En un artículo publicado en Revista de Libros, Justo Navarro nos cuenta la ambición de Mark Twain de escribir una autobiografía absolutamente sincera; se había empeñado en la tarea de decir toda la verdad sin reservas en lo referente a su vida, a sus contemporáneos y a su tiempo. Para conseguirlo estipuló que no se publicara hasta un siglo después de su muerte con el fin de concederse a sí mismo una libertad total: nada de lo que dijera podría perjudicar ni herir los sentimientos de sus contemporáneos, sus hijos y sus nietos. Tras varias décadas de intentos y miles de páginas de anotaciones llegó a la conclusión de que “un hombre no puede decir toda la verdad sobre sí mismo, aun cuando esté convencido de que nadie leerá lo que escriba”: acabó por convencerse de que para decir la verdad servía mejor la ficción.
El escritor norteamericano John Williams (Texas, 1922 – Arkansas, 1994) también estaba convencido de esa idea; así lo dice en el prefacio de la última de sus cuatro únicas novelas, Augustus (1973): “si en esta obra hay algunas verdades, son las verdades de la ficción más que las de la historia”. En esta ambición de contar la verdad a través de la ficción podemos enmarcar su tercera novela,Stoner (1963), una historia de tintes autobiográficos rescatada de la indiferencia de los lectores por la editorialNew York Review of Books, en el año 2003, con la desinteresada colaboración de dos escritores irlandeses, Colum McCann (que dice haberla regalado más de 50 veces) y John McGahern (que ejerce de prologuista y a quien debo el título de esta entrada) y elevada a la categoría de obra maestra sin paliativos por nueve de cada diez reseñistas all over the world. En España la ha publicado la pequeña editorial tinerfeña Ediciones Baile del Sol, en alabada traducción de Antonio Díez Fernández (2010).
Supongo que a este deseo de llegar a la verdad se debe la extraordinaria sensación de realidad que uno experimenta durante la lectura de la novela. La historia, estructurada en torno a unos pocos acontecimientos de la vida de William Stoner y contada en una prosa depurada y precisa, queda despojada de todo lo innecesario y adquiere una intensidad que hace imposible el despegarse de su lectura. John McGahern habla de la imposibilidad de parafrasearlo, pues sus oraciones han sido destiladas hasta quedarse en su esencia última. También, esa búsqueda de la verdad se percibe en una persistente intención de alejamiento de todo pensamiento tópico, de toda opinión generalizada, que es, o debería ser, el primer mandamiento de la escritura.
Esta es una novela que deberían leer todos los profesores, sobre todo aquellos que todavía fantasean con El club de los poetas muertos, pues John Williams, sin caer en el sentimentalismo barato, es capaz de sacar tensión emocional de escenas pertenecientes al mundo académico en las que uno nunca sospecharía nada conmovedor: un examen oral con tribunal, por ejemplo, o en la disposición de los alumnos de un seminario por un tema tan poco prometedor como la influencia de la Tradición Latina en la literatura del Renacimiento inglés (“todos tenían esa sensación de descubrimiento que le sobreviene a uno cuando siente que el tema que tiene delante está en el centro de un asunto mucho más amplio, cuando siente intensamente que indagar en ese asunto puede llevarle a uno hacia algo desconocido”).
Y también todo lector debería leerla, valga la redundancia, pues aunque aparentemente es la historia de un hombre sencillo, el hijo de unos adustos granjeros de Missouri que acude a la universidad a estudiar agricultura y acaba enamorado de la literatura y convertido en profesor, en realidad es la historia de un lector, un tipo de lector para quien la lectura no es sólo una forma de entretenimiento, o de adquisición de cultura, o de evasión: para William Stoner, la lectura forma parte esencial de la vida. Es el refugio al que siempre vuelve cuando el fracaso o la depresión se ciernen sobre su vida, es el motor de la pasión. No es extraño, pues, que se enamore de Katherine Driscoll leyendo su tesis doctoral. No sólo eso, sino que en un momento dado de su historia de amor Katherine le dice a Stoner: “El deseo y el saber; en realidad eso es todo lo que hay, ¿verdad?” Entonces Stoner reflexiona sobre la opinión generalizada de que el mundo de la mente y el de los sentidos son incompatibles, que hay que elegir uno a expensas del otro. Ellos han descubierto que ambos se intensifican mutuamente y reconocen este descubrimiento como una verdad, una verdad que sólo les pertenece a ellos. Stoner vislumbra una vida plena en ese momento, una vida que el mundo no les dejará disfrutar.
También puede decirse que es la historia de un hombre que nunca alcanza esa vida plena, enredado en algunas decisiones equivocadas. Y es reconfortante encontrarse con personajes así, sobretodo cuando uno no deja de escuchar las lerdas cantinelas del tipo “yo no me arrepiento de nada en mi vida”. William Stoner sí tuvo de qué arrepentirse, pero nadie se arrepentirá de haber leído su historia.
http://brandymostaza.wordpress.com/tag/john-mcgahern/
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