Ariadna G. García
No es cierto que el destino de un libro se decida a las pocas semanas de su publicación. Una novela que hoy se venda mucho puede desaparecer de un año para otro, si en el fondo es mediocre. Y al contrario, una obra que recaude poco en un primer momento puede perdurar en el tiempo gracias a la pasión constante de una librera, al contagio de los buenos lectores o a la fe inquebrantable de un crítico exigente. Es el caso de Stoner. Publicada su primera edición en 2010, la novela pasó desapercibida en los medios y se hundió en el silencio. Sin embargo, al año de su salida cosechaba dos nuevas ediciones agotadas en meses simultáneos. Ha sido ahora, en 2012, cuando la novela —al fin— ha encontrado su hueco no ya sólo en los estantes de las buenas librerías, sino en la blogosfera y, como resultado, en el corazón de miles de lectores.
Stoner cautiva por su prosa elegante, su narración sencilla, su historia bien contada, pero sobre todo, por la empatía que sentimos hacia su personaje principal: un hombre íntegro, zarandeando por las vicisitudes cotidianas que gozamos y padecemos todos. Además, la vida de este profesor universitario de origen campesino, recio y humilde, se enmarca entre las guerras mundiales que asolaron el siglo XX y la crisis financiera que arruinó la economía occidental. Quizá por eso, también, la novela conmueve. Nos vemos en su espejo. El capitalismo sigue siendo el caballo perdedor por el que apuestan —sistemáticamente— los gobiernos, carrera tras carrera. Pero el libro de Williams señala las diferencias morales entre un siglo y otro. Hoy día, mientras los directivos de los bancos y cajas arruinan sus entidades y cobran por ello costosas indemnizaciones, los hombres y mujeres desahuciados por el impago de sus hipotecas se suicidan movidos por la desazón, el desamparo, la vergüenza o la desesperanza. En 1929, sin embargo, el mundo se regía por valores distintos. Entonces, los banqueros, abochornados por su irresponsabilidad, por su mala gestión, por su falta de escrúpulos, eran quienes saltaban desde los ventanales de sus amplios despachos.
John Williams tuvo al cierto de escribir una obra donde cabe todo. En ella, un narrador omnisciente narra la existencia completa de William Stoner. Su vida se abre paso a cada página con lentitud de río. Apenas hay meandros. Rara vez el protagonista se aparta del guión, y cuando lo hace, obedece más al impulso de otros que a su propia ambición, si bien es cierto que ese acicate ajeno no contradice su naturaleza, sino que visibiliza, extrae, su verdadero instinto.
Con aguda sensibilidad, Williams habla en su novela de temas corrientes, de dificultades ordinarias que su protagonista, la mayoría de las ocasiones, no se atreve a enfrentar: el odio de su esposa, el distanciamiento de su hija, la intromisión de la universidad en su vida privada, la ausencia de su amante… Todo lo encaja Stoner, todo lo soporta con estoicismo, sin duda influido tanto por la sabia paciencia de sus padres —campesinos acostumbrados a las adversidades de la tierra— como por la lectura de autores medievales de gusto romano. La única salvedad es su férrea oposición a la endogamia que reina en el campus, y que los profesores corruptos favorecen. Y esa defensa de la virtud, de la nobleza, del esfuerzo, del mérito académico, será al tiempo su orgullo y su perdición.
Stoner se presenta como un canto a la dignidad de la vida, pese a sus miserias y a sus decepciones; como un himno a la belleza de los pequeños gestos; como una loa a los instantes de quietud y de paz.
Su lectura reconforta tanto que obligará a los hombres y mujeres a retomar las páginas del libro en cuanto se les presente la menor ocasión. No lo tengan a mano cuando cojan el coche, o se eternizarán en los semáforos...
No hay comentarios:
Publicar un comentario