Grietas, un cuaderno, té: Miguel A. Zapata introduce su novela Arquitectura secreta de las ruinas
En el siguiente texto, el escritor Miguel A. Zapata (Granada, 1974), nos habla, en tono distendido y confesional, de los hilos invisibles del proceso de escritura y la intrahistoria de su nueva novela: Arquitectura secreta de las ruinas (Baile del sol, 2018). Zapata es también autor de Voces para un tímpano muerto (Talentura, 2016), Las manos (Candaya, 2014) y diversas colecciones de cuentos y microrrelatos.
Es habitual entre escritores afirmar que no sabrían decir cómo fue el proceso creativo de una obra concreta o de su escritura en general. A mí me resulta relativamente sencillo, quizá porque continuamente estoy analizando los porqués de mi trabajo.
Que acierte a dar con todas las claves constructivas es otro asunto.
Concebí Arquitectura secreta de las ruinascomo la segunda obra de un ciclo de novelas dedicadas a analizar las distintas formas de la degradación en nuestra época. Si mi primera novela, Las manos,se centraba en la decadencia de los iconos y los mitos colectivos en la sociedad global, Arquitectura secreta de las ruinas surgió con la idea de estudiar la relación entre personas y espacios vivenciales en una situación de crisis: el progresivo deterioro de un edificio habitado por inquilinos muy dispares.
Mi manera de trabajar precisa partir de una imagen que sirva como catalizador y eje que vertebra la narración. Si en la potencia de la imagen encuentro un componente alegórico sustancial, puedo lanzarme a la escritura casi a tumba abierta, fiado al sendero que me permitirá trazar mi lazarillo. Pero en esta ocasión, la complejidad de una historia coral exigía igualmente un trabajo de planificación paralelo al ejercicio siempre estimulante de teclear sin cortapisas y dejar a las palabras asomarse a la pantalla del portátil.
En Las manos, el placer consistía en una absoluta libertad de movimiento pero con una sola dirección: línea recta hacia adelante. Un escritor feliz con sus orejeras dejando a la trama avanzar con la misión de llegar a buen puerto. Ni más ni menos que llevarla a un sitio seguro, como el tallo crece buscando la luz y nada sabe del entorno del que se va alejando a medida que se eleva. La escribí con una ingenuidad iniciática semejante al juego, sí, un juego muy serio, ese que supone narrar siempre al filo de la nada.
Hay tallos que se separan del mundo y se proyectan quién sabe dónde.
Con Arquitectura secreta de las ruinas, las dificultades se planteaban en función de la propia estructura de la novela, que imaginé como una escalera de caracol desplegando su persistencia espiral en el corazón de un edificio. Desde el punto de vista arquitectónico, los elementos articulados en forma de espiral suponen una difícil dialéctica: la curva de su diseño incardinada en un mundo constructivo de líneas rectas y paralelepípedos.
De la misma forma, son también estos elementos un puro trampantojo: situado el observador en el arranque de la escalera y mirando hacia las alturas, no siempre es fácil definir si los tramos suben o bajan, si se achican o dilatan los espacios, si aquel es el primer o segundo piso, si un escalón antecede al escalón vecino o se sitúa por encima de él.
Estas dificultades de la percepción se acentúan cuanto más se mira la espiral en su desarrollo hasta el infinito del tejado, la cúpula o el cielo. Con esta referencia, tracé el dibujo de los personajes: no sabemos si avanzan o retroceden, si expían sus culpas o le echan más leña al fuego de sus apocalipsis personales, si son quienes cuentan ser o quienes la aparente realidad se empeña en relatarnos. Como tramos conformando una ascensión, dependen (o no) unos de otros, se realizan en el conjunto de los peldaños ajenos tanto como a través de su propia naturaleza de escalón singular.
La trama avanza así proyectando una espiral obsesiva en la que los personajes vuelven una y otra vez a mostrarse o esconderse tras los muros de ese edificio que va desmoronándose poco a poco, mutando continuamente como la cáscara de ladrillo y hormigón que les sirve o les servía de casa. Se influyen, se anulan, se complementan, se confunden sus voces.
