[13 marzo 2014]
En ciertas ocasiones la vida se comporta como un manto invisible que nos aísla de los demás, y nuestra única salida es la del héroe anónimo e invisible que lucha contra ese persistente elemento del que no sabemos zafarnos. Sin embargo, lo que desconocemos, es que ese gesto de heroicidad también es anónimo e invisible, porque la lucha no es solo contra el elemento persistente que nos aísla, sino también contra nosotros mismos, pues en nuestras coordenadas biológicas tenemos remarcada (en un fuerte color rojo) la invisibilidad del anonimato universal. En esta novela, las raíces de la verdad sobre la vida se dan la mano con el daño universal que impregna a la dureza, el hambre, la resistencia y el dolor en cada uno de los actos biográficos de Stoner; un protagonista que representa como nadie la figura del antihéroe, pero que, como todo gran personaje literario que se precie, sale triunfal en su lucha por la supervivencia. No hay nada más bello, que sostener la propia existencia bajo el signo de aquellos valores que nos hacen ser mejores cada día; esos valores tan profundamente olvidados por la sociedad actual. En este sentido, el trabajo, el sacrificio y la renuncia, son algunos de los principios que impregnan el carácter de un hombre que, para salvarse a sí mismo, y a los que conviven con él, se refugia en la literatura. Aquí, una vez más, la literatura es un bálsamo con el que intentar curar las heridas de una cotidianeidad árida y cruel para, entre otros, con el más puro de los sentimientos humanos: el amor.
No hay batalla sin bajas, y las que Stoner va a acumulando a lo largo de su existencia se nos presentan como un símbolo más de su inalterable carácter, y de esa necesidad intrínseca que pocos como él poseen, tanto de la verdadera y única trascendencia como de la seguridad muda que tiene a la hora de afrontar las soledad del hombre frente al mundo. Este silencio es tan sublime que nos conmueve a través de una descarnada sencillez que nos deja sin otro argumento que el de reclamar la heroicidad de las pequeñas cosas; esas que nos cambian el rumbo de nuestro día a día. La búsqueda de la belleza, el encuentro con el verdadero amor (puro, excitante y sensual a la vez) y ese encomiable y firme saber estar ante las más grandes adversidades de la vida, convierten a Stoner en un caballero medieval en busca de su prometida o en un trovador mudo que intenta declamar sus versos a los cuatro vientos, aunque lo haga desde el mutismo de un carácter prisionero de su falta de voz frente al mundo. Todos ellos, conforman la otra vida; la vida soñada que, en esta ocasión, es la vida interior, porque Stoner es una novela de grandes vías interiores que cada una de ellas representa a todos aquellos héroes anónimos que transitan a nuestro alrededor. En este sentido, la prosa de John Williams es impecablemente limpia, certera y sencilla, como el devenir de su personaje, aunque en ocasiones, nos deje muestras de una majestuosa intensidad poética que la convierten en sublime. Pocas veces puede uno llegar a emocionarse con tan escasos elementos, pero Williams nos los presenta tan bien que, cuando estamos delante de ellos, nos enamoramos de ese pulcro reflejo con el que el autor nos ilumina.
¿Qué es lo verdaderamente importante? John Williams lo sabe muy bien, y por eso nos ha narrado toda un vida, la de Stoner, como excusa para mostrarnos a un hombre atrapado en un manto invisible, al que enseguida eximimos de su pecado original y de las adversidades que este le conllevan, pues todas ellas no hacen sino honrarle por esa sabia interpretación (a través de una serenidad estoica) de los que saben dónde se encuentran las raíces de la verdad sobre la vida; una vida que busca una luz o un cabo donde agarrarse en la literatura. En Stoner, la magia de la literatura se produce en forma de alumbramiento bíblico apadrinado por Shakespeare y auspiciado por un raro profesor universitario, en cuyo auxilio, acude un rayo de luz que desde la ventana incide en nuestro protagonista. Desde ese día, Stoner cambia el rumbo de su estancia en el mundo, pero lo hace, sin saber que su pecado original es el de haber nacido, sin más.
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