lunes, 2 de marzo de 2015

Itinerario nº2 – John Williams-Shaskespeare (Stoner)

stoner Supongo que debo escribir historias por alguna razón. Que si lo estoy haciendo es por que me empuja una motivación profunda al menos para mí, por una necesidad. Les aseguro que no hay muchas razones por las que los escritores debamos perder el tiempo escribiendo historias, sumirnos en esa extraña conciencia de la ficción, sufrir sus contradicciones y retos constantes, la soledad y la falta de sentido aparente si concebimos con algún rigor éste oficio. Eso es algo que llevo demasiados años pensando: en la inutilidad de la escritura en un mundo paulatinamente más y más analfabeto respecto al texto. Ni soy agorero ni pesimista. El entusiasmo de cualquier historia necesaria que deben contar los escritores es un acto de enorme optimismo en sí mismo. No se puede utilizar cualquier otro adjetivo más allá de ese entusiasmo con el que celebramos la repetición de la tradición literaria y sus empecinados intentos de aportar algo más. Los pueblos se han alfabetizado masivamente al menos en occidente, pero el proceso, como una conspiración, se ha tecnificado y especializado en una compleja división de saberes sesgados y delimitados por el lenguaje de cada disciplina, ciencia, terapia u ocupación. El texto comienza a ser un misterio para las mayorías a pesar del masivo acceso de las nuevas generaciones al saber del mundo. No se entiende la profundidad del texto en la medida en que la información y la inmediata y superficial comunicación han copado, dirigida por las grandes marcas del siglo XXI (televisiones, redes sociales, buscadores, instantáneos mensajes e imágenes y proclamas reducidas a cincuenta caracteres y un puñado de fotografías y vídeos), la realidad de la tierra, y en concreto se diluye la poderosa y sabia ambigüedad evocadora y simbólica, metafórica y narrativa, moral, de la literatura. Y sin embargo los escritores prosiguen. Tal vez anhelen convertirse en misterio, en alma, en halo o en religión. No puedo saberlo. El tiempo parece mudo más allá del pitido de un aparato electrónico que anuncia un breve párrafo de palabras reducidas y mal escritas, donde el titular devora al texto, y a pesar de ello, a pesar del silencio, se sigue escribiendo así, como intentó escribir Shakespeare o Dostoiesvki, cada cual con sus circunstancias vitales. Parece que los escritores no están en sus cabales, que no vale la pena, que las historias que algunos escriben son demasiado dolorosas y costosas para la mínima recompensa a obtener. Y aún así quieren seguir escribiendo esas historias, y no siempre por ego, sino por un extraño deseo. Tal vez sea eso, el deseo de lo humano incontrolable y desmedido, alocado e irracional, imposible de erradicar. Desean continuar navegando por la dureza de las palabras y sus intrincados significados, por la profunda herencia de la literatura, tan vieja como el lenguaje.
        Esas historias. Una como la que yo quiero escribir por todas esas causas irracionales e inexplicables.
        Y entonces empiezo a leer esta mañana fría de invierno el libro que mi amigo Gonzo, en Singapur ahora por extrañas razones y afectos irrenunciables, me recomendó antes de marcharse, Stoner de John Williams, y me encuentro con un verso de Shakespeare que cambió la vida del protagonista de la novela, de William Stoner.
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En aquella época del año puedes contemplar en mi,

cuando las hojas amarillas, ninguna ya o algunas, cuelgan

de esas ramas que se agitan frente al frío,

desnudos coros ruinosos en los que tarde cantaban dulces pájaros. 

En mí ves el ocaso de aquel día

después de que la puesta de sol se funda en poniente;

por la negra noche arrebatada,

la otra cara de la Muerte, que condena al descanso. 

En mí ves el resplandor de aquel fuego,

el que sobre las cenizas de su juventud yace,

como el lecho de muerte en que ha de expirar,

consumido por aquello que le alimentaba.

Esto percibes, lo que hace tu amor más fuerte,

amar bien aquello que debes abandonar pronto. 

