Título: Siempre nos quedará Casablanca Autor: David Pérez Vega Editorial: Baile del Sol Año de publicación: 2011 Páginas: 70 ISBN:9788415019602
Esta es ya la reseña 150 publicada en Cuéntate la vida. Pero no os preocupéis, que todavía tengo cuerda para rato. Para empezar, hay otras seis reseñas programadas pero vamos a centrarnos en la de hoy. Conocí a David Pérez Vega con su novela Acantilados de Howth. La leí en enero y me gustó tanto que solo tres meses después, en abril, pasamos nuestras vacaciones de Semana Santa en Irlanda y, por supuesto, uno de los días lo dedicamos a recorrer Howth y sus acantilados. Ese mismo mes de enero, tras leer su novela, le propuse a David hacerle una entrevista para el blog y él accedió. Desde entonces hemos seguido en contacto por email.
Y precisamente el pasado 20 de noviembre David se puso en contacto conmigo y en un email me ofreció enviarme su poemario Siempre nos quedará Casablanca, publicado este verano, para que lo leyese. Él sabe que soy lectora de prosa más que de poesía y por eso me avisó: "En realidad dado que a mí me gusta más la prosa que la poesía, cuando la escribo me sale bastante narrativa; es decir, mis poemas se parecen mucho a microrrelatos, y además están enlazados unos con otros, como si fuese una novela".
Él se ofreció a enviarme su poemario, sin ninguna obligación por mi parte de leerlo ni mucho menos reseñarlo. Por supuesto, acepté sin dudarlo. Si sus poemas eran la mitad de buenos que su novela, iba a disfrutar muchísimo con la lectura. Recibí el libro el jueves 24 de noviembre con una dedicatoria que me emocionó y nada más terminar el libro que estaba leyendo en ese momento me puse con él. Lo leí en poco más de una hora, en la cama, una noche antes de dormir. Fue una lectura corta, ya que el libro solo tiene 70 páginas, pero intensa y, sobre todo, muy satisfactoria. Una lectura con la que, como yo esperaba, disfruté muchísimo. Una lectura deliciosa, un auténtico placer.
En el sobrio blanco y negro de la pantalla, la gabardina perenne de Humphrey Bogart le dice a Ingrid Bergman todo lo que le tiene que decir. Sin variar una repite sus tensas palabras que ya oí idénticas tantas veces. "Siempre nos quedará París, lo habíamos perdido y ahora lo hemos recuperado".
La cámara se eleva abandonando los pasos que chapotean en la pista de aterrizaje. "Este es el comienzo de una gran amistad".
Sé que estoy sonriendo tras mi pijama de lento domingo por la tarde. Fuera, con pasos de animal decrépito, el cielo oscuro se adentra en la noche verdadera.
A los tipos como Humphrey Bogart siempre les quedará París, a los tipos como nosotros siempre nos quedará Casablanca.
Así comienza el poemario, que está dividido en cuatro partes: Días de cine, Nos está acorralando el tiempo, Pequeños homenajes de ida y vuelta y Concurso de camisetasfrías. En la primera, formada por doce poemas, el autor nos habla de una de sus pasiones, el cine. De sus recuerdos de infancia y de juventud. De las primeras veces que fue al cine. De los cines de verano. De la banda sonora de su vida y sus recuerdos. De esas entradas borrosas que guardamos en cualquier parte. De las historias de amor que nacen, crecen y mueren en una sala de cine.
Los seis poemas que forman la segunda parte nos hablan de su abuelo, del trabajo que nos acorrala y nos deja sin tiempo libre para vivir, de cómo se ve el tiempo cuando se es un niño de cinco años, de cómo se ve cuando se es un anciano y se está demasiado cerca de la muerte, de los recuerdos del colegio, los compañeros, los profesores y las clases.
La tercera parte del poemario supone un pequeño gran homenaje, personal e íntimo, a Pieter Brueghel el Viejo, Gustavo Adolfo Bécquer, Van Gogh, Primo Levi, J.R.R. Tolkien y Leopoldo María Panero.
Por último, la cuarta parte la forman nueve poemas que nos hablan de una despedida por teléfono, de un amor de una noche entre Escocia y Madrid, de Raymond Carver, de una historia muerta antes de nacer en un bar, de un desamor escrito en mensajes de 160 caracteres, de un paseo por el parque de El Retiro, del miedo a despertar fantasmas olvidados, del museo de El Prado y de las mañanas de viernes.
En definitiva, los poemas de David Pérez Vega, que realmente no parecen poemas, sino microrrelatos, pequeñas historias, nos hablan de cosas cercanas, reales, humanas, cosas que todos hemos experimentado en algún momento de nuestras vidas, nos hablan de cotidianidad, de sentimientos, momentos, recuerdos, instantes , lugares, pensamientos que todos sentimos.
Y eso es lo que más me ha gustado de esta obra, su cotidianidad, su capacidad para hacer poesía que no parezca poesía, una poesía íntima, personal, intensa, pero también próxima, conocida, cercana. Una poesía que fluye, que se lee sin darte cuenta, una poesía que hace recordar, que habla de nostalgia, de añoranza, de recuerdos, de tristeza, de miedos, pero también de alegría, de esperanza, de futuro, de valentía. Una poesía que se lee con una sonrisa en los labios y una lágrima asomando en los ojos.
Una poesía que nos habla de la vida del autor, de su día a día, pero también de nuestra vida y de nuestro día a día. David Pérez Vega escribió estos poemas entre 2001 y 2002, cuando trabajaba como auditor de cuentas en una multinacional. Unos poemas que fueron concebidos en muchas mañanas de sábado en una cafetería frente a la estación de tren de Móstoles Central. Unos poemas que ya tienen una década y que, aun así, siguen siendo actuales. Porque hablan de la vida, de lo real, de lo cotidiano. Por eso y por mucho más sé que los releeré más de una vez. Os dejo con el que más me ha gustado.
BANDA SONORA
Si esto fuese una película, al pronunciar tú esas palabras, nos miraríamos fijamente un instante y yo entonces te besaría sin remedio, con la necesidad de un buzo a su bombona de aire.
La cámara se alejaría de la intimidad de la escena, en un movimiento elevado de grúanos dejaría allí abrazados en la noche, bajo los árboles y los severos edificios de la Castellana.
Sonaría de fondo una suave música clásica, el Otoño de Vivaldi, aunque obvio y caduco,resultaría, en todo caso, de una emoción reconfortante.
Pero es la vida real y la banda sonora es el claxon del coche de un imbécil, la serenidadincurable de los charcos más hondos de la acera, y yo he de tragarme una a una tus palabras con una débil sonrisa.
Esas palabras que cada vez me duelen más puestas en los labios de una chica, brillantes, con un señuelo de trampas para incautos. "Pero qué majo eres". Brillantes.
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