Y mucho antes habían llegado, con su buena nueva, las imágenes. Dos.
La primera imagen. Una grieta antigua en la pared del patio de vecinos en la casa de mis padres. Durante años la vi marcar como una cicatriz el rostro del muro lateral. Siempre estuve seguro de esa visión, incluso muchos años después de abandonar la casa paterna, como uno está convencido, por ejemplo, de la orientación hacia el norte de su cama o del número de espejos que hay en el baño.
Pero los espejos mienten. Las grietas también.
La pasada Navidad, con la novela ya a punto de entrar en imprenta, volví a mirar por la ventana del despachito de mi padre: la grieta en el muro, ahí fuera, había desaparecido. No había señales de reforma ni grapado, el revoque lucía desconchones de décadas. Ni rastro de herida. A veces, el motor de nuestros proyectos no es más que una ilusión óptica que damos por cierta, una justificación necesaria y quizá consciente de su carácter etéreo, de su inexistencia.
Tal vez necesitaba hablar de un edificio en continuo y lento proceso de descomposición e inventé una coartada en la realidad para sentir que contaría algo íntimo, tanto como una úlcera o una migraña, algo que únicamente nos pertenece a nosotros. Lo que nuestros ojos ven, solo lo ven nuestros ojos, nadie más que ellos.
La segunda imagen. Un edificio y su perspectiva. Imposible. Extraña. Incómoda. Una fachada que encuentro en mis paseos por el barrio como otro engaño de la óptica. Dependiendo del ángulo y la luz, sus alféizares, ventanas y molduras parecen dibujos sobre el revoque. Incluso el perfil del edificio adelgaza hasta hacer casi quimérica la posibilidad de alguna vida dentro. Existencias dibujadas. Biografías pespunteadas en un muro.
Los personajes de Arquitectura secreta de las ruinas también son o pueden ser falsas perspectivas, trazos cambiantes sobre una superficie de arena. La grieta que corrompe ese edificio es inmemorial, innominable, quizá imposible.
¿Y cómo se pueden coger los hilos deshilvanados de una madeja así? ¿Qué hacer con tantos cabos, espejismos y caracoleos?
El cuaderno, bendito cuaderno de nerviosas anotaciones, esquemas y apuntes a los que apenas hacer caso, en los que conviven rectas y espirales.
Porque un cuaderno no debe ser una guía turística para consultar como un demente en la visita a esos monumentos que formarán parte del tuétano de la novela. Un cuaderno debe ser un misal, un arma contra el vacío que no hace falta abrir ni consultar apenas porque el mensaje que contiene ya está interiorizado, ya está escrito antes de escribirse.
Lucí discretamente mi cuaderno por las calles de Madrid y Granada como se aventuran al paseo esos bolsos de los que brotan señoronas de domingo, no conscientes ellas del itinerario que le marca su pequeño rectángulo de piel lleno de adminículos de higiene o fotos borrosas de papas muertos.
Bendito cuaderno, sí, y benditas sus letras neuróticas que sirvieron para tanto sin vocación real de servicio.
Ahora podría decir que ya está, que ya me he dicho, que ya he contado los hilos invisibles de esta obra. Pero mentiría, porque ya no me pertenece y otros ojos deberán contarla también, quizá refutar lo que he afirmado antes o añadirle peldaños al edificio piso arriba, piso abajo. Ya no será responsabilidad mía, ahora que ya he terminado de contar grietas y componer intenciones.
Por eso me gusta colaborar en una revista como Pliego Suelto, por esa libertad tan infrecuente que regala y que permite a los autores expresarse sin corsés cuando sacan a la luz sus libros. La que me acompañó en mi primera novela y que en Arquitectura secreta de las ruinas se doma con cuadernos e imágenes para perfeccionar su propio círculo, su escalera de caracol particular: la mejor de todas las libertades es la que busca aquello que la acota, que le dibuja los contornos de su propio albedrío.
Ah, y té, muchas tazas de té muchas tardes de muchos días de muchos meses de escritura.
Pero eso solo aporta un toque humano a tanto empeño de monstruos.
Ni más ni menos que eso.
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