POR MARIO S. ARSENAL , 19 SEPTIEMBRE, 2014
Sentir la necesidad de escribir cuando se está de vacaciones puede ser algo problemático. Significa que ni en tus días libres eres capaz de estarte quieto o, lo que es peor, que tienes el trabajo por martirio. Mi caso particular es bastante más sencillo y la conclusión es tajante. La necesidad es algo más que una contingencia, qué demonios, es la única forma posible de escribir. Pero como yo no tengo que explicarles nada dado que ustedes me entienden, habrá que seguir delegando en los escritores la responsabilidad de iluminar los postigos de nuestras sombras.
El libro del que quiero hablarles hoy pertenece a un género narrativo que permite puntuales posibilidades expresivas que usualmente la novela no alcanza dada su extensión. No me tiren piedras, existen excepciones. Me estoy refiriendo al cuento como forma concisa que trata de representar una realidad acotada por la acción y el tiempo, no tanto por sus personajes. Javier Morales no es nuevo en este terreno, ya había publicado La despedida (2008) y Lisboa (2011), además de la novela Pequeñas biografías por encargo (Huerga y Fierro, 2013). Su última criatura se llama Ocho cuentos y medio (Baile del Sol, 2014) e incorpora un relato de Gonzalo Calcedo a modo de epílogo. La honestidad me dice que a este libro no le sobra la firma de Calcedo, pero tampoco la necesita. Ocho relatos y medio se sirve de una prosa llana, horizontal, adusta en el mejor sentido de la palabra. Pulsa teclas atrancadas en nuestra realidad como la pérdida de la inocencia, los esbozos de la inmigración, la prostitución laboral encubierta y la búsqueda del sentido de la vida hasta llegar a la soledad aterradora o el brillante conato de una microfobia doméstica.
Las apenas cien páginas de este librito pueden confundirnos, pero se trata de un proyecto ambicioso. Javier pretende sondear la naturalidad del común de los mortales desde la sencillez más noble, la compleja, la que a fuerza de valerse de un vocabulario cotidiano y unas vidas corrientes en grado sumo, acaba por volcar su acento en la quietud de sus acciones, en la inmovilidad de su carácter. De ahí que la hondura de los relatos no recale en otro lugar que en la palabra desnuda y la historia despojada de un ornato que se revela innecesario.
La labor de Javier es tejer pormenorizadamente una retahíla de sucesos que, descontextualizados de la estructura narrativa que ofrece esta escritura, perderían toda su gravedad. Por esto creo que el acierto es doble, primero por no haberse dejado llevar por la mano incierta de la lírica, y después, gracias a ello, por haber sabido revalorizar la cotidianidad desde lo anodino. Confeso admirador de Chéjov, la huella del maestro ruso se hace notar en cada uno de los relatos, pero poco nos importa la influencia, esto sigue siendo cosa de culturetas que no saben qué decir y académicos embarrados en una Literatura Comparada que jamás llegará a concluir en nada. Una nada de la que precisamente se componen estas historias. Por tanto, no hay lugar para la especulación cuentista -tenía muchas ganas de decirlo- sino para el goce puro de la narración desvestida de trascendentalidad. Ocho cuentos y medio tiene la pretensión simbólica de que el medio cuento que falta para componer el número entero de nueve (¿Dante agazapado?) sea cosa del lector. Desconozco si personalmente he logrado armar ese pedacito de historia tambaleante, pero este libro de Javier Morales es como una carretera de historias bajo un horizonte bañado de trigales, extensa aunque reducida parcela de una llanura que despunta a lo lejos de nuestra mirada en la distancia. Desde esa altura, la que permite observar el paisaje desde el camino, van apareciendo los suaves amarillos tostados por el tiempo, los poderosos verdes que anuncian una forma de exuberancia, y se mezclan con el azul de un cielo que amenaza tormenta o con el ocre baldío de la tierra posado en las cunetas. Es curioso que Morales no simpatice con las historias comprometidas y sin embargo haya dado a luz esta hermosa criatura, tan apegada a la realidad, tan misteriosa y tan previsible, tan cotidiana.
Mario S. Arsenal
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