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         El joven Stoner es hijo de granjeros pobres norteamericanos de principios del siglo pasado. Estudia ingeniera agrícola por el esfuerzo de su padre, que comprende la necesidad de incrementar la rentabilidad de las tierras y explotar cultivos más productivos. En el aula, el profesor de literatura Sloane, que parece “enseñar su tarea con aparente desdén y apatía, como si percibiera que entre su conocimiento y lo que podía decir hubiera un abismo tan profundo que no merecía la pena hacer ningún esfuerzo para cruzarlo“, va a recitar ese poema de William Shakespeare, escrito trescientos años antes, y preguntará después a los alumnos por lo que les sugiere.
       Cuando leo la frase entrecomillada en la que John Williams describe al profesor, encuentro una buena definición de la literatura que he leído y pretendido muchos años, sin darme cuenta, sin saber lo que le sucederá después a Stoner. Se refiere a algo que aporta un conocimiento misterioso y profundo que no es posible explicar con palabras corrientes a ese grupo de alumnos que Sloan tiene delante, sino sólo comunicarse en el milagro de su propia esencia, en el destino de quienes leen con atención. Por eso Sloane, viejo sabio desmedido y huraño, al menos en estas primeras páginas, posee ese desdén, ese malestar extraño ante el proceso de enseñar a los alumnos el significado de ese secreto. Es consciente de que a veces roza el orden inaccesible del mundo, pero vuelve sin remedio a la ignorancia cotidiana a los pocos minutos
          ¿Cómo explicar eso a quien no le interesa la literatura en apariencia más allá de una nota en un panel de resultados académicos o de los créditos universitarios que complementan una carrera?
         Tras leer el poema Sloane pregunta al azar a dos alumnos, pero se detiene en el tercero con mayor insistencia. Inquiere a Stoner a fin de que explique qué le dice el poema, y al joven granjero no le salen las palabras. Entonces John Williams describe un fenómeno fascinante, un acercamiento al sentido de este antiguo arte vigente mientras exista la humanidad casi sin que el lector lo perciba.
         Stoner contiene el aliento. Lo expulsa suavemente. Desvía la mirada de Sloane como si no fuera con él esa pregunta que el profesor le hace, pero mira la luz que entra por el amplio ventanal y el rostro de sus compañeros. Comprende que la luz del sol de la mañana se une al efecto extraño y profundo del poema, y provoca una iluminación que quizá sólo él perciba y que parece no ya surgir de los rayos de sol que se cuelan por los cristales del aula, sino de las caras de los alumnos mismo, rompiendo la oscuridad anodina que a menudo ve en todos ellos. Contempla con asombro el pestañeo de uno de sus compañeros, y se maravilla ante “una sombra delgada” que cae “sobre una mejilla cuya parte inferior” ha recogido la luz del sol. Advierte que sus dedos se están soltando de su firme agarre al escritorio. Se fija en sus manos, en lo morenas que están, “en la intrincada manera en que las uñas” se adaptan “al romo final de los dedos”. Presiente incluso la sangre fluir invisible a través de sus diminutas venas y arterias, como pulsan delicadamente “las yemas de los dedos a través de su cuerpo.
        Un poco más adelante, el profesor Sloan hará una proposición a Stoner que, junto con el efecto de ese poema de Shakespeare, guiará su destino sean cual sean las consecuencias. Hablará de la intensa fascinación de un poema escrito por un poeta muerto tres siglos atrás capaz de describir tanto tiempo después el estado decadente y otoñal, a punto del invierno, de la vejez y su sentido. Un canto sobrio y veraz sobre la vida. Algo que tal vez se podrá expresar en la brevedad de muchas formas de comunicación pero difícilmente con la belleza y la exactitud, con el conocimiento profundo y esencial sobre lo humano eterno guarecido en el poema de Shakespeare.
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       “Esto percibes, lo que hace tu amor más fuerte/ amar bien aquello que debes abandonar pronto”
          John Williams, sesenta años antes de que yo lea Stoner y ese poema, encontró una razón mas allá de lo racional para escribir su novela. Algo que me comunicó Gonzo poco antes de irse hace apenas unas semanas a Singapur. Una esencia que mi amigo pensó como un regalo valioso que a mí -al menos a mí y a él- podía servirme. Tal vez el mismo aliento que llevó al escritor norteamericano a concluir su extraordinaria novela.
       Pero no encontrarán su sabiduría en este blog, tampoco en ninguna frase entresacada de la novela repetida hasta la saciedad en twitter o en un posteo de facebook o unas fotografías de Pinterest o Instagram. Para adentrarse en su sabiduría es necesario leer Stoner, cada una de sus páginas y párrafos, a solas, sin sonidos digitales ni interrupciones. Un lector adentrándose en el lenguaje que construye la historia de ficción. Un intento de encontrar en el fondo un sentido al oficio de construir novelas, poemas, textos literarios, a este absurdo e irrenunciable deseo de escribir. Ese secreto placer lleno del inexplicable conocimiento que constituye la literatura, que sirve para vivir, lleno del placer de su estremecedor alumbramiento, lleno de aquello que todavía nos pertenece.
COPYRIGHT JIMARINO
Stoner (1)

2 comentarios:

  1. Justo estaba haciendo una entrada en mi blog conmemorando la muerte de este Autor maravilloso. Voy a citar vuestra entrada es mi blog, con vuestro permiso. Me ha parecido una maravilla de entrada.

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