LUZ PÓSTUMA
Mario Martín Gijón
16/05/2020
16/05/2020
El sino de muchos precursores es ser desdeñados en vida, por un público que no estaba preparado para lo inaudito, que así quedó inédito. Me temo que esto ocurrirá con mucho de lo mejor que se está escribiendo en nuestro tiempo, pues hoy se publica más que nunca, pero la cantidad no indica variedad: el criterio de las editoriales es cada vez más homogéneo, y el rasero, más rastrero. Estas reflexiones pesimistas, nada nuevas, me han venido según leía, durante este tiempo de cuarentena, la novela Necrosfera de César Martín Ortiz, nacido en Salamanca en 1958 y afincado desde 1982 en Jaraíz de la Vera, donde ejerció como profesor de Secundaria, y donde cuando le sobrevino la muerte, en 2010, apenas era considerado como un escritor exquisito que había publicado poemas y relatos, algunos de ellos reunidos en Nuestro pequeño mundo, publicado en 2000 por la Editora Regional.
Solo después de su muerte sabríamos, por su viuda, que se esforzó en publicarlas, y por la editorial tinerfeña Baile del Sol, que tuvo el buen criterio de hacerlo, que Martín Ortiz había escrito, durante quince años, una impactante trilogía que suma casi 1.500 páginas, compuesta por las novelas De corazones y cerebros, Necrosfera y A sus negras entrañas. Sabedor de que el mundo editorial hoy no premia, sino que castiga, la audacia y la ambición, el autor no movió un dedo para publicarlas, pues debió pensar que para qué arrojar margaritas a los cerdos, y que no se hizo la miel para la boca del asno.
Necrosfera ha sido una buena lectura para estos meses de confinamiento: situada en un futuro distópico, donde la existencia se divide entre Tierra, donde viven unos humanos retornados a la barbarie, referidos irónicamente como sapiens, y Madre, lugar poblado por las Personas y los Escientes, seres más avanzados que ven a nuestra especie con compasión; dividida en catorce partes cuya relación, hasta el final, no es siempre clara, la novela, en la línea de aquel otro genio marginado que fue Miguel Espinosa, resulta un monumento a la estupidez humana y una advertencia, como tantas veces ha sido el género distópico, a lo que se nos puede venir encima.
Escrita entre 2003 y 2010, Necrosfera aparece atravesada por imágenes de una crisis devastadora que, como se muestran en la parábola de Ciudad Salvación, hubiera podido evitarse si quienes la sufrieron se hubieran dado cuenta de que «la única salida de los hombres habría sido la colaboración, pero el adoctrinamiento que habían sufrido la volvió imposible. En lugar de colaboradores se convirtieron en enemigos; todos supusieron ser los más fuertes, los más aptos, y terminaron comiéndose a los muertos».
En ese adoctrinamiento tiene su parte la degradación de la cultura. El narrador cuenta cómo, si en un principio, los poderosos «encarcelaron y corrompieron a los escritores y eliminaron a los que no pudieron comprar», un día vieron que era más práctico «pagar con esplendidez a algunas personas para que escribieran libros estúpidos e inundar el mercado de modo continuo con aquellos libros, de modo que los verdaderos libros se tornasen imperceptibles».
La «necrosfera» que da nombre a la novela, es el invento de un brigadista checo, que luchará en la guerra civil española, para comunicarse con los muertos, aparato que, como el que da nombre a Solenoide de Mircea Cartarescu, es el enigma en torno al que gravita la obra. Conmueve y compunge imaginar a César Martín Ortiz, escribiendo en Jaraíz una de las mejores novelas de lo que va de siglo, de espaldas a esa zarabanda inane de lo que se considera «vida literaria», desfile de festival en feria para soltar la chapa ante cuatro gatos y cobrar cuatro duros, celebración narcisista antagónica a la humildad que requiere la literatura que merece ese nombre.
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