implica traspasar el papel del filósofo al diseñador; implica naturalizar que los fallos de energía o la falta de agua afecten a las habitaciones del fondo; implica decretar que quien guarde las llaves sea quien dictamine qué es la libertad.
Los censores que vigilan ese orden viven en cada pupila, no es el ojo ajeno del Gran Hermano. El sujeto que habla en estos poemas ya sabe que en la cárcel el exterior es el patio y, aún así, aspira al simulacro de “un patio con sus mangueras/con sus cuerdas de tender,/ con sus baldosas color terroso/ con su cielo bien techado” . El mismo sujeto que cuida ese orden: “no olvidamos nunca/que la ropa blanca/ se lava con la blanca/ y que la de color/ destiñe”. Este sujeto que sabe lo que sabe y que se permite la ironía y el cinismo, hacia el final del poemario, fluctúa indeciso entre un nosotros que se identifica con las víctimas: “los otros nos hacinamos” y con quien domina: “con la cuchara en la mano/ estamos más atentos/ al monopolio de los enchufes/que al reparto de los cubiertos”. El exceso explicativo de algunos de estos últimos poemas no impide el impacto incisivo de algunas de sus metáforas: “un atlas/es literatura fantástica”; “los cirujanos/ son astronautas/ en la casa sin ventanas”
La nota esperanzadora para que esta alegoría, con la que este poeta denuncia la cosificación de las personas, para que La casa sin ventanas no llegue a ser “hogar y templo”, reside en la consigna “asomarnos”; en el canto a lo inesperado del epílogo a cargo de J.Riechmann. Y, sobre todo, en el invisible poder que concitan los símbolos que despliega García-Teresa, no sólo para presentar una realidad negada, sino para transformarla.
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